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[Publicado en: Revista SOMPESO, vol. 1, núm. 2, julio-diciembre de 2016, 118-122.]

 

Nateras, A. (2015).Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significados de la violencia y la muerte en el barrio 18 y la Mara Salvatrucha. México: Tirant UAMI.

 

Isaac García Venegas

 


Ya que el libro que nos convoca se refiere a la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 y los significados que ellos dan a la violencia y la muerte, quizá convenga iniciar mi intervención con una anécdota que, además, explica en parte (solamente en parte) porqué me encuentro aquí, presentando el libro de Alfredo Nateras, admirado y querido amigo, a quien, por cierto, conocí hace ya algunos ayeres gracias a quien hoy nos volvió a juntar precisamente aquí, mi también querido amigo Elí Evangelista.

A finales de agosto de 2009 estaba yo en El Salvador con el equipo del Laboratorio Audiovisual del CIESAS. Nuestro anfitrión, el venezolano Carlos Herníquez Consalvi, mejor conocido como el comandante Santiago, fundador y principal animador de Radio Venceremos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional durante la cruenta guerra civil salvadoreña en la década de los ochenta del siglo pasado, procedente a su vez de las filas del Frente Sandinista de Liberación Nacional, órgano que encabezó la triunfante revolución en Nicaragua en 1979, autor por cierto del libro La terquedad del Izote (que acá entre nos se lee muy bien en compañía del libro que hoy presentamos), había organizado un encuentro en el que teníamos que discutir los avances de un gran proyecto consistente en recuperar la memoria de revolución salvadoreña, amenazada no solamente por los discursos hegemónicos y la profunda desconfianza que se asomaba ya en el mundo hacia el mito e idea de revolución (no digamos la revolución misma), sino porque los soportes materiales en los que estaba resguardada se estaban deteriorando rápidamente. Al comandante Santiago le urgía salvaguardar la memoria, y nosotros estábamos de acuerdo en eso.

Uno de esos días de nuestra estancia en El Salvador, por la noche, Ricardo Pérez Montfort, entonces Coordinador General del Laboratorio Audiovisual del CIESAS, y yo decidimos salir a conocer San Salvador en esas horas en las que cualquier humanista sabe se debe conocer toda ciudad. Para nuestra sorpresa y hasta enojo, no pudimos traspasar el umbral de la puerta principal del hotel en el que estábamos hospedados. Muy amablemente tanto el gerente como un par de policías con armas largas nos indicaron que no solamente no era seguro, sino que era su deber salvaguardar la integridad de los huéspedes. Les informamos que veníamos de la ciudad de México, un lugar que no destacaba por su seguridad, que sabíamos cuidarnos y que queríamos ejercer nuestra libertad. Ellos sonrieron amablemente, nos negaron la salida con un argumento sucinto e inobjetable: allá no hay Maras. Molestos y frustrados nos regresamos a beber en el bar del hotel en el que fuimos lo más parecido a dos fantasmas.

Al día siguiente, el comandante Santiago se rió de nuestra frustrada osadía. Nos llevó de paseo y poco a poco nos fue develando ciertos hechos relacionados con eso que llamaban Maras. Lo hacía disimuladamente, casi musitando. Ocho años antes, en Guatemala, acompañado de Bolívar Echeverría e Immanuel Wallerstein, yo ya había vivido esa experiencia de tener que esforzarme por escuchar atentamente lo que actores de guerrillas, revoluciones y víctimas de la represión musitaban a regañadientes sobre esa realidad centroamericana infestada de dictaduras, opresión, desapariciones, persecución, violencia, muerte. Como ya tenía yo presente que ese musitar poseía un muy específico significado entendí con toda claridad lo que el comandante Santiago estaba diciendo explicita e implícitamente con ese tono. Además, resultó obvia la vigilancia cotidiana a la que era sometido el comandante, y por ende, nosotros durante nuestra estadía.

