[Publicado en: Claridades. Revista de Filosofía, 15/1 (2023), pp. 192-225.]
Enrique Dussel y su lectura filosófica de las independencias latinoamericanas.
Leyendo la historia a contrapelo1
Axel Rivera Osorio
1. Introducción
En uno de sus últimos libros, Enzo Traverso alega que la historia puede verse como un campo de batalla. Evidentemente, lo que está en juego es la interpretación que se hace de ella, y esto nunca suele ser un ejercicio neutral.
Esto se debe a que la historia es uno de los medios más poderosos para crear y legitimar identidades (Traverso, 2012: cap. 8). Al tener esto en cuenta, deben diferenciarse entre tipos de interpretaciones. Muchas dependen de objetivos políticos que pretenden lograr, por eso será necesario calibrar su relevancia. En este artículo quisiera centrarme en la interpretación de Enrique Dussel sobre la historia de las independencias latinoamericanas. Esta decisión tiene su origen en un desconcierto, en un malestar agravado al revisar libros y artículos sobre el periodo de las independencias. La incomodidad surgió al reconocer que había un contraste profundo entre lo que los historiadores narraban sobre los acontecimientos y lo que el filósofo argentino interpretaba sobre éstos. Es como si hablaran de hechos disímiles, parecería que existe una disonancia cognitiva entre ambas posturas. Tras una revisión de diversas posturas fue claro que no sólo él, sino muchos filósofos estudian grandes periodos históricos –en especial sobre temas relativos al poder, estructuras de dominación, conquistas, etc.– basados en prejuicios. Muchos lo hacen partiendo de esquemas interpretativos que suelen ser marcos elegidos a priori, con una clara intención política de fondo, pero tienen poca relación con la historia efectiva. En este sentido se pone de manifiesto que no se acercan a la historia para conocer hechos, sino para juzgar acontecimientos. Hay veces que algunos filósofos hallan lo que buscaban incluso antes de iniciar la investigación2. Por ello, la historia pasa a ser un campo de batalla donde realizan declaraciones de principios y no una indagación sobre lo acontecido3.
Esta situación evita que haya un discernimiento circunspecto sobre las relaciones de poder realmente ocurridas; además, impide una comprensión más profunda sobre los mundos de la vida que nos precedieron. Aunque tal vez, el error más marcado sea ofrecer una interpretación que cae en serios problemas de anacronismo, versiones teleológicas, pues al ya tener claro lo que sucedió, suelen plantear que ese resultado fue el único posible y esperado desde siempre. En cierto sentido, los historiadores son más precavidos en cuestiones metodológicas cuando diseccionan la historia, aunque esta actitud también puede traer sus propios inconvenientes, como no poder pasar hacia una teoría más general, o quedarse siempre en un contextualismo, por ello, es necesario trazar nexos entre la historia y la filosofía, pero para que pueda darse, deben tomarse en consideración algunas observaciones como la de John Pocock:
Si el historiador profesional se niega a escribir una “historia general de la filosofía política” de mayor nivel que un libro de texto, se mostrará escéptico, con mayor razón, ante esos esquemas mayestáticos de evolución general por los que se supone que ha pasado la filosofía política. No estará a favor de exponer a la siguiente generación a la idea de que la filosofía política ha pasado de la ciudad-estado a la comunidad universal y, de ahí, al estado-nación, del feudalismo a lo burgués y el socialismo, de la venerable tradición de la ley natural a la moderna herejía del derecho natural (Pocock, 2011: 69).
