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[Publicado en: Culturales, año 3, vol. 2, 2015, pp. 279-282.]

 

Memoria visual. Producción y enseñanza de la antropología visual en México (2014), de Victoria Novelo y Everardo Garduño (coords.)

 

Isaac García Venegas

 


Memoria visual. Producción y enseñanza de la antropología visual universitaria en México, coordinado por Victoria Novelo y Everardo Garduño, contiene 12 ponencias presentadas en el IV Encuentro de Memoria Visual, realizado en Mérida, Yucatán, en noviembre de 2012.

Entre los trabajos que contiene esta obra, se encuentra el artículo de Antonio Zirión, el cual es, quizá, el más programático, debido a su denodado esfuerzo por que la así llamada antropología visual en México salga del clóset de lo ocasional para exigir su carta de ciudadanía en el ámbito académico mexicano, como sucede en otras partes del mundo, ya que, en su opinión, la antropología visual ha abordado los mismos problemas que siempre se ha planteado la antropología: la identidad, la otredad, la alteridad, la diversidad cultural.

Al respecto, señala que existe una serie de ideas muy difundidas pero falsas sobre la antropología visual como una mera técnica o una innovadora subdisciplina de la antropología que, paradójicamente, carece de rigor y profundidad, por estar basada en la imagen y no en la palabra. Esto deja de lado que la antropología visual tiene su propia historia, su complejidad, y que obliga a la misma antropología a abrirse a otras disciplinas y a los debates que en ellas se han dado desde hace ya bastante tiempo.

Esta valiosa conclusión de Zirión también está en el horizonte reflexivo de Andrés Fábregas y Victoria Novelo. En su escrito, Andrés nos recuerda cómo ya para la primera generación de antropólogos que estudió en las instalaciones del Museo de Antropología allá por 1965, lo visual a partir del cine y la fotografía era parte de su formación cotidiana. Incluso recuerda que los antropólogos que los formaron, como, por ejemplo, Guillermo Bonfil, traían siempre una cámara para registrar, y participaron en películas etnográficas como Él es Dios. Es decir, la imagen fija y en movimiento han formado parte de la vida del antropólogo desde hace mucho tiempo. Quizá por esta razón, Victoria Novelo, perteneciente a la misma generación de Fábregas, se resiste a circunscribir los eventos que organiza al concepto de “antropología visual”. Al igual que Zirión y Fábregas, Novelo parece afirmar que ésta no es tan novedosa como suele creerse, y que algunos aspectos de las problemáticas que le preocupan y ocupan en realidad han sido tema de discusión de otras ámbitos y disciplinas, particularmente de la fotografía, el cine y el documental, por no mencionar al arte, la historia, la sociología, la comunicación, la lingüística, etcétera.

Por su parte, Carlos Antaramián recupera la memoria construida a partir de múltiples mediaciones, a saber: a) de un genocidio (el armenio a manos turcas, que entre 1915 y 1918 alcanzó el millón y medio de personas); b) de una migración (350 armenios que se instalaron en México, algunos de ellos en el barrio de La Merced en la ciudad de México) y de los hijos e hijas de los que vivieron aquella traumática experiencia, y c) de la experiencia de hacer de aquel barrio su hogar, su espacio vital que, siguiendo a Tzvetan Todorov, hace un ejercicio de “memoria ejemplar”. Adicionalmente, argumenta que al genocidio cultural, consecuencia inevitable al genocidio físico, que entre otras cosas supone la destrucción de la memoria del pueblo que se intenta borrar de la faz de la Tierra, no queda otro modo de resistirlo y combatirlo que con la memoria misma. “La memoria —escribe Antaramián— puede recoger escombros, vestigios guardados en los sobrevivientes; en sus fotografías, en sus testimonios, en sus pesadillas”.

Sobre otra vertiente de la memoria y la imagen, no tan distante de la de Antaramián, Ricardo Pérez Montfort ofrece al lector un ejemplo sobre la lectura de un conjunto de fotografías que encontró en el Centro de Documentación de la Imagen de Santander. Se trata de la mirada de algunos integrantes de la familia Echeverría sobre la ciudad de México y sus alrededores durante las primeras dos décadas del siglo XX. Lo que resulta interesante en este texto es el trabajo mismo de su autor como lector de una serie de imágenes sobre las que no abundan demasiados datos. De aquí que en su texto intente, entre otras cosas, “identificar esa mirada”. La amplia y diversa formación de Pérez Montfot, que incluye el cine, la fotografía, la música, la antropología y la historia, le permite ubicar esta mirada a partir de por lo menos tres ejes: la tecnología de la fotografía, el contexto social de los integrantes de la familia Echeverría, y el proceso modernizador que estaba viviendo México hacia finales del siglo XIX y principios del XX.

