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[Publicado en: Península, Vol. 17, Núm. 2, julio 2022.]

A la sombra de la democracia1

Axel Rivera Osorio2


Introducción

En las últimas décadas sucedió un profundo cambio de paradigma en la racionalidad política, el paso del marco westfaliano,3 del Estado de bienestar, a la gubernamentalidad neoliberal. La transformación no se refleja únicamente en la política económica: constituye una profunda revolución en la visión de mundo (Foucault 2016; Laval y Dardot 2013 y Escalante 2015), en la construcción de relaciones sociales e, incluso, en cómo opera el poder. Foucault afirma que el neoliberalismo es, al mismo tiempo, una racionalidad política, un modo de producción de sujetos y un esquema de valoración (Foucault 2016, 81-161). Demasiada tinta ha corrido sobre el tema y, sin embargo, existe un aspecto poco estudiado dentro de este nuevo paradigma: la mutación semántica del concepto de democracia dentro de la racionalidad neoliberal. En ello quisiera centrar mi atención, porque la paradoja está en que mientras la democracia goza hoy de la mejor salud, también es ahora cuando los poderes trasnacionales han impactado de tal manera en las esferas estatales nacionales que han socavado el espacio de lo que era la soberanía nacional, al grado de limitar las opciones políticas dentro de los estados. La democracia, por lo tanto, se vació de contenido para convertirse en mero procedimiento (Brown 2010).

   Quisiera hacer algunas aclaraciones previas. En principio, aunque el neoliberalismo pueda definirse formalmente como una racionalidad política, no debe pensarse como si fuese una lógica monolítica, no debe ser sustancializado. En otras palabras, debe asumirse que tuvo importantes fases y ámbitos de desarrollo. Por eso, no debemos considerar que los planteamientos de Mises (2018) y Hayek (2010) son los mismos que aquellos del ordoliberalismo alemán o lo dicho por Friedman, Becker o teóricos más recientes. Eso sí, todos forman parte de un mismo paradigma teórico, que hace inteligibles sus propuestas, pero no equivalentes: existen profundas diferencias que deberían estudiarse con mayor detalle. No me detengo demasiado en ello, aunque sería importante tener en cuenta la maleabilidad del neoliberalismo, pues en ello radica una de sus fortalezas. El neoliberalismo, por ende, no debe imaginarse como un modelo unitario, ahistórico; por el contrario, constituye ideas, planes de acción, técnicas de gobierno que proponen una forma concreta de espacializar el poder. Aunque esto se plasma y sintetiza en relaciones determinadas, esa coherencia donde cobra verdadera significación es donde se vislumbra una racionalidad gubernamental. Así, el tema a analizar es la lógica política neoliberal y los cambios institucionales surgidos en la década de 1970, los cuales se convirtieron posteriormente en planes políticos y técnicas de gobierno a partir de los años ochenta. Ahora bien, un aspecto que no abordaré será el modo diferenciado de cómo se aplicó y adaptó el neoliberalismo en los países del norte y sur globales.4 Aunque existen varios estudios que exponen la diferencia entre ambas formas, su análisis excede la finalidad de este trabajo.5

Del Estado de bienestar a la racionalidad neoliberal

A partir de 1945 y debido a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial (especialmente la devastación y precarización a la que habían sido llevados muchos países), los gobiernos, tanto liberales como los socialistas, decidieron usar los poderes del Estado para instituir políticas que generaran mayor bienestar para la población. Paulatinamente se construyeron Estados de bienestar, con mejores y peores resultados, aunque a la larga tuvieron efectos positivos, pues permitieron la mejoría en los niveles de vida de la población; aunque, como señala Sheldon Wolin, esto también impidió cuestionar las bases del poder político centradas en el Estado (Wolin 1990 y 2008). Conformar estados de bienestar implicó políticas concretas: mercados regulados, fiscalidad progresiva, seguridad social, intervención estatal, políticas contracíclicas, etc. (Escalante 2015, 91). No obstante, la situación es más compleja de lo que parece en un primer momento, pues igual que el neoliberalismo, el Estado de bienestar es una racionalidad política, por ello, también es un modelo de gobierno, entendido tal como lo recuerdan Nikolas Rose y Peter Miller:

[una] matriz histórica constituida dentro de la cual se articulan todos esos sueños, esquemas, estrategias y maniobras de las autoridades que buscan moldear las creencias y la conducta de los otros en las direcciones deseadas al actuar sobre sus voluntades, sus circunstancias o su entorno. Es sólo en relación con esta red de gobierno que podemos definir, delimitar las formas políticas de gobierno específicas y relacionarlas entre ellas (Miller y Rose 2008, 54).

   De tal forma, cada modelo de gobierno es una lógica o visión de mundo concreta. Esa lógica, que parece abstracta en un primer momento, se puntualiza en una construcción específica de redes de poder donde se establecen cánones sobre las concepciones de lo bueno, lo saludable, normal, virtuoso, eficiente y lo productivo. Es decir, la racionalidad de gobierno se especifica en planes, proyectos y prácticas, mediante los cuales se busca administrar la vida de los individuos. Por lo mismo, los problemas de gubernamentalidad deben analizarse como racionalidades políticas. En ellas encontramos las características básicas de cada lógica de gobierno. Establecen cómo se articula el poder, cómo se construyen sus ideales de vida y cómo actúan en la vida de todos. Cada racionalidad política se sintetiza en acciones concretas, lo que Miller y Rose denominan técnicas de gobierno: programas, normas, procedimientos, leyes, códigos, etc., a partir de los cuales las autoridades pretenden incidir en las vidas de las personas. Así, la gubernamentalidad depende de que sea posible que las personas construyan su mundo a partir de los ideales y expectativas prefiguradas por dicha lógica gubernamental, y ella se encuentra activamente implícitos en las normas sociales. Entender una racionalidad política, por lo tanto, significa explicitar la lógica subyacente de tal paradigma político, como las técnicas específicas a partir de las cuales se realiza. Entonces, lo que debe explicarse sería cómo se instituye la relación entre sus categorías discursivas fundamentales, y los tipos de saber que se generan. Siguiendo esto último, para poder contrastar la lógica subyacente a la racionalidad neoliberal, quisiera comenzar detallando la racionalidad política del Estado de bienestar, pues es a ésta a la que el neoliberalismo suplanta a finales del siglo XX. Suele decirse, especialmente entre los teóricos neoliberales, que el Estado de bienestar podría definirse por la intervención del Estado en todos los aspectos de la vida. Algo de verdad hay en ello; sin embargo, su definición yerra, porque no ofrece la característica esencial de tal racionalidad política, sino que simplemente explicita la función política esencial del Estado, la cual es ser uno de los ejes articuladores más importantes del poder. El neoliberalismo, por ejemplo, no prescinde del Estado, porque en realidad depende de un Estado fuerte, uno que sea capaz de instituir las condiciones de existencia del mercado. Sin el estado de derecho —y diversas instancias jurídicas adecuadas— no podría existir el mercado con la fuerza que ostenta actualmente. Por ello, el Estado sigue siendo un actor relevante para esta nueva racionalidad política, aunque su poder se enfoca en ámbitos concretos y diferentes a los que solía vincularse en décadas pasadas. Es claro, entonces, que el Estado de bienestar no podría definirse meramente partiendo de la intervención del Estado, más bien debería verse como “una fórmula para recodificar, a lo largo de varias dimensiones diferentes, las relaciones entre el campo político y la gestión de los asuntos económicos y sociales” (Miller y Rose 2008, 207). En vez de resaltar la mera intervención del Estado, debe destacarse el propósito de dicha intervención. En este caso, se vuelve más sencillo especificar al Estado de bienestar, pues su proyecto, su empleo de técnicas jurídicas, económicas y políticas, era garantizar tanto la libertad individual como la libertad de empresa; es decir, rescatar las libertades esenciales del liberalismo, como los derechos, y las reivindicaciones del socialismo, especialmente una mejor distribución económica. En otras palabras, hacer política, pero sin dejar completamente de lado a los mercados. Era una economía garantizada mediante la actuación sobre los medios sociales a partir de los cuales se genera la producción y el intercambio (207).6