Buscar que la interpretación que se haga del pasado no vaya cargada con prejuicios, anhelos, o con las reivindicaciones de quien lo estudia y, menos, con teorías escogidas previamente. Ahora, la intención del presente artículo no es pronunciar un juicio crítico sobre quién hace mejor los deberes al acercarse a acontecimientos pasados, sino reconocer las contrariedades surgidas al anteponer un marco interpretativo previamente elegido que no depende de hechos o datos. En ese caso la narración, además del marco conceptual, permanece condicionada por tal decisión y obstruye un entendimiento cabal de lo acontecido. En este sentido, si el fin de la filosofía es contribuir a aclarar conceptualmente la realidad, tal vez sea feraz partir de lo ocurrido, que el marco conceptual se ancle en datos, no en anteponer lo que uno espera de hechos pasados. Empero, la filosofía no debería de partir de teorías arbitrarias, en tanto que resultará constreñida al espacio diegético que ella creó, por lo cual, no le permite abordar las dificultades efectivas que sufrieron las personas de otras épocas, entender sus visiones de mundo, y tal estrategia, finalmente, dejará en el olvido a aquellos que pretendía conmemorar. La filosofía debe crear un nivel de análisis formal, general sobre el pasado; sin embargo, éste debe referir a hechos concretos, acontecimientos pasados, no a ideales de quien interpreta. Comprender filosóficamente el pasado inicia con la asunción de éste. Por ello, este artículo buscará mostrar que anteponer un marco conceptual no permite profundizar en los problemas que enfrentaban las personas de otras épocas, las formas de poder realmente acontecidas, el tipo de subjetividades formadas por antiguas relaciones de poder, etc., incluso impide hacer la pregunta de si es necesario criticarlas desde nuestros paradigmas éticos y políticos actuales.
Para abordar el tema mencionado me centraré en el contexto de lucha e independencia de la Nueva España. Lo que está en juego, a mi juicio, es entender el significado de los conceptos políticos fundamentales de aquella época. Por ejemplo, el concepto de soberanía, tal concepto estaba inmerso en un lenguaje político distinto al moderno. Así, no equivale necesariamente al concepto de soberanía popular4; tampoco al concepto de soberanía derivado de Bodin5, etc. Este tema suelen pasarlo por alto las lecturas filosóficas de la época, y algunos filósofos suelen no cuestionarse sobre temas tan fundamentales como ¿qué diferencia existe entre la definición de soberanía que realiza la Constitución de Cádiz de 1812, donde en su artículo tercero afirma que «la soberanía reside esencialmente en la Nación»6, mientras que la Constitución Mexicana de 1824 en su artículo segundo define la soberanía a partir del territorio de la república independiente7? ¿Es acaso lo mismo? Puede pensarse que no. La Nueva España, al estar tan alejada del rey, del centro del poder político, tuvo que delegarlo a múltiples representantes, muchos no dependían ni siquiera del monarca (comerciantes, altos mandos del clero, ayuntamientos locales, etc.). Los nudos de poder estaban disgregados y el siglo XIX, en conjunto, fue el intento por unificarlos en torno a una noción abstracta como la nación. Por ello, resulta sumamente interesante definir la soberanía desde los territorios, porque pone el énfasis en la diversidad de los poderes locales, no en su centralización. Un tema de amplia relevancia; no obstante, con los relatos hechos por algunos filosóficos, como trataré de mostrarlo con el caso de Dussel, poco puede ahondarse en ello, a pesar de ser una cuestión cardinal. Igualmente queda eclipsado pensar la diferencia entre los antiguos modos de legitimidad política y los nuevos al romperse el nexo con la península.
Para dar cuenta del problema de los diversos lenguajes o paradigmas políticos, y los peligros que surgen al no tomarlos en cuenta, decidí analizar la narración de un renombrado filósofo mexicano-argentino, Enrique Dussel, centrándome en su libro Política de la liberación8. Sin embargo, antes de entrar en dicha problemática, quisiera ofrecer una visión del paradigma moderno del cual deriva su narración y la hace inteligible: el horizonte político moderno.
2. El paradigma moderno y la épica nacionalista
Dos de los problemas principales a los que se enfrenta el filósofo que estudia los procesos de independencia de América Latina desde los textos propiamente filosóficos son los siguientes: 1) los conceptos, ideas y teorías esgrimidas regularmente pecan de un flagrante anacronismo y 2) los marcos conceptuales empleados no suelen examinarse a partir del horizonte histórico-cultural de la época estudiada, sino que se asume que cada concepto o teoría puede analizarse de manera independiente, como si refiriera a un sentido que le es inherente más allá del marco histórico-conceptual e ideológico del que forma parte. Así, existe una tendencia persistente a analizar los procesos revolucionarios desde paradigmas conceptuales totalmente modernos, aquellos donde se privilegia el individuo, la secularización, la racionalidad, la influencia de la época de la Ilustración, las revoluciones estadounidense y francesa, la soberanía popular, el nacionalismo, etc., partiendo de conceptos provenientes del liberalismo como si fuera lo mismo hablar de libertad desde ese horizonte interpretativo que antes de él9. Al tomar cada uno de estos elementos por separado, puede apreciarse que todos ellos poseen diversos grados de influencia sobre los procesos independentistas; no obstante, es escasamente probable que ellos sean un paquete completo y que, asimismo, hayan sido el detonante de tales procesos.
