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[Reseña de: Marta Lamas, Dolor y política. Sentir, pensar y hablar desde el feminismo, México, Océano, 2021.]

 

10 RAZONES PARA LEER DOLOR Y POLÍTICA, DE MARTA LAMAS

 

Fabio Vélez Bertomeu

 


1. Huelga comenzar señalando que este libro resulta sin duda de interés para ayudarnos, a los que no somos especialistas, a identificar y a distinguir los vocablos, las voces y los sintagmas de las principales corrientes del feminismo actual. Así, por ejemplo, no sería lo mismo reclamar el “empoderamiento”, tal y como hace el posfeminismo de manera un tanto inopinada, que reivindicar una “emancipación” de la mujer y de la sociedad, como pretende el feminismo clásico.

2. Hechos como el anterior y, probablemente, una convivencia no exenta de tensiones entre las feministas de la tercera y la cuarta ola, nos han revelado y hecho constatar, como nos advierte la autora, algo inédito. Solía pensarse que la historia del feminismo era una historia −y subrayo lo de una− donde se sucedían las “olas” pacíficamente cada cierto tiempo y donde los reclamos de la siguiente enriquecían y ensanchaban a la anterior en una suerte de síntesis dialéctica perfecta. Esto, puntualiza la autora, ya no rige para el presente. El feminismo no es una mónada sin puertas ni ventanas a otras discriminaciones y, justo por ello, el feminismo ha complejizado y enriquecido su discurso de manera interseccional, cuestionando la pretendida homogeneidad de su tradicional sujeto: “las mujeres”. Dicho con otras palabras: el feminismo ha dado paso a los feminismos.

3. La retórica no es el mero embellecimiento de lo que podríamos decir igualmente, si así lo deseáramos, de manera clara y distinta. La retórica es, sobre todo, una estrategia discursiva para dotar de cierto sentido a un conjunto de hechos. Y como la creación de sentido no es neutral, nos recuerda la autora, es muy probable que las retóricas que nos rodean defiendan intereses concretos. De ahí que sea tan importante analizar los procesos culturales y, como suele ya ser costumbre en sus últimos libros, hacer una previa genealogía y contextualización de los mismos. Las palabras, los discursos, los relatos y las retóricas no caen del cielo.

4. Tener lo anterior presente nos obligaría a preguntarnos, al igual que ha hecho la autora de manera meticulosa en este libro, cómo se ha “recibido y contado” −política, mediática, académica y públicamente− la “violencia” que han expresado algunas mujeres en las recientes movilizaciones públicas. He aquí algunas de las preguntas que se plantean e intentan responder: ¿Es correcto hablar de violencia a la hora de calificar estos hechos? ¿Se puede violentar un bien material? ¿Acaso las mujeres no pueden, en arreglo a lo que se espera de su mandato de género, comportarse de manera violenta? ¿Es compatible la rabia pública con la idea que en general se tiene de la feminidad? ¿Por qué cuando quienes ejercen la violencia o expresan públicamente su indignación son los hombres los medios −y los políticos, los académicos, etc.− interpretan los hechos de manera distinta? ¿Convendría entonces mejor hablar de vandalismo? Pero, ¿siempre y en todos los casos? ¿Cabe, y se vale, un vandalismo táctico, es decir, pragmático e instrumental, como vemos a diario para otras causas? ¿El maniqueísmo de “vándalas o heroínas” ayuda a entender lo ocurrido?

5. Por todo lo que venimos señalando hay que estar muy precavidos para no dejarse atrapar por los “pánicos morales” y las “espirales de significación”. La autora da una explicación muy rigurosa y académica de estos conceptos, pero a mí me gustaría explicarlo mediante un ejemplo. Tiene que ver con un posicionamiento enarbolado últimamente por cierta sección del feminismo y que, para asombro de muchos y muchas, se ha manifestado en contra de las reformas legislativas trans que están emprendiendo algunos países, evidenciando con esta actitud inexplicables fobias. Más allá del fondo biologicista que sirve de respaldo a sus posturas (por cierto, de un tenor cercano al utilizado por el patriarcado), lo más inquietante para el caso son las presuntas consecuencias negativas que, a su entender, podrían desatarse de aceptarse el reconocimiento de estos nuevos derechos. Elvira Lindo, escritora y periodista, lo ha resumido con su acostumbrada ironía (la cito): «No acabo de comprender por qué quienes están en contra de esta ley [propuesta de ley trans en España] ofrecen razones tan extraordinarias e improbables, como que alguien se cambie de sexo para ir a una cárcel de mujeres, para entrar en sus baños y violarlas o para cubrir cuotas femeninas de los consejos directivos». Ni lo comprende ella, ni quien esto escribe, ni esperamos que la mayoría de la gente. A la vista de estos alarmismos infundados, el feminismo, nos dice la autora, no es inmune a este tipo de sobredeterminaciones sensacionalistas. Así pasa, por ejemplo, al mezclar el trabajo sexual y la trata de personas o al equiparar el acoso con la violación o el feminicidio. La advertencia de la autora va todavía más allá pues, según ella, muchas de estas espirales de significación están impulsadas por corrientes conservadoras y puritanas que, en el mejor de los casos, construyen sus narrativas desde posicionamientos maternalistas y victimistas. 