   Por otra parte, la lógica gubernamental del Estado de bienestar configura una idea específica de ser humano: el “sujeto social”. Es importante enfatizar que el sujeto no es una mera cosa, no puede describirse de forma neutral, con características “esenciales”, sino que éstas son efectos de poder asentados en la aplicación activa de técnicas de gobierno. Tanto la libertad, la racionalidad y demás conceptos asociados regularmente al sujeto, dependen de políticas y técnicas de gobierno encauzadas para hacerlas posible. En el caso específico del sujeto social, las técnicas para su producción eran la seguridad social, las pensiones, contratos colectivos, etc. Esa configuración especifica tenía un propósito definido, pues “el estado debía asumir la responsabilidad de crear una serie de técnicas de gobierno que ‘socializarían’ a la ciudadanía individual como la vida económica en nombre de la seguridad colectiva” (Miller y Rose 2008, 207). Su finalidad era crear un tipo específico de subjetivación, basada en la socialización y solidaridad bajo la dirección del Estado. Mas ¿qué tipo de solidaridad?, ¿qué tipo de responsabilidad?, ¿cuál solidaridad? Todas son preguntas guía para establecer las coordenadas del poder del Estado de bienestar. Responderlas implica centrarse en cómo se establecen tipos de subjetivaciones y modos de regulación, vínculos entre los mecanismos de poder del paradigma bienestarista, analizar con detalle la forma como institucionaliza el campo social que él mismo crea. Miller y Rose afirman:

La seguridad social y el trabajo social pueden ejemplificar dos ejes de esta nueva fórmula de gobierno: una inclusiva y solidaria, una individualizadora y otra responsabilizante. La seguridad social es una técnica de gobierno inclusiva; encarna la solidaridad social al colectivizar la gestión de peligros individuales y colectivos puestos por el riesgo económico de un sistema caprichoso como el del trabajo asalariado y por el riesgo corporal de un cuerpo sujeto a enfermedades y lesiones bajo la administración de un estado ‘social’. Asimismo, insta la solidaridad en el sentido de que la seguridad del individuo está garantizada, a través de las vicisitudes de su historia de vida, por un mecanismo que opera sobre la base de lo que se cree que los individuos y sus familias comparten en virtud de su socialidad común. El seguro social establece así nuevas conexiones y asociaciones entre normas y procedimientos ‘públicos’ y el destino de las personas en su conducta económica y personal ‘privada’ (Miller y Rose 2008, 208).

   En este sentido, bien puede decirse que la racionalidad política del Estado de bienestar se centra en crear el espacio que denominamos como lo social y la seguridad de los individuos. Sus técnicas de gobierno se efectúan con tal fin, la vida pública como la privada se encuadran en tal racionalidad estableciendo relaciones y normas acordes con ella (Donzelot 2007). Sin embargo, debe quedar claro que el Estado de bienestar parte de los supuestos del liberalismo (aunque uno social à la Hobhouse), por ende, pone como bloque mínimo a los individuos (no a los grupos ni a las comunidades) y, en este sentido, lo social es una realización performativa que se instituye en las relaciones entre individuos, no les pre-existe. Lo social no es una esfera natural de la vida esperando ser tematizada, sino efecto de diversos vectores de poder en sus múltiples relaciones. Desde tal visión, también es claro que la subjetividad, el sujeto social, tampoco pre-existe a las relaciones interpersonales y al poder que las recorre, por tanto, no es un ente para describir, sino para performar. Todo esencialismo o naturalismo se cuestiona para dar paso a la pregunta de cómo se implementan los planes de gobierno mediante técnicas de gobierno. El sujeto social es efecto de relaciones concretas de dicha racionalidad política.7

   Además, debemos apuntar que el Estado de bienestar es una racionalidad política englobada en lo que llamamos el “marco westfaliano”, cuyo actor principal es el Estado, con todas sus implicaciones: que ejerce el poder soberano sobre un territorio definido; que los participantes en la discusión pública son los ciudadanos, y la ciudadanía se define por la pertenencia a tal comunidad territorialmente precisa. Asimismo, los ciudadanos son los únicos con derecho a plantear reivindicaciones (distribución económica, reconocimiento de identidades u otras cuestiones políticas); que la discusión en la esfera pública es condición para la democracia y para que las decisiones tomadas se concreten en leyes vinculantes (única forma para concretar las reivindicaciones sociales); la economía se proyecta desde un marco capitalista y es regulada por el poder estatal; y la discusión en la esfera pública se centra en medios de comunicación tradicionales para el siglo xx(televisión, radio, prensa, etc.), por lo tanto, el poder no posee bidireccionalidad equivalente entre el Estado y los ciudadanos. Por lo mismo, el primero pudo arrogarse el derecho a defender sus políticas y canalizarlas a la opinión pública en medios informativos, mientras que los movimientos sociales no tenían ese beneficio (Fraser 2008, 151).

   Ese marco westfaliano conllevaba modos específicos de espacializar el poder y nunca fueron cuestionados. De hecho, como afirma Sheldon Wolin, existe una continuidad entre el Estado liberal y el Estado de bienestar. No obstante, comparten también sus carencias, especialmente las democráticas,8 ellas fueron el detonante para criticarlo y suplirlo por el neoliberalismo. En las postrimerías del siglo xix hubo una efervescencia social que llevó a transformaciones profundas, el auge de movimientos cuya finalidad era transmutar el statu quo. Al culminar la Segunda Guerra Mundial, una de las metas de los estados participantes en la guerra, dada la destrucción generalizada, fue controlar las pasiones políticas, atender las reivindicaciones, pero sin transgredir marcos institucionales. Para ello, se dotó de un gran poder al Estado, hasta hacerlo, incluso, el mediador de los conflictos entre sindicatos, monopolios, empleadores, luchas sociales, etc. Toda exigencia debía pasar por canales del Estado para ser escuchada. Ello tuvo un éxito inicial, aunque “al mismo tiempo, al despojar a la sociedad de toda incidencia directa sobre su rumbo, hacía que el Estado apareciera como un poder ya no sólo protector de la solidaridad, sino como administrador efectivo de su progreso, como agente de su destino” (Donzelot 2007, 127). Por su parte, las luchas sociales querían generar el fortalecimiento de la solidaridad, pretendían que la sociedad creara relaciones de poder horizontales pero, con el paradigma bienestarista, eso se deja de lado, porque, frente a los beneficios sociales inmediatos, se impone un poder centralizador y jerárquico que es el único agente encargado de determinar los medios para el progreso. El Estado se convierte en un filtro de demandas y toda lucha social debe ajustarse a su gramática; por ello, “la sociedad ya no era tanto el sujeto de su futuro sino el objeto de una promoción concebida encima de ella, orientada a aportarle a cada cual la libertad y la seguridad a todos” (207). El Estado de bienestar, sin restarle ningún mérito a los logros alcanzados con él, cargaba con falencias democráticas, y a la postre fue el germen de los movimientos sociales en los sesenta y del auge del neoliberalismo (Fraser 2008, 214-220), pues si la sociedad no se siente representada, existirá una crisis de legitimidad.