Además del anacronismo, también puede sumársele otro problema: la asunción de una épica nacionalista. Esto se debe, en parte, a las referencias que los filósofos suelen utilizar. Algunos de los filósofos interesados en el tema de las independencias latinoamericanas, como Dussel o Villoro, citan a los grandes autores liberales mexicanos del S. XIX, Mora, Zavala, al joven Alamán, etc. Tal elección tiene grandes ventajas, pero al mismo tiempo, inconvenientes. Por ejemplo, pocas veces se cuestionan las razones o la intencionalidad con la que tales autores escribían su obra. Como recuerda Erika Pani, para los liberales del siglo XIX «hacer historia es hacer patria» (Pani, 2004: 55). Pues cuando cae la legitimidad de la monarquía española, la labor teórica imprescindible fue crear nuevas formas de legitimación.
Había que imaginar y escribir una historia de los orígenes de la nación mexicana en términos radicalmente distintos, como una historia revolucionaria, identificada más con los héroes más que con las instituciones honorables; debía ser la historia de un acontecimiento dominado por la voluntad heroica, y no por las costumbres y las tradiciones (Annino, 2008b: 28).
El relato épico fue inevitable al tener que legitimar la naciente república. Por ello, se enfatizaba la lucha de los héroes que en una situación límite habían tomado la decisión de no permitir el expolio de la nación, menos frente a una monarquía decadente. Según dicha épica,
los hispanoamericanos pelearon contra el “despotismo español” a fin de conseguir la “emancipación” para sus “naciones”. Esta interpretación permea las historias patrias [de] los liberales del siglo XIX en Hispanoamérica, fue modelada a la luz de una agenda política que apuntaba a construir las naciones-Estado sobre la idea de la soberanía popular y las practicas del gobierno representativo (McFarlane, 2009: 34).
Las naciones manadas del derrumbamiento de la monarquía española requerían un relato semejante que legitimara a sus nuevos gobiernos; incluso para que fundamentara nuevas formas de gobierno. Necesitaban sentar nuevas bases sociales para la construcción de una ciudadanía que encajara con la descripción de individuo formal, universal defendido por el liberalismo, junto con los mecanismos de subjetivación necesarios para alcanzar dicho fin, mediante técnicas como la educación, la división del trabajo, la construcción de una industria y otras instituciones, todo ello fue la base para que aparecieran nuevos tipos de socialización10
Esta narrativa fue una necesidad histórico-política. Sin embargo, habría que distinguir entre los ideales de la nación que se buscaba construir y lo que realmente pasó. Algunos toman ese ideal por realidad –como trataré de mostrar que es el caso de Dussel–, les viene bien asumir dicho ideal de emancipación y de liberación, no con fines históricos, sino político-militantes para su discurso actual. A pesar de ello, debe recordarse la diferencia entre una justificación política y un estudio académico, la cual, aunque no tiene necesariamente una diferenciación clara, tampoco debe impedir que el punto de partida se vea envuelto en prejuicios difíciles de eliminar posteriormente. Aunado a ello, hay, además, otro problema: preguntarse hasta qué punto es permisible medir con el baremo actual los hechos del pasado. Muchas veces se narran acontecimientos sobre exclusiones de grupos de personas como si fueran lo peor que hubiera acontecido, cuando ello solía ser una práctica normal en muchos lugares del mundo. Esto no es una invitación para justificarlo, pero una condena rotunda vuelve anacrónica la crítica. Claro, a partir de una óptica presente, nos gustaría que múltiples eventos tuvieran un resultado distinto; sin embargo, nuestro anhelo no es razón suficiente para establecerlo como un ideal normativo sobre las descripciones de los hechos. Antes de pasar a tal investigación, quisiera detenerme un momento para indagar cuáles son los elementos centrales de la visión moderna que permean en algunos de los discursos filosóficos al tratar las independencias latinoamericanas.