6. Es interesante también descubrir las diferencias y no confundir el “separatismo”, reclamado últimamente por cierto feminismo, con la reivindicación de “espacios no-mixtos” o reuniones exclusivas para mujeres. Los segundos, por cierto, presentes desde la segunda ola, fueron ideados como espacios necesarios para compartir experiencias en común, además de como espacios de goce y afecto. El problema, según la autora, no es tanto el diferente “alcance” de lo que en uno y otro caso se solicita, sino los argumentos y las premisas que subyacen a sendas posturas. Así, por ejemplo, el esencialismo y el identitarismo exacerbado de la primera postura es incompatible no solo con la interseccionalidad antes aludida, sino con un proyecto que busca transformar a la sociedad entera, hombres incluidos.

7. Otro punto interesante, y no menos acuciante, tiene por objeto las dificultades que entraña hacer políticas feministas. La autora dedica copiosas páginas a este asunto. Pero hay un punto que me ha llamado poderosamente la atención y que me gustaría traer a colación en esta reseña. A su juicio, las dificultades para consensuar y articular una agenda política feminista, naturales por otro lado dada la diversidad de feminismos, no residiría tanto en una supuesta disparidad en las metas, o incluso en los métodos (como yo pensaría), sino en una dificultad previa derivada de hablar presuntamente un mismo idioma, cuando éste es en realidad resignificado de manera diversa por sus distintas hablantes. ¿Y si resulta, se interroga la autora, que nos cuesta llegar a acuerdos porque no nos estamos entendiendo? ¿El vocabulario que se está utilizando en el feminismo es unívoco o, más bien, equívoco? ¿Puede construirse una torre feminista desde una realidad babélica?

8. Hay dos condiciones necesarias que la autora vislumbra, en cualquier caso, para que una agenda feminista radical pueda empezar a fraguarse, a saber: la reflexión y el diálogo. La reflexión y la teoría, tan denostadas últimamente por una parte del feminismo, son reivindicadas en el libro pues, y cito, «la teoría sirve para alimentar nuestra praxis, nos ayuda a interpretar los procesos y a enriquecer nuestro vocabulario». Es decir, y si estoy entendiendo correctamente, lo que quiere defender la autora es que una mala comprensión de la realidad podría traducirse en una política equivocada. No se trata, conviene advertirlo cuanto antes, de negar el papel de la experiencia y las emociones, fundamentales para leer correcta y cabalmente esa realidad, sino de contenerlas allí donde estas puedan patinar. La autora pone como ejemplo de este maridaje el “affidamento” reclamado por las feministas italianas frente a las “lógicas amorosas” características de una particular manera de entender la “sororidad” que harían estremecer al mismo Tertuliano. En resumen: o se acepta que el mero reconocimiento simbólico y el apoyo del resto de compañeras no es suficiente para construir un orden social distinto y admitimos de una vez que la diferencia y el conflicto existen dentro del feminismo y, por lo tanto, que el diálogo y el debate son etapas inexorables para poder llegar a consensos, o la oportunidad de hacer política se verá continuamente saboteada.

9. ¿Cuál es la hegemonía política que quiere construir la autora? Pues sería una hegemonía que, además de feminista, debería ser anticapitalista y antirracista. Y es que la matriz de opresiones es plural, no única. Una verdadera emancipación de la sociedad no se logrará si no se visualiza la interseccionalidad y se lucha por la eliminación del resto de opresiones y discriminaciones que condicionan igualmente la realidad. De manera que un feminismo “radical” tal y como lo entiende la autora, lejos de conformarse con una posición autista, tendría que ser solidario y buscar coaliciones con otras causas. 

10. La última no es como tal una razón, sino una pregunta que me deja este libro, derivada de una observación que, según creo, tiene mucha enjundia. Sostiene la autora, apoyándose en otras teóricas, que las redes sociales no solo han sido fundamentales para visibilizar y sensibilizar a la cuarta ola, sino que en buena medida han sido responsables de la sobrecarga emocional que la ha caracterizado. Teniendo en cuenta la inmediatez que posibilitan estos medios, pero también la víscera que alimenta muchos de sus mensajes (que no argumentos) condensados en decenas de caracteres, ¿en qué medida, y como diría Marshall McLuhan, el medio es el mensaje? ¿Puede darse el feminismo que la autora defiende a través y exclusivamente desde las redes sociales? ¿Qué argumento, contextualización o réplica cabe en apenas unas líneas? ¿Puede acaso expresarse algo más que un exabrupto?

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