   Los años sesenta y setenta fueron tiempos recios, aunque la constante fue una permanente crítica al Estado (Escalante 2015, 99). La burocratización como mecanismo para canalizar el disgusto social terminó hartando a grandes sectores de la población, la solución siempre resultaba en mayor reglamentación, aunque no existían canales democráticos para luchar por concepciones diversas sobre lo que debe ser la sociedad, había una única solución: mayor burocracia estatal (Bobbio 1984). Por ello se abrió un espacio de oportunidad y quien se benefició fue la racionalidad neoliberal, la cual se gestó desde los años treinta del siglo pasado y tenía una alternativa: ella se centraba en la reducción de los poderes del Estado. Aspecto que fue parte esencial de su éxito inicial: su tono contestatario frente al Estado en el momento correcto. Su opción era invocar al mercado como mecanismo para la resolución de conflictos; aunque, como es evidente, el cambio en la racionalidad política conlleva la instauración de nuevas relaciones de poder, un distinto modelo de humanidad, la función del Estado, etc. En síntesis, la aparición del neoliberalismo permitió el remate deseado: una revolución cultural. Aunque, tal vez no en la dirección esperada, porque, como lo señala Escalante: “su programa es fundamentalmente conservador, incluye los temas más clásicos de la derecha empresarial: libre mercado, control del déficit, reducción del gasto social. Sin embargo, en los años setenta y ochenta es un movimiento de oposición, enemigo del orden establecido, movimiento contra el Estado, contra la burocracia, los sindicatos, la clase política, contra todos los parásitos del sistema de la posguerra” (Escalante 2015, 104).

   Debemos dedicarle unas palabras a este último señalamiento: el neoliberalismo pretende pasar por un discurso crítico. Su potencia retórica se basa en crear a su enemigo: el Estado. Al interpelarlo de tal manera crea un cambio semántico profundo en categorías esenciales como lo social, lo común, la justicia, el bienestar, etc. Pero para el discurso neoliberal nada es suficiente. Si la salud, por ejemplo, es el problema, ésta no puede solucionarse por políticas de Estado, pues sería arroparse con una “fatal arrogancia” al intentar remediar un problema complejo a partir de decisiones arbitrarias de un grupo de personas; por eso mismo, mediante esta vía, la solución se enfila al fracaso. Lo único que queda, a su juicio, es la desregulación absoluta para que haya competencia efectiva en el mercado. El ganador es quien innova, sea en la creación de patentes o reducción de costos de producción. No obstante, desregular por completo los medicamentos es imposible, porque siempre hay incentivos malignos, tanto en la creación farmacológica, como la explotación que pueden sufrir las personas por falta de seguridad social. Entonces desregular todo es inviable. Sin embargo, la fuerza retórica del neoliberalismo se cimienta en tales imposibilidades. En decir que siempre hay algo más por lograr, siempre se puede apelar a mayor desregulación, a reducir aún más al “Estado”, si algo falla es porque faltó radicalidad. El neoliberalismo se basa en el supuesto de que el mercado provee la libertad que el Estado roba y, al mismo tiempo, ofrece una solución simplificada: la fuerza del mercado. Debe estudiarse con mayor detalle el secreto de tal potencia discursiva: el tono contestatario del neoliberalismo.

   En 1938, en el Coloquio Lippmann, su organizador, Walter Lippmann declaró “nuestro propósito es ratificar y resucitar las fórmulas del liberalismo del siglo xix” (Escalante 2018, 55). Tal idea suele escucharse en los defensores del neoliberalismo, regresar a las virtudes liberales. Sin embargo, si examinamos pormenorizadamente el armado institucional entre ambas racionalidades se hace evidente que no es así. Bien pudo ser una proclama inicial, más el resultado fue una reconfiguración completamente diferente. Como bien dice Foucault:

el neoliberalismo actual no es en absoluto, como se dice con demasiada frecuencia, el resurgimiento, la recurrencia de viejas formas de economía liberal, formuladas en los siglos xviii y xix [...] en este neoliberalismo actual [...] lo que está en cuestión es algo mucho más importante: saber si, en efecto, una economía de mercado puede servir de principio, de forma y de modelo para un Estado [...] Ese es el problema importante, capital, del liberalismo actual, en esa medida éste representa, con respecto a los proyectos liberales tradicionales [...] una mutación de enorme trascendencia. No se trata simplemente de liberar la economía. Se trata de saber hasta dónde podrán extenderse los poderes políticos y sociales de la economía de mercado (Foucault 2016, 129-130).

   Pronunciadas en 1979, esas palabras suenan proféticas ahora y apuntan al corazón del asunto. Es claro que ambas racionalidades no son equivalentes, pues cambia la geografía del poder dependiendo en qué relaciones se inserte. Así, la pregunta debe ser por la especificidad de la racionalidad neoliberal. Mientras que el liberalismo clásico se define por la avenencia entre economía y política; el neoliberalismo proscribe la política en pos de lo económico. En esencia, prescinde de una de las características esenciales del liberalismo: la democracia. La lógica neoliberal se resume en pocos puntos, aunque de profundas implicaciones: defensa (creación) del mercado; una nueva función o finalidad del Estado; la transformación de las reglas del mercado, una visión del ser humano novedosa (visto como capital humano), surge así el homo oeconomicus; la economización de la ley, la creación del mercado como espacio de veridicción. Al defender todo lo anterior se forma una verdadera revolución que deja de lado lo público en beneficio de lo privado.9

   El mercado es la “pieza básica” del modelo neoliberal, todo pivota en torno a ella. Una mayor libertad individual, la eficiencia económica, la justicia. Aunque es claro que el mercado no es un hecho natural, no emerge en el mundo sino a condición de la instituir ciertas normas, leyes e instituciones. Por eso, es un error formular que el neoliberalismo pretende eliminar el poder y funciones del Estado, sin ellas es imposible generar las condiciones del mercado. Así, el “neoliberalismo activa al Estado en defensa de la economía, no para que adquiera funciones económicas, sino [...] para facilitar la competencia, el crecimiento económico y economizar lo social” (Brown 2016, 78). Aunque la retórica neoliberal pretenda volver al mercado lo más natural del mundo, éste es resultado de hechos políticos (Polanyi 2015). Esto es esencial para entender la lógica de la racionalidad neoliberal, donde el Estado juega un papel sumamente relevante, aunque su fuerza está centrada en crear las condiciones de posibilidad del mercado, un rol distinto al que solía jugar en el liberalismo, como hemos visto. Otra diferencia palmaria es la concepción que el neoliberalismo le da al mercado. Si recordamos, para Adam Smith, el mercado tenía la función de generar riqueza mediante el intercambio, el primer capítulo de la Riqueza de las naciones describe la división del trabajo para sustentar la idea de la necesidad de intercambiar productos, allí se genera la riqueza. Pero, la idea subyacente en Smith, de allí pasa a Ricardo y Marx, es una teoría objetivista del valor fundada en el trabajo. Es decir, las cosas valen por el trabajo que se les invierte en su producción. La medida del valor, por tanto, es el tiempo empleado en su producción. En el neoliberalismo esto cambia, la cosa no posee valor intrínseco, si algo vale es por lo que se le atribuye subjetivamente. Sea una artesanía, un cuadro, una pluma fuente, no poseen un valor definido, sino aquel que quiera pagar el consumidor mediante la oferta y la demanda. El énfasis del mercado ya no se está en la producción, sino en el intercambio. Es por ello, que el mercado es visto ahora como un “sistema de precios”, porque en el precio se evidencia lo que la gente quiere y valora; aquello por lo que está dispuesta a pagar. De tal modo que ya no existe un criterio objetivista, el mercado deja de ser un sistema de circulación de bienes y se convierte en sistema de flujos de información basados en los precios y “la idea es que el sistema de precios en una economía libre permite procesar una cantidad ingente de información [...] por eso la competencia es el único método capaz de coordinar la conducta de la gente sin recurrir a la coacción” (Escalante 2015, 36). En último lugar, dicha nueva idea del mercado pone énfasis en otra de las características fundamentales de la racionalidad neoliberal: la competencia. Al igual que el mercado, ésta no es el resultado natural de las acciones humanas, su existencia requiere de ciertas técnicas de gobierno. De cualquier manera, es importante señalar que la competencia es otra de las diferencias cardinales frente al liberalismo clásico, porque “la equivalencia es tanto la premisa como la norma del intercambio, mientras que la desigualdad es la premisa y la norma de la competencia” (Brown 2016, 81). Los diversos liberalismos intentaron crear igualdad entre las personas, porque aún tenían una firme intención democrática. Sin embargo, cuando la lógica neoliberal se vuelve hegemónica, la desigualdad es la norma de las relaciones sociales. Recordemos simplemente que una parte fundamental del liberalismo, en el contrato social, es generar igualdad, y no sólo formal ante la ley, sino ante todo política, allí radica el nexo democrático. Eso cambia en la racionalidad neoliberal. Con la competencia del mercado, la igualdad queda relegada, el mercado se vuelve un juego de suma cero donde existen ganadores y perdedores. No hay más. Esto crea nuevas relaciones entre economía y Estado que configuran una nueva lógica.