En primer lugar, la secularización. Para Bolívar Echeverría, éste es el fenómeno principal de la modernidad. Refiere a la confianza práctica en las capacidades del propio ser humano, una confianza basada en la razón y en el desarrollo técnico que iba dándose poco a poco a partir del S. XVI. Buscar explicaciones sobre la naturaleza en la pura inmanencia, sin apelar a causas externas11. La verdad, por tanto, pasa a ser parte del fenómeno, no una condicionante externa, es decir, deja de pensarse en un principio de derecho que anteceda a la realidad de los hechos para condicionarlos desde tal exterioridad12. Entonces, el concepto de modernidad se vincula con la secularización y testimonia «el intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento» (Castro-Gómez, 2009: 286). La «sabiduría revelada» se deja de lado en aras de una matematización de la naturaleza y del dominio técnico de la misma13.
Asimismo, otro fenómeno de la modernidad es la propagación del principio de secularización a otros ámbitos de la existencia. Para Echeverría, el más relevante sería la «secularización de lo político». La necesidad de explicar la legitimidad del poder, del gobierno y del Estado a partir de la concreción de las estructuras sociales, y tal positividad alejan las explicaciones y toda fundamentación trascendente. Esto sería lo que posteriormente permitirá una primacía de la «política económica».
Lo moderno […] rompe con el pasado puesto que se impone sobre la tradición del “espiritualismo” político, es decir, sobre una práctica de lo político en la que lo fundamental es lo religioso o en la que lo político tiene primaria y fundamentalmente que ver […] con la reproducción identitaria de la sociedad (Echeverría, 2010: 16).
Un último fenómeno específico de la modernidad es el individualismo, con sus repercusiones políticas y sociales. La discusión y, paulatinamente, la ruptura con las sociedades basadas en jerarquías sociales inherentes, apelando a un igualitarismo ético, político y jurídico donde la premisa mayor es que nadie es superior a los demás. Ello implica darle prioridad al derecho privado, porque es el individuo quien decide en lo que quiere comprometerse, es su decisión lo que cuenta, sus intereses, y no tanto los designios de terceros, imposiciones o expectativas sociales provenientes de fuera, todo ello explica porqué se le dará prioridad moral a la noción de autonomía del individuo en la Ilustración. Esto mismo refuerza o posibilita una convicción democrática, porque al no tener un referente externo de legitimidad, la única opción válida es la sumatoria de voluntades de la propia comunidad política. En este sentido es la tentativa de resquebrajar la estructura estamental, corporativa en la que se asentaba el antiguo régimen.
Este horizonte de sentido completamente moderno, y que conforma un grandioso paradigma, está supuesto en muchas aproximaciones filosóficas a los fenómenos de las independencias de América Latina. El ideal épico nacionalista lo presupone, pues sólo un pueblo consciente de sí mismo es capaz de cambiar su forma de gobierno a partir de esfuerzos gigantescos, de darse nuevas leyes a sí mismo y fundamentar una nueva legitimidad política. Ese esfuerzo lo vemos a lo largo del S. XIX por parte de las élites y de los diversos gobiernos en turno. Mas una pregunta interesante sería saber o indagar si los «pueblos», las «naciones» y «repúblicas» nacientes en Hispanoamérica eran realmente modernas, saber si ya se acoplaban al paradigma descrito. De no ser el caso, la cuestión principal sería preguntar por los motivos alternativos para las independencias. ¿Por qué los reinos del antiguo régimen, sus habitantes, respaldaron un cambio social?, ¿lo buscaban?, ¿la modernidad, y sus formas sociales, ya había permeado en todos los estratos sociales de las nacientes naciones?, ¿qué significaban conceptos clave como el de soberanía, patria, república para las personas de aquellos tiempos donde el factor del poder local era prioritario en vez de la abstracción liberal y moderna de «nación»? Si ponemos entre paréntesis por un momento el paradigma moderno, se abre la posibilidad de preguntar si los participantes de esa lucha querían el cambio propugnado por la modernidad, que, siendo honestos, iba de la mano de las élites liberales. Probablemente la respuesta a esta última pregunta es negativa. Muchos estratos sociales, corporativos, pretendían conservar las formas de vida, las relaciones subsistentes del antiguo régimen. Sin demasiado debate, gran parte de los estudios revisionistas de las independencias registran la intención conservadora en muchos de los actores sociales de las luchas independentistas, en especial los indios, que constituían el mayor porcentaje de efectivos de los ejércitos combatientes, y se calcula que eran el sesenta por ciento del ejército de Hidalgo y Morelos14.