En nuestras conversaciones sobre las Maras salió una y otra vez el documental llamado La vida loca, realizado por el fotógrafo y cineasta hispano- francés Christian Poveda un año antes (2008). Rápidamente se había convertido en un referente sobre el tema. Por eso, nos sorprendió su asesinato el 2 de septiembre de ese año, justo cuando emprendíamos nuestro regreso a la ciudad de México. Al menos a mí me pareció incomprensible que hubiese sido asesinado por integrantes del Barrio 18. Después de todo, Poveda parecía haber construido una relación sólida y de amistad con las Maras, de otro modo no podría haber filmado lo que filmó. Y según mi muy elemental criterio de entonces, la amistad debió de haberlo salvado de semejante destino. Defino mi criterio de entonces como elemental porque en el libro de Nateras queda claro que para la tercera generación de maras la amistad como criterio decisivo de las relaciones intra-maras ha dejado de tener la relevancia que le otorgaban las dos generaciones anteriores.

Ya en México seguí el caso en los periódicos. Leyéndolos pude notar cómo se construyó una versión oficial del asesinato: la muerte de Poveda, se dijo, se debió a que al parecer estaba pasando información a la policía, aunque los responsables de la política de mano dura negaran esto. En otras palabras, lo que se afirmaba es que lo habían matado por soplón, un modo cruel de imputar al muerto la responsabilidad de su muerte. La versión cumplía con creces con la idea que se puede tener de una pandilla (con toda la carga negativa que la palabra implica, tal y como lo sostiene Nateras en su libro): al violar un pacto Poveda solito se puso la soga al cuello.

Tiempo después de esta anécdota, me encontré con Alfredo Nateras. Fue entonces cuando me enteré que estaba haciendo la investigación que culminaría en el libro que hoy presentamos y que ya va en su segunda edición. Me pareció del todo curioso que más o menos por las mismas fechas anduviéramos los dos por El Salvador y otros países de la Región del Triángulo del Norte Centroamericano (El Salvador, Honduras y Guatemala) y que no hubiésemos coincidido, a fin de cuentas, las capitales centroamericanas no son la Ciudad de México.

Al preguntarle sobre Poveda, me dio su versión de lo que a su vez fue la versión de los líderes del B-18, a quienes había entrevistado. Esta versión, que no obstante discordante con la oficial se unía a ella por otra vertiente en el tema de la lealtad, me sorprendió por igual, pero sobre todo me hizo pensar en la audacia de Alfredo para hacer trabajo de campo multisituado en zonas en las que, según comprobé personalmente, el miedo y la tensión se podían cortar con la uña del dedo dada su densidad y pesadez. Una audacia, por supuesto, no exenta de miedo y ansiedades. Si quieren tener idea de las implicaciones que supuso para Nateras el trabajo de campo para esta investigación échenle un ojo al capítulo V de Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significados de la violencia y la muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha y a las fotografías de las páginas 176 y 177, en las que Alfredo aparece junto con sus informantes con el torso desnudo, como un acto de confianza, comunión, simpatía.

Uno puede preguntarle a Nateras, muy al estilo del único filósofo mexicano solvente que canta (me refiero a Juan Ga), pero ¿qué necesidad?, ¿para qué tanto problema? A reserva de que quizá nos quiera obsequiar una respuesta aquí, me permito aventurar un par de ideas al respecto. Diría que lo hace por la exigencia que interés y compromiso le plantean. Me explico.

En este país, pero particularmente en esta ciudad, hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado, ser joven suponía andar dos caminos que, si bien en su superficie aparecían como opuestos y distantes el uno del otro, en realidad por lo bajo se unían de manera sospechosa. Por un lado, el trazado por el estereotipo de César Costa y Enrique Guzmán; por el otro, el andado por Sergio Jiménez, Óscar Chávez, Ernesto Gómez Cruz y Eduardo López Rojas, es decir, el Capitán Gato y sus Caifanes. En otras palabras: el joven como momento transitorio en el que a fuerza de educación se le incorpora al bien a la producción, o el joven que sin este elemento de fuerza aplicado revela su verdadera naturaleza de rebelde sin causa. Mientras a uno se le exalta, al otro se le criminaliza. No obstante, por más diferentes que se nos presenten a la mirada, en realidad ambos caminos un musitar. La apuesta de Alfredo es justamente dejar de musitar, porque al hacerlo, no solamente se disputa a los discursos hegemónicos miopes y obcecados la posibilidad de entender de una manera distinta a los jóvenes, sino que se pueden vislumbrar caminos viables más allá de la represión, la cárcel, el desdén, la incomprensión. Esto es lo que impulsó a Nateras a su trabajo de campo multisituado en la Región del Norte del Triángulo Centroamericano.