   Otro aspecto relevante es la nueva visión de humanidad que le subyace al discurso neoliberal. Cuando se dice que el mercado es la piedra filosofal del neoliberalismo quiere decir que todos los ámbitos de la vida refieren de alguna manera a él, éste también es el caso de su idea de humanidad, a partir de su modelo económico se infiere un tipo de subjetivación que le es necesaria. Su modelo de mercado es el apoyo de su idea de ser humano, el homo economicus. Es un relato idealizado y simplificado del ser humano: racional y maximalista. Como muchas otras teorías económicas, el neoliberalismo asume que la esencia de lo humano se halla en elecciones económicas, enfatizando la racionalidad y la elección. Katrine Marçal lo explica sintéticamente:

El rasgo más característico del ser humano es el deseo ilimitado de poseer cosas. Poseerlo todo, aquí y ahora. Pero es imposible. Los deseos ilimitados del ser humano están limitados por la escasez de recursos del mundo y por los deseos de los otros [...] cuando uno no puede tener todo lo que quiere, entonces hay que elegir. De la escasez nace la elección. La elección implica un coste de oportunidad. Implica que se pierden los ingresos de las alternativas no elegidas [...] El hombre económico tiene una serie de preferencias (Marçal 2017, 34).

   Si se dice que es una versión simplificada de humanidad no es por animadversión, sino que sistemáticamente se eliminan las complejidades resultantes de las interacciones con otros y debidas al contexto social específico en que se encuentra nuestro supuesto individuo. En la versión neoliberal, todo ello desaparece. Lo único que queda es comportamiento, “basta ver su conducta, y saber (por hipótesis) que es racional. Con eso se evita el terreno pantanoso del análisis cultural” (Escalante 2015, 144). No obstante, tanto el esquema como la psicología atribuida al ser humano son puros supuestos, no provienen ni de observaciones psicológicas ni de teorías empíricas, son consecuencia de haber asumido al mercado como marco para la explicación social. Lo interesante del neoliberalismo no es esta versión de humanidad, sino como con tan poco han podido explicar todos los fenómenos sociales. Es digno de verse. En primer lugar, la vuelta de tuerca dada a la idea de maximización. Todos tenemos preferencias, debemos elegir y siempre queremos más por menos. No obstante, ¿qué significa querer más? Suele decirse que el homo economicus siempre busca su interés personal; y lo seductor de la retórica neoliberal es que ensancha el sentido del interés más allá de lo económico, pero, al mismo tiempo, siendo capaz de circunscribirse a éste, lo cual logra al vincular estrechamente la idea de utilidad e interés. Los intereses personales no siempre son egoístas, algunas veces queremos ayudar de buena fe. Pero, desde la perspectiva neoliberal, el altruismo también significa seguir nuestros propios fines, termina siendo pariente del egoísmo. No obstante, tal observación meramente es consecuencia de las premisas de las que se parte. Si como premisa no se acepta nada más allá de las acciones individuales, entonces el altruismo y las redes de cuidado entre las personas, son a final de cuentas señales indirectas del interés propio. En un segundo paso, en su forma de argumentación, se retoma un sentido amplio de utilidad, donde el sujeto emplea todos los medios instrumentales para alcanzar sus fines y ello se analiza desde la perspectiva del mercado, donde finalmente las relaciones interpersonales se miden a partir de la relación costo-beneficio. Si se tiene, por ejemplo, el interés de casarse, para el homo economicus es racional juzgar desde una perspectiva de los beneficios que dicha decisión le implicaría: la mejora del estatus social, el nuevo ingreso, los trabajos de cuidado sobre uno, etc., todo ello debe de sopesarse frente a los costos de tal medida, y si la balanza se decanta hacia los beneficios, debe seguirse con ese afán utilitario. Llevar todos los ámbitos humanos partiendo de la idea de mercado donde se busca el interés propio al máximo es un instrumento potente; pero sigue siendo un supuesto no comprobable. Además, tal egoísmo metodológico también es un presupuesto, no es un descubrimiento científico ni nada que se le parezca.10 Su fuerza explicativa se fundamenta en la idealización de modelos y principios donde la realidad siempre puede ser ajustada.11

   Un último aspecto que quisiera abordar sobre la cuestión del nuevo tipo de ser humano en el neoliberalismo se centra en el cambio específico dado en la relación con el trabajo. Uno de los conceptos básicos de los análisis económicos de Marx era la fuerza de trabajo, basada en la producción de bienes. Gran parte de las teorías sociales la tomaban como punto de referencia. Esto cambia en la racionalidad neoliberal, pues el concepto clave pasa a ser el de capital humano. Anteriormente, con la teoría de Marx, la fuerza de trabajo debía de diferenciarse en el mercado, podían tenerse varios roles, siempre era posible distinguir entre vendedor y el comprador, el productor, el cliente, el consumidor, etc. Se abría una gama de posibilidades económicas diferenciadas; no obstante, cuando el mercado es el eje articulador de cualquier ámbito social, se difuminan esas diferencias. En el mercado existen capitales, y el ser humano no es la excepción. Al tomar el modelo del mercado, el trabajo pasa a una red semántica en el intercambio, no de la producción. El individuo, por tanto, ya no cuenta como productor, sino como alguien que ofrece servicios. El individuo pasa a ser el empresario de sí mismo, “es menester que la vida misma del individuo —[...] incluida su propiedad privada, su familia, su pareja, la relación con sus seguros, su jubilación— haga de él algo así como una suerte de empresa permanente, múltiple” (Foucault 2016, 239). El mecanismo para su análisis es la simplificación de las relaciones intersubjetivas. Si el trabajo e individuo se ven como capital humano, no existe ninguna posibilidad teórica de bosquejar teorías sociales de la dominación, porque el sujeto, por libre elección escoge trabajar para alguien por un salario acordado entre ambos, entonces ¿dónde queda la explotación, la injusticia, la arbitrariedad? Teóricamente salen de un plumazo. El corolario es una mayor dificultad para aclarar los perjuicios del mundo. Por eso, los partidarios del neoliberalismo subestiman temas como la precarización, pues finalmente ésta es condición para vislumbrar al ser humano en tanto capital humano; sin un entorno de riesgo, las características como la autonomía, la auto-responsabilidad y su continua actualización en términos laborales serían más difíciles de cumplir, porque cuando se crean vínculos sociales y redes de cuidado, es decir, cuando se hace lo posible por crear lo social, no se puede tener esa comprensión sobre el ser humano. En concreto, el neoliberalismo requiere eliminar políticas públicas y las técnicas de gobierno que afiancen la seguridad social: la incertidumbre, la condición precaria, son consecuencia directa de esta transformación, debido al desmantelamiento del aparato social generado por el Estado de bienestar, bajo el pretexto de que éste proveía incentivos perversos para que el individuo dejara de ser productivo y que viviera de las rentas del Estado. El individuo como capital humano vive del sueño de ser un winner (Lorey 2016).