Los indios, y otros grupos sociales, no luchaban unificadamente por un ideal abstracto como la «nación», la «libertad» o algún concepto importante de la Ilustración, sino por mantener una visión de mundo centrada en lo local, en las tradiciones y estructuras sociales que habían ido instituyendo a lo largo de siglos en la Colonia15. Sus luchas, problemas, anhelos quedan eclipsados si se admite de entrada, y sin mayor reparo, el paradigma moderno y convertimos los procesos de independencias en luchas de liberación nacional. En primer lugar, porque lo único que suele tomarse como referente son los discursos de las élites, sus ideales e intrigas políticas para formar un nuevo orden social, sus luchas por obtener beneficios; ello no abarca a todos los implicados. Al excluir a otros actores, sus motivos y necesidades, dejamos de lado gran parte de los acontecimientos. De hecho, se impide la pregunta por las causas profundas de una rebelión en estratos sociales distintos a las élites. Este tipo de problemas se eliden al apropiarse de narraciones históricas que parten de esquemas preconcebidos. Un estudio serio del pasado debería evitar tales anacronismos, porque había otra lógica imperante en el antiguo régimen, una de la que eran partícipes muchos de los involucrados en dichos procesos. Para no extenderme tomaré algunas notas de François-Xavier Guerra, especialista en el tema. Él recuerda que:
Los actores sociales de tipo antiguo están caracterizados por vínculos que no dependen de la voluntad actual de los hombres que los componen. Los vínculos que los unen no resultan normalmente de una elección personal, sino del nacimiento en un grupo determinado: vínculos de parentesco (en el sentido más amplio de la palabra que incluye tanto el parentesco político, como el compadrazgo), vínculos que surgen de la pertenencia a un pueblo, a un señorío, a una hacienda, a un grupo étnico […] estos grupos están regidos por la costumbre, por la ley o por los reglamentos del cuerpo. Un hombre puede incorporarse a un clan familiar o a la clientela de un poderoso, establecer lazos de amistad o tomar este o aquel oficio que le hace entrar en tal corporación o cofradía, pero los vínculos de parentesco, de clientela, de amistad, tienen en una época dada un contenido fijado por la costumbre, como lo tiene también, fijada por reglamentos, la pertenencia a un gremio o a una cofradía. […] En todos estos casos, los vínculos son eminentemente personales, de hombre a hombre, con derechos y deberes recíprocos de tipo pactista y, de ordinario, desiguales y jerárquicos. En los imaginarios de estos actores antiguos se valora ante todo la costumbre, la tradición, los precedentes, ya que son esas fuentes las que legitiman la existencia de los vínculos. Y lo mismo pasa con valores como la fidelidad, la lealtad, el honor, elementos todos que contribuyen a conservar en el tiempo la identidad y la cohesión del grupo, pues es el grupo, sea cual sea su estructura, el que ocupa el lugar central en las sociedades tradicionales. El grupo —un pueblo o un clan familiar, por ejemplo— precede y sobrevive a los individuos que lo componen en un momento dado de su historia (Guerra, 2000: 88).
Teniendo en cuenta lo planteado por Guerra, y para hacer patente el problema principal del artículo valdría la pena contrastar la versión que ofrecen algunos filósofos sobre este suceso histórico para advertir los inconvenientes que surgen de tal omisión. Para ilustrar este punto tomaré la narración hecha por Enrique Dussel, la prefiero porque en ella se hallan elementos interesantes para la reflexión; al mismo tiempo, también se aprecian muchos de los problemas políticos y sociales enunciados en este apartado debido al sesgo del que parten. Esto último es lo más interesante de probar, puesto que gran parte de las preguntas filosóficas dependen de la forma que se tenga para encaminar el asunto que se examine. Bien puede ser que los temas sobre los que se reflexiona en filosofía sean perenes (la verdad, el bien, la legitimidad, el poder, etc.), aunque dependiendo de cómo se abordan, cambia por completo su sentido. Debido a ello, si el marco exegético del que se parte invisibiliza ciertas cuestiones, lo cardinal no será sólo analizar los problemas dados dentro de tal paradigma, sino cuestionar el marco desde el cual encauzamos los temas. En lo que resta del artículo, la apuesta es mostrar que temas como la soberanía, el poder político o la representación cobran un cariz completamente diferente si se deja de lado el paradigma moderno del que parten algunas interpretaciones filosóficas.