Al igual que Pérez Montfort, Octavio Hernández Espejo explicita el tema del instrumento tecnológico con el que se producen imágenes pero desde su experiencia pedagógica. En su texto no sólo se percibe implícitamente que la imagen y la antropología han recorrido un largo camino juntos, sino que ese “matrimonio” se ha transformado radicalmente al paso de los años, afectando de manera importante la relación que el antropólogo establece con su objeto de estudio cuando usa una cámara (poco importa si es fotográfica o de cine o de video). Hernández Espejo traza tres fases de la relación del antropólogo con la cámara que describe de la siguiente manera. En los ochenta, nos dice, la sugerencia era tener “la cámara siempre a la mano” con el fin de fotografiar sobre todo lo imprevisto o excepcional. En la década siguiente, cuando se dio el tránsito de lo analógico a lo digital, se sugería al antropólogo estar “con la cámara adherida”, como si se tratase de una extensión de la observación para generar registros sistemáticos y selectivos. Ahora, en pleno siglo XXI y de lleno en la era digital, ya no hay sugerencia sino descripción: “la cámara implantada”, en la que se le concibe como un instrumento de registro en un “continuum” emulando la percepción visual.

En este tema parecen coincidir también María Teresa Hernández Mungía y Germán Méndez Cárdenas, que en colaboración escribieron “El documental como escenario de aprendizaje de las condiciones de vulnerabilidad social y de género en la costa de Yucatán”, así como Sergio Novelo Barco, que en este libro participa con el texto “Mirar la mirada de los infantes. Niñ@s a la pantalla chica en albergues de Kinil y Becanchén, Yucatán”. En el primer caso, al contar la experiencia de la producción del documental llamado Vórtice, que versa sobre las condiciones de vulnerabilidad de tres comunidades yucatecas, los autores enfatizan la experiencia política del hecho al involucrar en esa producción a dichas comunidades. Lo mismo sucede con la experiencia que en su texto narra Sergio Novelo Barco. Al capacitar y poner en manos de niños y niñas indígenas yucatecos cámaras para que documentaran los acontecimientos de su entorno desde su perspectiva, lo que se encontraron fue un peculiar ejercicio político de memoria sobre el Día de Muertos y el tema del agua.

Precisamente porque en la imagen nada es inocente, están los riesgos advertidos por Everardo Garduño y sobre todo Alejandra Navarro Smith: la construcción entusiasta de estereotipos fijados y difundidos por la cámara que contribuyen a afianzar visiones colonizadoras de los propios indígenas. En su texto, Alejandra Navarro aborda el tema de la construcción de estereotipos de lo indígena que, reforzados a través de un conjunto de representaciones visuales, contribuyen a su volverlos invisibles, y en ese sentido, se deslegitima y enajena su capacidad organizativa y política. Si como afirma Navarro “el lenguaje y las imágenes codifican significados sociales situados, es decir, dotan de sentido a la realidad desde las perspectivas de ciertas experiencias y no otras”, el problema reside en que mucho de lo que se documenta sobre los indígenas a través de la imagen sigue haciéndose desde el horizonte de posibilidad que para ello trazó en nuestros países el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX.

Por último, Adriana Trujillo narra la historia de un pollero que, cumpliendo un sueño de niño, se autorrepresenta en películas que él mismo produce, usando a los migrantes que le contratan como extras y describiendo las circunstancias o casos específicos de su trabajo, todo ello visto por una mirada que le quiere estudiar y entender, como si se tratara de una reelaboración de las Meninas, pero al filo del siglo XXI, en la que la cámara es un Velázquez posmoderno. Lo que nos propone Adriana a los lectores de su texto y a quienes vean su documental, es que miremos una mirada situada (la de ella), mirar a una mirada (la de Félix cumpliendo su deseo infantil de ser actor), que se mira a sí misma hacer lo que hace (Félix el pollero). En su opinión, “Desde la etnoficción, el conocimiento antropológico se produce fuera de las convenciones en donde la noción de reflexividad se reduce particularmente a un método y a la técnica asociada a las herramientas del trabajo de campo”.

Así, este libro tiene la virtud de transgredir sus propias fronteras disciplinarias, respondiendo a las invitaciones y exigencias de la realidad y de eso que designamos como antropología visual. Quizá por eso es que las instituciones académicas, particularmente las mexicanas, se resisten a otorgar a esta disciplina un reconocimiento pleno: su hacer politiza la memoria y nos ayuda a redefinirnos como individuos y colectivos activos, diversos, heterogéneos e inasibles como Félix.

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