Segundo, por tal motivo los jóvenes del Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha, cuyo número real de integrantes se desconoce, han de explicarse no por una supuesta maldad intrínseca que les corroe las venas, sino porque ha sido el modo en que han logrado sobrevivir a una triple violencia, secuencia e imbricada: la de la postguerra civil (donde el Estado es como un queso gruyere con más hoyos que queso e instituciones elusivas y en su mayoría inoperantes); la de las políticas de manos dura en las que para reconstituirse el Estado inventa un adversario terrible (las Maras) y se convierte en su principal adversario; ya la de un sistema (la globalización y neoliberalismo), siempre más brutal en sus periferias que en sus centros, que no sólo cierra a los jóvenes con la llave de toda promesa, sino que los estigmatiza y expulsa para justificar el hecho de que en verdad los considera como desechables en tanto que la base del sistema consiste en una desesperada lucha, violenta y asesina, por sobrevivir a como dé lugar, ya sea como explotado, como victimario, como desplazado.

Desde esta perspectiva, la violencia y la muerte que viven y ejercen (a fin de cuentas víctimas y victimarios) los del Barrio 18 y la Mara Salvatrucha se entienden, se comprenden, en su vasta complejidad. Dejan de aparecer como irracionales para convertirse en dispositivos de sobrevivencia, de inserción, de simbolización en medio de una sociedad devastada, un Estado disminuido y un sistema hipócrita y cínico que condena la violencia de los marginados, excluidos, expulsados al mismo tiempo que sobre ellos ejerce su devastadora violencia y muerte bajo la forma de explotación, sumisión, ignorancia, devastación y barbarie.

Y en medio de todo eso las Maras se organizan para sobrevivir. Ubican con claridad al adversario, tejen las redes para comprender y entender, se protegen, establecen sus códigos performáticos que van desde su forma de hablar hasta su forma de vestir, su forma de saludar hasta sus tatuajes, hoy menos visibles que antes, se articulan en torno a jerarquías y roles sociales intra y extra Maras, etcétera. Entre otros muchos otros méritos, el libro de Nateras nos hace comprender esto a cabalidad.

Quiero terminar explicitando una duda que me acosó todo el tiempo que leí este libro, desde su primera página hasta la última. En uno de sus momentos más lúcidos y radicales, Karl Marx sostuvo que sólo había una respuesta posible a la violencia del opresor: la violencia del oprimido. Lo dijo, por supuesto, pensando en la revolución y el papel que a su juicio en ella debían tener los obreros. Muerto el mito de la revolución, desdibujada su idea, ¿no es la violencia y la muerte la respuesta inevitable a un sistema que lo que provee en última instancia es violencia y muerte? Lo pregunto porque lo que yo veo en la violencia y muerte de los Maras, de los 43 de Ayotzinapa, de los miles que han quedado en fosas clandestinas, del narco, etcétera, no es otra cosa que la interiorización y la conceptualización del otro como desechable, sí, pero sobre todo como una cosa inanimada a la que se puede destrozar, desgajar, quemar, destruir y desaparecer, como se puede hacer con cualquier objeto. De ser esto cierto, me parece que a las ciencias sociales y a las humanidades les corresponde no sólo el tema del saber y el conocimiento socialmente útil sino en el mejor de los sentidos el de la utopía y hasta cierto punto el del cuidado y aliento de la casi extinta vela de la revolución si ésta se entiende como la recuperación de la plenitud humana. Y creo sinceramente que una de las mejores maneras de hacerlo es como la que ha llevado Alfredo Nateras en este libro: dejando de musitar.

Gracias Alfredo.

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