   Finalmente, para concluir este breve análisis de la racionalidad neoliberal falta decir algunas palabras sobre el mercado como mecanismo de veridicción. En concreto, quiere decir que él se convierte en tamiz de todos los ámbitos humanos, o que todo lo humano puede verse desde una perspectiva de mercado, como cálculo, bajo la lógica costo-beneficio, donde nos guiamos por la maximización de nuestro interés. Así lo expresa Foucault:

gracias a ese esquema de análisis, esa clave de inteligibilidad, podrán ponerse de relieve procesos no económicos [...] una especie de análisis economicista de lo no económico [...] por ejemplo, que la relación madre-hijo, caracterizada en concreto por el tiempo que la primera pasa con el segundo, la calidad de los cuidados que le brinda, el afecto que le prodiga, la vigilancia con la que sigue su desarrollo, su educación, sus progresos, no sólo escolares, sino físicos, su manera no sólo de alimentarlo sino de estilizar la alimentación y la relación alimentaria que tiene con él, todo eso representa para ellos, los neoliberales, una inversión mensurable en el tiempo; ¿y qué va a constituir esa inversión? Un capital humano, el capital humano del niño, que producirá una renta (Foucault 2016, 242).

   No he tocado algunas de las características determinantes de la racionalidad neoliberal, por ejemplo, su relación con lo jurídico y ha sido a posta, pues se relacionan con el tema principal de este artículo. Al igual que la racionalidad política del Estado de bienestar, el neoliberalismo tiene serios problemas con la democracia. La hipótesis es que muchos de los conflictos sociales contemporáneos se deben a la “revolución democrática” originada por el neoliberalismo, por su resignificación.

El vaciamiento de la democracia

En este apartado examinaré cómo la racionalidad neoliberal desmantela los mecanismos democráticos, mientras que, al mismo tiempo, se apela a una época dorada de la democracia. Me centraré en cuatro puntos: 1) las implicaciones de la eliminación discursiva de lo público en pos de lo privado o, tal vez, la transformación semántica de lo público en este nuevo tipo de gubernamentalidad; 2) las consecuencias del paso del gobierno a la gobernanza; 3) el rol preponderante que juega el poder judicial, no únicamente a nivel nacional, sino internacional y 4) las implicaciones políticas de estos aspectos en temas de justicia y la democracia.

   La distinción entre lo público y lo privado fue uno de los temas clave del liberalismo. Estaba en juego saber hasta dónde puede llegar el poder del Estado frente a la libertad individual. Los liberales creían que tal división respondía a la naturaleza humana y muchas de sus teorías son esencialistas, porque, desde su perspectiva, existen derechos inalienables para todos los seres humanos, punto de encuentro entre el liberalismo y el iusnaturalismo. No obstante, tal división es un efecto performativo, resultado de relaciones humanas, no algo dado a priori. El Estado de bienestar, mediante sus técnicas de gobierno, creaba lo social, en sentido de que sólo mediante dichas acciones gubernamentales se creaban las relaciones específicas que permitían configurar un tipo de espacio social que se instituía en la sociedad. El espacio social es herencia de la construcción de lo público dentro de la tradición liberal. Allí se forma la “comunidad política delimitada. Al proclamar el telos de sus discusiones como el interés general articulando el demos, que debía traducirse en leyes vinculantes” (Fraser 2008, 150). Lo público, por lo tanto, es el espacio donde se disputan derechos, las reivindicaciones, bajo el supuesto que la discusión pública ayuda a crear representación política, y es lo que la constituye esencialmente. La política, mediante las luchas en la esfera pública, se vuelve en un campo de intervención. Esa intención democrática se fue perdiendo por el auge de la burocratización del Estado. Sin embargo, en el paradigma bienestarista el propósito de crear lo público nunca se dejó de lado, al menos como ideal; aunque en la práctica la burocratización hizo que se perdiera el rumbo (Wolin 1990, 2008; Offe 1984, y Bobbio 1984). No obstante, debe aclararse que “el dominio público no es un sector, ni un conjunto concreto de instituciones, sino una dimensión de la vida social, un modo de organizar la provisión y la distribución de algunos bienes, servicios, recursos [...] [allí] no rigen los principios de operación privados, o sea el mercado o el parentesco, sino los derechos de ciudadanía” (Escalante 2015, 201-202). Lo público es esencialmente político, por ello, la racionalidad neoliberal pretende minarlo desde su base, porque ella busca el declive de las pasiones políticas; ya que la función del mercado no requiere trabas, que el mercado cobre independencia de lo político, que la democracia no afecte sus reglas de operación. En este sentido requiere socavar lo público, reinterpretarlo.

   Los neoliberales esgrimen dos argumentos para modificar la significación de lo público. El primero, es la idea de que el mercado es un flujo enorme de información, con el corolario de que nadie que puede dirigirlo. Cualquier intervención, la fatal arrogancia dogmatizada por Hayek, causa efectos adversos, ineficacia. Esta idea atenta indirectamente contra la idea de la esfera pública, pues afirma que las decisiones políticas tomadas, los acuerdos alcanzados, pueden ser democráticos; no obstante, a menos que se encaminen a liberalizar al mercado, lo único que traerán son resultados negativos. La única respuesta, pues, es y será el mercado. Tal aseveración no parece convincente, pero evidencia la intención de limitar la esfera democrática. Además, su tesis conlleva tácitamente una apelación tecnocrática de la verdad, idea cientificista heredada del siglo xix, donde se invoca una idea de objetividad independiente, apelación a principios inamovibles, naturalización de ciertas identidades, etcétera. Todo eso sustancializa al mercado e implícitamente niega que la intervención política pueda o deba darse a partir él, porque la política no se ajusta a su forma de operar.

   El segundo argumento esgrimido es de carácter moral y retiene el tono contestatario de los sesenta y setenta contra el Estado (implícitamente contra el comunismo real). Se afirma que el Estado y las empresas públicas tienen una estructura autoritaria, porque están constituidas jerárquicamente, que su única y verdadera función es intervenir en la vida y en juicios de las personas (vía impuestos, leyes, reglamentos, etc.). Es decir, tiene una función reguladora y asfixiante que impide la libertad, la posibilidad de elegir qué hacer, dónde estudiar, qué creer, etc. El discurso neoliberal se monta en la defensa a ultranza de la idea de libertad, mientras que el liberalismo, y la democracia liberal, parten de dos principios: la igualdad y la libertad. Para la lógica neoliberal lo único que cuenta es la libertad, extrapolando, por ello, la defensa de la libertad individual. Frente a lo público (autoritario) debe protegerse, a toda costa, lo privado. Allí se haya, a su juicio, la posibilidad de resistencia, de innovación, de actuar en el mundo; finalmente de salir adelante por mérito propio. De esa forma se articula el espacio privado. Todas las políticas públicas del neoliberalismo están enfocadas a crear ese espacio y tipos de subjetivaciones precisas para reproducirlo. Son respuesta a una desconstrucción de lo público en pos de lo privado.

   Un último comentario sobre tal punto: lo público no significa necesariamente estatal. Lo dijimos, pero vale la pena repetirlo tanto como sea necesario, el neoliberalismo no va en contra del Estado, sino sobre ciertas funciones del Estado, normas y técnicas que se dediquen a construir performativamente lo público, aunque el neoliberalismo necesita al Estado pues, a diferencia de los liberales del siglo xix, ya no piensa que el laissez-faire es posible por sí mismo. Liberar al mercado requiere crear instituciones, normas, leyes, que lo hagan posible; es decir, del Estado. Sin éste, no se produce el mercado. Por eso, lo que está en cuestión es la finalidad que cumple el Estado, allí la batalla de la lógica neoliberal es construir una hegemonía sobre la base de la construcción de lo privado. Escalante dice que lo público no puede medirse con la vara del interés privado, porque se basa en la idea de que hay cosas que no pueden mercantilizarse, que debe haber ámbitos donde la prioridad no sea la ganancia (Escalante 2015, 202), la pregunta neoliberal es ¿por qué no? Su meta es hacer que lo que parecería una contradicción se haga realidad, bajo la consigna de que “al no haber el incentivo de la ganancia, al no haber propiamente mercado, las instituciones públicas serán poco eficientes [...] y terminarán desperdiciando recursos, donde los particulares interesados en hacer negocio podrían ofrecer mucho mejores resultados” (203). Así, de la mano de un argumento cientificista y otro moral descalifican lo público. Para nuestro tema, lo que está en juego es la desdemocratización12 de la vida pública; en tanto que se pierde la potencia de las decisiones democráticas esgrimiendo su falta de pericia técnica y, asimismo, la edificación de lo privado refuerza que el único tipo de relaciones que podemos o debemos tener entre las personas son las que se basan en el interés, en la utilidad; que cada uno vea por sí mismo. Esto deja de ser retórica cuando se pasa al plano de las técnicas de gobierno.