3. Enrique Dussel. La colonialidad del poder y la épica independentista
Enrique Dussel es uno de los filósofos más notables de la actualidad, no únicamente dentro de la región latinoamericana, sino a nivel mundial. Por ese simple hecho vale la pena conocer su interpretación sobre los procesos de independencia de Latinoamérica. Aunque la intención de fondo es más importante que explicar la visión de un autor particular: trataré de mostrar que su exégesis – y lo tomo como ejemplo de algunas lecturas filosóficas– sobre esos mismos sucesos resulta parcial, pues está guiada por criterios políticos, no necesariamente históricos; aspecto que no es criticable en sí mismo, a menos que distorsione lo suficiente los datos. Esto es lo que sucede, pues su interpretación se encuadra en un paradigma mucho más amplio, al cual él mismo llama la crítica del sistema-mundo moderno y, a partir de allí, interpreta lo que serán los procesos de independencia. Así, más que un análisis sobre los hechos históricos, éstos quedan supeditados a otro esquema interpretativo mayor y, por lo tanto, hay grandes decisiones teóricas asumidas previamente. Dussel le dedica breves páginas a los movimientos de liberación latinoamericanos en el tomo primero de su Política de la liberación, cuyo subtítulo es interesante: Historia mundial y crítica. Este primer tomo es un intento de leer la historia a contrapelo desde los excluidos. Tiene una pretensión grande: ofrecer una narrativa diferente a lo que él llama el eurocentrismo, una historia que se basa en poner a Europa como centro del mundo y la cultura. Nos centraremos en esas páginas que él le dedica y trataremos de sopesar sus implicaciones.
El fin subyacente a la historia narrada por Dussel es superar el «mito de la modernidad». Para el filósofo mexicano-argentino, la modernidad despunta
cuando Europa pudo confrontarse con “el Otro” y controlarlo, vencerlo, violentarlo; cuando pudo definirse como un “ego” des-cubridor, conquistador, colonizador de la Alteridad constitutiva de la misma Modernidad. De todas maneras, ese Otro no fue “des-cubierto” como Otro, sino que fue “en-cubierto” como “lo Mismo” que Europa ya era desde siempre […] 1492 será el momento del “nacimiento” de la Modernidad como concepto, el momento concreto del “origen” de un “mito” de violencia sacrificial muy particular y, al mismo tiempo, proceso de “en-cubrimiento” de lo no-europeo (Dussel, 1994: 8).
La modernidad, por tanto, sería la fuente de las jerarquías modernas, pero igualmente, en nombre del humanismo, la libertad y otros ideales sería fuente de exclusión de imaginarios diversos, negación de toda alteridad incapaz de acoplarse a sus estándares de vida y a sus ideales sociopolíticos16.
La tarea de la filosofía crítica, por tanto, es enfrentarse a dicho mito de la modernidad que ha calado hondo, tanto que se introyectó en nuestras visiones del mundo. Ahora él sería parte de nuestro reparto de lo sensible, una estructura estructurante que enmarca nuestros esquemas de percepción creando espacios de pensabilidad derivados de dicho mito. Por lo cual, Dussel plantea que una de las tareas fundamentales de una filosofía crítica sería luchar contra dicho relato generador de visiones de mundo que endiosan a Europa, y sus tradiciones, y, al mismo tiempo, menoscaban las propias. Proyecto filosófico de altos vuelos, sin embargo, la pregunta relevante es si tal fin justifica torcer los hechos para que las interpretaciones sobre los mismos vayan de acuerdo con la épica que se busca generar.