   En segundo lugar, quisiera centrarme en una nueva técnica de gobierno desarrollada en las últimas décadas, conocida como gobernanza. Apunta a una forma descentralizada del poder frente al poder jerarquizado y unidireccional. La gobernanza apela a la interrelación entre diversos actores políticos, siendo el Estado uno entre varios más. Vayamos con calma, pues la gobernanza tiene ventajas y desventajas desde un punto de vista democrático, pero es clave para el auge de la racionalidad neoliberal.

   Antes aludimos a que el Estado de bienestar se basaba en un marco de poder westfaliano, es decir, que había un actor político central, el Estado. Las mayores decisiones sobre el tipo de políticas públicas provenían de él, al igual que las decisiones sobre la justicia, también se basaba en trazar la ciudadanía como el tipo de subjetivación para presentar reivindicaciones sociales. Era un modelo de poder basado en la idea de soberanía del Estado, el control sobre un territorio y una población determinada, capaz de generar leyes vinculantes y con sujetos de derechos definidos. Todo esto cambió. La gobernanza apunta a la descentralización del poder, lo cual quiere decir que ahora no es posible bosquejar el tema del poder sólo desde el Estado o tratar de refugiarnos en él; además, la aparición de poderes trasnacionales requiere pensar en la justicia desde paradigmas diferentes. Si una empresa de outsourcing no otorga beneficios de ley para sus trabajadores, ¿acaso el Estado podrá resolver la controversia?, ¿los Estados tienen las herramientas jurídicas para solucionar tales problemas? En cuanto a los sujetos políticos, y sus derechos, esto último ha cambiado radicalmente, pues el modelo de ciudadanía era una abstracción homogeneizadora basada en la igualdad ante la ley, aunque nunca se cuestionó con seriedad quiénes eran los sujetos que podían valer como ciudadanos; se daba por sentado (Sassen 2001, 1-72). Las luchas sociales contemporáneas no buscan únicamente una mejor redistribución económica, sino también reivindicaciones identitarias, es decir, lo que está esencialmente en cuestión ahora es la noción restringida de ciudadanía basada en la pertenencia a un territorio (Butler y Fraser 2016). Esto apunta a que las certezas del marco westfaliano se derrumbaron en las últimas décadas, no únicamente por la racionalidad neoliberal, sino por procesos complejos de globalización que no se agotan en ella, aunque tal lógica gubernamental le imprime su toque. Así, en el tema de la gobernanza me interesa explicar dos cosas: 1) una novedosa forma de ejercer el poder y 2) la forma como el neoliberalismo la emplea para des-democratizar el espacio público.

   Elizabeth Meehan define la gobernanza como “una nueva gama de arreglos y prácticas. Éstas incluyen la fragmentación y compartir el poder público. Segundo, apunta a otros arreglos, alentando políticas que deben formularse e implementarse lejos del centro, el ‘vaciamiento’ del Estado a partir de la ‘agentización’ del gobierno y de la privatización de la provisión de utilidades y servicios. En tercer lugar, los analistas notan el alza de la dependencia de las colaboraciones, redes y nuevas formas de consulta y diálogo” (Meehan 2003, 2). Por su parte William Walters encuadra la gobernanza desde cuatro enfoques analíticos: 1) el paso de las “instituciones” a los “procesos de decisión”; 2) el énfasis en “las redes autogobernadas”, si ya no hay un vector unitario de poder, las relaciones se hallan en constante flujo y la “esencia” de la gobernanza sería la gestión de redes. 3) Su narrativa del cambio social: todo se acelera y se complejiza y 4) el declive del poder del Estado (Walters 2004, 29-30). Lo importante en ambos autores se centra en el descentramiento del poder, mas no es un cambio sólo a nivel metodológico, sino por sus implicaciones directas. El poder que poseía el Estado, y su responsabilidad, se traslada a procesos impersonales de gestión pública, el poder trasmuta en administración. Lo público desaparece de la ecuación. La deliberación sobre la justicia, los fines que queremos como sociedad, la disputa por valores, todo eso se esfuma, “la vida pública se reduce a solución de problemas e implementación de programas [...] pone entre paréntesis o elimina la política, el conflicto y la deliberación sobre los valores y los fines comunes” (Brown 2016, 170). Entonces, la consecuencia de esta decisión política es que se mina el poder de lo público y, a su vez, la vida democrática, no porque no exista un eje articulador, sino porque se elimina todo conflicto dentro de lo social. Se asume que todo se resuelve mediante programas y procesos administrativos, por una mayor reglamentación, lo cual trae consecuencias en los modos concretos de crear mecanismos de subjetivación en nuestro mundo moderno (Brown 2021, 217). El costo que ello conlleva es la pérdida de la esencia democrática: la deliberación y participación de la sociedad civil. La gobernanza separa el poder de la política, vuelve a la democracia un procedimiento, la vacía de contenido. Esta forma de poder no depende directamente de la racionalidad neoliberal, aunque si se toma en cuenta el ataque férreo contra el espacio público del neoliberalismo, la gobernanza aparece como un arma poderosa. Ambas se articulan para eliminar procesos de decisión, gran parte de ellos se alcanzan mediante pautas de “mejores prácticas de gobierno”, donde se ha elegido a priori lo que eso significa, procesos gerenciales y aplicación de modelos “probados” en otras bpartes. Se elimina la discusión, por confianza en la gestión. A la larga, la democracia e idea de una ciudadanía activa dan paso a la pasividad y aceptación de decisiones y la gestión administrativa. Cada vez hay menos interpelaciones sobre la nación que queremos, sobre la sociedad a construir. Así se edifica, mediante técnicas de gobierno concretas, una ciudadanía como la requerida por el neoliberalismo. Ahora bien, dar cuenta de estos novedosos procesos de gobernanza no implica que sea fácil cambiar esta situación, aunque veamos los problemas y carencias democráticas de las nuevas prácticas del poder, es igualmente una ilusión querer regresar a una vieja racionalidad política, donde el poder se centralizaba en el Estado. No es posible reestructurar así la vida democrática contemporánea, habrá que pensar en nuevas formas (Walters 2004, 43, y Fraser 2008).13

   El tercer elemento relevante en la des-democratización del espacio público se debe al papel dominante que se le brinda cada vez más al poder judicial. La mayor reforma efectuada por la racionalidad política neoliberal fue minar las capacidades legislativas de los gobiernos en favor de un marco de legalidad que posibilite la amplia liberación de los mercados (Laval y Dardot 2017). ¿Qué significa específicamente esto? Primeramente, que lo jurídico cobra mayor relevancia que la legislación y, en segundo lugar, que se hace una interpretación restrictiva del derecho como mero derecho privado.

   Empecemos con el primer punto, ¿por qué cobra tanta relevancia lo jurídico? Esta fue una de las claves interpretativas de los primeros teóricos neoliberales, por ejemplo, Friedrich Hayek, quien en su lucha contra el comunismo (a sus ojos, estatista e intervencionista), debía encontrar una nueva forma de poder político para respaldar sus ideas y, simultáneamente, atacar el modelo estatista. Para ello, Hayek retoma la distinción de Oakeshott entre telocracia y nomocracia, la primera siendo el gobierno dirigido por fines o metas específicas, lo que él equiparaba con el intervencionismo del Estado, mientras que la nomocracia era “un ‘modelo constitucional’ [...] donde las leyes constituyentes de lo social y el orden legal no buscan que ciertos bienes comunes jerarquizados sean perseguidos por todos, sino reglas generales de la justa conducta que son independientes de finalidades y, por tanto, abstractas” (Cheung 2014, 24). Entonces, la nomocracia sería el gobierno de la ley, el estado de derecho, que no es sino la forma y la racionalidad legal frente a la soberanía democrática. Ello encarna una inversión semántica de la noción de democracia, su vaciamiento, metamorfosis en mero procedimiento. Pero Hayek tenía sus razones, realmente asumía que la intervención estatal creaba injusticias. Su hipótesis de los mercados eficientes se basa en concebirlos como si ellos fueran una red inimaginable de información, la cual nadie puede entender por completo, mucho menos dirigir y, obviamente, se desprende que toda intervención directa, por bien intencionada que sea, causa estragos e injusticias. Así, la tarea del gobierno no es dirigir, sino crear condiciones legales y jurídicas para que el mercado realice lo que ningún gobierno ha podido: la justicia en el mundo. El corolario directo sería menor legislación y mayor legalidad, como afirma Wendy Brown:

En este sentido, la ley se convierte en un medio para diseminar la racionalidad neoliberal más allá de la economía, incluidos los elementos constitutivos de la vida democrática. Antes que solamente asegurar los derechos del capital y estructurar la competencia, la razón jurídica neoliberal reestructura los derechos políticos, la ciudadanía y el campo mismo de la democracia en un registro económico, y al hacerlo, desintegra la idea misma del demos. El razonamiento legal complementa, por consiguiente, las prácticas de gobernanza como medio en que la vida política democrática y sus imaginarios se destruyen (Brown 2016, 204).

   Ahora bien, ¿cómo logra esto el neoliberalismo? Reduciendo el derecho a derecho privado. Una de las técnicas de gobierno cardinales del neoliberalismo es interpretar todos los aspectos de la vida como parte del derecho privado: el trabajo, la educación, la salud, etc. Por ejemplo, muchos defensores de políticas neoliberales hablan de la educación como un bien económico. Muy bien, pero ¿de dónde sale tal interpretación?, ¿qué la hace posible? De una interpretación de la educación, no como un derecho social o como principio de igualdad democrática, sino desde la óptica del mercado, del individuo como capital humano que debe invertir en sí mismo para salir adelante. Es posible porque su esquema conceptual se liga al reconocimiento únicamente del derecho privado: la libertad económica, propiedad privada y libertad de contrato. El sujeto tiene libertad para invertir en su educación, para alcanzar lo que desea (y poseerlo), para ello si tiene la cualificación necesaria tendrá libertad de acceder al mercado laboral y contratarse con el mejor postor. Dicho marco de libertades debe ser creado, defendido por el gobierno, es decir, alcanzar una verdadera nomocracia; a juicio de los neoliberales, eso significa la creación institucional que permite desplegar la capacidad inventiva, creativa y la formación de seres humanos exitosos. Ese marco conceptual está en la base de sus creencias. No obstante, la realidad muestra otra cosa.

   La liberalización de los mercados genera precarización de la vida (Lorey 2016, 31-35 y Lazzarato 2015, 131), sin embargo, para ellos esto pareciera invisible, su esquema únicamente contempla derecho privado. Si algún trabajador se contrata con un empleador que le paga el salario mínimo, sin los beneficios laborales que le podría otorgar la ley, es simplemente porque lo quiso, bien pudo no aceptar dicho trabajo, buscar otro, educarse más, encontrar algo mejor. Si impera el derecho privado, el contexto social sobra, queda sólo la sacralidad de los contratos. Se pierde la complejidad contextual, los conflictos sociales, las desigualdades estructurales de la sociedad. Lo nuclear de la racionalidad neoliberal es simplificar lo social y uno de sus instrumentos preferidos es la legalidad. Percibir todo desde el derecho privado implica responsabilizar a cada individuo de su suerte: sus errores y éxitos dependen únicamente del mérito personal (Rose 2019, 265-295). ¿Cómo logró formar ese tipo de sujetos que conciben de tal forma al mundo? Con la reducción del derecho a derecho privado. Allí está la esencia del cambio y claramente tiene implicaciones directas con la democracia, porque limita los campos de lucha. Las nuevas identidades políticas, derechos sociales, todo eso ya está subsumido por el derecho privado y toda reivindicación debe hacerse por esa vía (Brown 2020).

   Un último punto por señalar es que existen implicaciones políticas y de justicia en todo lo que hemos venido exponiendo. La primera es la ruptura del marco westfaliano y, por ende, la necesidad de pensar los temas de justicia, igualdad y democracia más allá del paradigma del Estado. En segundo lugar, debe hacernos reflexionar sobre los mecanismos empleados por la racionalidad neoliberal para minar la democracia. En este sentido, lo más relevante sería observar las técnicas de gobierno que ha implementado la racionalidad neoliberal y que generan subjetivaciones específicas que respaldan su lógica. Pero no es un proceso que pueda modificarse a placer, no se logrará simplemente “concientizando” a las personas, esto porque la voluntad está troquelada por el reparto de lo sensible en el que nos desenvolvemos, y no depende únicamente de lo que se quiere. La transformación hacia una nueva democracia debe pensarse como la creación de nuevas técnicas de gobierno que busquen reconstruir el espacio público, aunque sin regresar a anhelos del pasado. En tercer lugar, esto implica crear redes y técnicas gubernamentales internacionales, reconfigurar la noción de ciudadanía, de derechos, etcétera. Lo último que quisiera proponer aquí son, más soluciones, algunas ideas directrices de una investigación en curso.

Repolitizar el espacio público

Hasta el momento he intentado argumentar que la racionalidad gubernamental neoliberal se basa en la conformación de técnicas de gobierno específicas, pero que su núcleo se centra en cuestionar lo social, la esfera pública, es decir, aquella donde la democracia se hace posible. Por lo mismo, vivimos tiempos donde el sentido y la forma como se concibe la democracia han cambiado sustantivamente. Ha pasado de ser un ejercicio de deliberación a convertirse en un aspecto procedimental, incluso formal. Por eso vivimos a la sombra de la democracia, aunque por ello mismo, además de explicitar la gubernamentalidad neoliberal, habrá que enumerar algunos problemas que enfrenta una democracia contemporánea.

   Existen muchos conceptos de democracia, aunque lo esencial es que el demos se gobierne a sí mismo; no existe ningún otro principio que le sea igualmente inherente, por ello mismo, tal como defiende Wendy Brown (2010, 54), la democracia posee un principio inconcluso; porque no existe un único modo de organizar el poder ni de saber cuáles son las instituciones que le corresponden o sobre qué tipo de leyes debe crear. Otras teorías han intentado ser los suplementos faltantes de la democracia frente a tal indeterminación, debido a ello nacen la democracia liberal, la socialdemocracia, la democracia participativa, etc. Por ello, el mejor ejercicio de reconstrucción democrática debe iniciar con la crítica a los supuestos teóricos que aún no han sido cuestionados; mas no por puro afán deconstructivo, sino para no caer en los mismos escollos una y otra vez. Ahora, politizar significa democratizar, es decir, generar las condiciones para que el poder sea distribuido efectivamente entre las personas; esa es la única posibilidad de generar una legitimidad democrática y que las decisiones sean vinculantes entre el demos por crear. Así, además de desmontar las técnicas de gobierno de la racionalidad neoliberal, existen varios temas por investigar. Quisiera enunciar tres que deben encararse para repolitizar y constituir el espacio público que se ha perdido debido a la introyección de la racionalidad neoliberal en nuestras vidas (Illouz 2010).

   En principio, a pesar de los apegos en extensos sectores de la izquierda, se requiere una profunda crítica al Estado. Regresarle el poder al Estado tal como plantean algunos gobiernos de izquierda supone que es posible separar las bondades del Estado bienestarista de su poder coactivo, quedarnos con las bondades, aunque, a la vez, eliminando sus mayores deficiencias. La burocratización y los mecanismos disciplinarios son un recordatorio de que a menos de que imaginemos nuevas articulaciones de poder no saldremos avante de los problemas heredados. Críticos como Sheldon Wolin o Claus Offe afirman que el Estado moderno es una estructura de poder nacida con un carácter anti-democrático, por ello la socialdemocracia o el Estado de bienestar nunca fueron una verdadera opción (plenamente) democrática, por el mero hecho de haber heredado tales estructuras de poder (Wolin 1990, 153). Igualmente, para Negri: “los radicales cambios institucionales [del Estado social], producto de cambios políticos radicales que operan de modo subyacente, no alteran la naturaleza de clase del Estado burgués, sino, por el contrario, la perfeccionan, adecuándola a nuevas exigencias del desarrollo del capital” (Negri 2003, 30).14 Aristóteles afirmó que necesitamos instituciones, pues la justicia requiere imparcialidad, porque es imposible ser amigos de todos los conciudadanos. Eso significa que el Estado u otras instituciones de gobierno son necesarias; pero debemos criticar las técnicas de gobierno y los mecanismos disciplinarios actuales para rearticular nuevas propuestas. Hacer visibles los mecanismos de dominación implícitos, pues nunca se hizo realmente y si Wolin tiene razón —y creo que sí—, las estructuras estatales conservan la exclusión persistente del demos. Debido a ello, la democracia termina por ser procedimiento, no una repartición del poder. Arrojarse a los brazos de las mismas estructuras del estado liberal sin cuestionarlas, normalizarlas, significa seguir donde estamos. Pero, a diferencia de Negri, creo que el Estado sigue siendo un eje articulador del poder necesario, aunque deben crearse mecanismos para que haya mayor participación, donde se cumpla el mandato mínimo de la democracia, que el demos se gobierne a sí mismo.15 Desmontar teóricamente al Estado es una tarea por hacer, es impostergable para una verdadera democratización (Mouffe 2014).Segundo, deben labrarse teorías vinculadas a paradigmas post-westfalianos. Aludimos a la necesidad de criticar al Estado para salir avante, aunque ello también significa situar los temas de justicia y soberanía más allá de un modelo centrado únicamente en dicho Estado a reconstruir. El poder se halla cada vez más diseminado y es imposible regresar a un esquema anterior. Las preguntas clave son: ¿quiénes son parte del demos?, ¿cómo pensar la soberanía en un mundo globalizado?, ¿cómo generar redes de justicia?

   Politizar significa empoderar a ese demos por construir. Existen opciones, pero todas apuntan a conformar bloques políticos amplios, redes trasnacionales para plantear temas de justicia, de distribución, los mecanismos de reconocimiento; para ello se recurre a principios globales como el de paridad participativa de Nancy Fraser (2008, 117) o un principio de justicia global como aquel defendido por Thomas Pogge (2013). Lo que se requiere ahora son justamente los mecanismos de justicia global, encontrar cómo hacer vinculantes los tratados internacionales y las leyes que protegen a quienes más lo requieren. Por eso mismo, no se pretende regresar a la ceración de un demos acotado por un territorio, por el contrario, es necesario ampliar la posibilidad de protección y defensa de la mayoría de las personas mediante nuevos conceptos de ciudadanía (Balibar 2013, 167).

   Entonces, se necesitan nuevas propuestas teóricas de enmarque. Crear una idea de soberanía distinta, una noción de ciudadanía no anclada al Estado, a un territorio concreto. Repensar las formas de distribución del poder para un nuevo y potencial demos. Esto implica crear redes amplias desde nuevos marcos conceptuales. Mantenerse en el paradigma del Estado y sus conceptos afines no permite seguir adelante, lo vemos con muchos gobiernos actuales que apelan al nacionalismo como fuente teórica primordial (Villacañas 2021).

   En tercer lugar, debemos cuestionar qué tipo de sujetos políticos requerimos. Los sujetos políticos son construcciones performativas. No existen naturalmente, sino que son resultado del entrecruzamiento de múltiples vectores de poder. Significa que los sujetos políticos son formaciones políticas y el luchar contra un sistema concreto implica crearse a sí mismo como sujeto político, pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo soslayar problemas no superados anteriormente? Esto es aún más complicado, y debe reflexionarse cómo posicionarnos políticamente, porque bien puede suceder que “determinados proyectos políticos bienintencionados y posiciones teóricas contemporáneas redibujen inadvertidamente las mismas con-figuraciones y efectos de poder que pretenden derrotar” (Brown 2019, 43).

   En especial sería un problema recurrir a los tipos de subjetivaciones creadas por la racionalidad neoliberal (Giglioli 2018 e Illouz y Kaplan 2020), porque en ellos se basan muchas de las técnicas de gobierno que han llevado a desdemocratizar la vida de las personas. Sin embargo, también es difícil pensar en otro tipo de alternativas, porque cuando cayó el socialismo real, también se perdió la noción de una profunda transformación del sistema actual y aunque no se asumió que el capitalismo era la única opción viable, se actuó como si lo fuera. Los corrientes de izquierda dejaron de pelear por un cambio político profundo y se dedicaron a luchar por derechos y reivindicaciones para minorías sistemáticamente excluidas (Fraser y Honneth, 2006). Nada que objetar, aunque a la larga impidió obtener una perspectiva más amplia.

   Muchos de los movimientos políticos dejaron incólumes ciertas estructuras de poder, porque era más fácil renegar de ellas, crear o pelear por identidades políticas que configurar una alternativa política viable. Otra opción seguida por la izquierda fue luchar por identidades políticas abstractas derivadas de principios liberales. En efecto, algunos movimientos de izquierda pasaron a luchar por los derechos humanos, la libertad, la igualdad, etc.; es decir, por ideales abstractos que en cierto modo eliminaron lo político, tal como lo plantea Mouffe (2014). Parece, entonces, que la izquierda hasta ahora se ha movido entre de dos alternativas a la hora de crear tipos de sujetos políticos: 1) las identidades políticas sumamente concretas (partiendo de los grupos de minorías excluidos sistemáticamente por las estructuras de poder) y 2) defendiendo tipos de identidades abstractas. Por diferentes razones, ambas parecen ser criticables. Y a pesar de ello, sigue siendo necesario pensar la identidad de los sujetos políticos, pues la democracia no es funcional a menos de que exista un sujeto político capaz de rehacer el entramado social. Entonces re-democratizar parte de conformar nuevos tipos de identidades políticas. Creo que allí está una de las primeras tareas de la izquierda contemporánea: profundizar y esbozar nuevas identidades políticas que se hallen en medio de la tensión entre la concreción identitaria, sin caer en un particularismo que busque beneficios para un grupo específico, y que tales identidades no eviten una pretensión de universalidad, mas reconociendo la abstracción en la que puede caerse, por lo tanto, sabiendo que es una estrategia política dicha construcción y no un fin en sí mismo (Arditi 2014).

   Seguramente hay aún muchos temas, aunque la tarea es clara: deconstruir los esquemas teóricos naturalizados. En ellos se hallan graves fuentes de exclusión. Eso permitirá imaginar nuevas estrategias, nuevos paradigmas, nuevos sujetos. Lo que se requiere es la construcción de una nueva racionalidad política, más que simplemente pelear por más derechos, nuevas reivindicaciones, mejor redistribución, etc. Eso será posible en una democracia futura, pero no sin antes re-distribuir el poder e identificar estrategias donde el demos cobre relevancia nuevamente. Una tarea para el por-venir, como advertía Derrida, un ideal regulativo que puede ser una guía. Podemos terminar con unas palabras —de suma actualidad—de Milton Friedman, uno de los padres del neoliberalismo, porque ellas nos permiten vislumbrar que esta racionalidad política tampoco tenía nada asegurado cuando se concibieron sus ideas clave, nada permitía vislumbrar que serían la nueva hegemonía. Por eso Friedman proponía una espera activa, lo mismo que nosotros debemos construir: 

[hay que] mantener las opciones abiertas hasta que las circunstancias hagan necesario el cambio [...] nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible llegue a ser política-mente inevitable (Friedman 1982, xiii-xiv).16

 

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