Dussel incorpora su crítica al mito de la modernidad a su cuestionamiento del sistema-mundo moderno, el cual es la denominación que él, como otros autores del giro decolonial, nombran al momento en que Europa cobró la centralidad mundial en el S. XV a partir de su expansión hacia América y la extracción de recursos para generar la plusvalía necesaria para abrirse un frente que le permitiera acceder al Oriente y comerciar con ellos, ruta que les quedaba vedada debido al bloqueo turco17. Posteriormente, conforme se amplió la conquista, la expansión hacia nuevos territorios fue lo que permitió la explotación de comunidades enteras en tierras americanas. Este es el horizonte propuesto por Dussel para insertar su crítica al mito de la modernidad, el cual tiene dos grandes problemas de repercusión para Latinoamérica. En primer lugar, Dussel se esfuerza por argumentar que esta visión sesgada por el mito de la modernidad posee una ontología histórica que asume lo que llama la «falacia desarrollista18 »; es decir, poner como criterio evolutivo las fases por las que pasó Europa y que éste sea el baremo de las demás culturas. Las latinoamericanas, como otras más, desde este criterio, caerían en un flagrante infantilismo. El segundo problema, que viene aparejado, sería que, al ser culturas menores, no es necesario tomarlas en cuenta. Por ello mismo, se las elimina de los grandes relatos de la historia y la modernidad, se les manda al cajón de los recuerdos19. Debido a este problema crucial, Dussel enfatiza que
de las contribuciones más importantes de las teorías poscoloniales a la actual reestructuración de las ciencias sociales es haber señalado que el surgimiento de los estados nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX no es un proceso autónomo, sino que posee una contraparte estructural: la consolidación del colonialismo europeo en ultramar (Castro-Gómez, 2009: 293).
En otras palabras, sin el colonialismo no se podrían haber consolidado las monarquías europeas, ni cobrado la hegemonía que alcanzaron, por tanto, la explotación en América es un momento nodal del surgimiento de la modernidad. Tal es el presupuesto filosófico del que parte Dussel. Dejemos para otro momento la empresa de saber qué tan «verdadera» es dicha narración. No obstante, debe enfatizarse que su exégesis de los procesos de independencia se inscribe dentro desde este horizonte de interpretación y desde allí cobra inteligibilidad. Como nota al pie, parece un ejemplo de lo que Pocock llama un esquema mayestático de interpretación histórica, o lo que recién Annick Lempérière designó como «el paradigma colonial en la historiografía latinoamericana20 ».
En su Política de la liberación, Dussel le dedica una decena de páginas a los procesos de independencia con el título: «El pensamiento político de la “primera Emancipación” (desde 1808). Las tres concepciones de la soberanía». Para no dilatarnos demasiado, nos centraremos en dicho capítulo, específicamente, en el tema que Dussel mismo propone: la cuestión de la soberanía. Esta pequeña sección parte de una presuposición: que el comienzo de la conciencia proto-nacionalista y los procesos de independencia por parte de los criollos, o de algunos otros grupos, se debió a la decadencia de las condiciones de vida, principalmente económicas, originadas por las reformas borbónicas21.
El malestar crece en el mundo colonial y el proyecto borbónico coloca a las colonias latinoamericanas en una situación de suma explotación. Surge así la respuesta popular de los indígenas con sus grandes rebeliones, por centenares, hasta la de Túpac Amaru, y, unidos a ellos, los criollos, que comienzan a tomar conciencia de la ansiada autonomía comercial, cultural y política (Dussel, 2007: 408)22
Ahora bien, parte de las exégesis contemporáneas enfatizan más el derrumbe de la monarquía española como la raíz de las independencias que cualquier proto-nacionalismo o movimiento separatista. De hecho, muchos actores importantes de tal proceso, al menos en Nueva España, buscaban más una autonomía administrativa y gubernativa, antes siquiera de plantear una separación tajante de la monarquía española23. La desavenencia, a pesar de los problemas económico-sociales efectivamente acaecidos, no se debió únicamente a la implementación de las reformas borbónicas, aunque ciertamente tensaron más una situación delicada, mas por sí mismas no causaron el malestar suficiente para generar un rechazo de la monarquía. Pensar lo contrario sería
un constructo teleológico insostenible porque toma el punto de llegada de las revoluciones hispanoamericanas como su punto de partida, y porque al buscar precursores de la independencia caer en la falacia de post hoc, ergo propter hoc (McFarlane, 2009: 39).
A pesar de esta advertencia, el discurso de Dussel requiere de una tensión clara, porque se construye sobre una épica de la liberación. Los latinoamericanos debían librarse del yugo de la monarquía española, aunque el hecho sea históricamente inexacto. Pero este presupuesto es una de sus exigencias teóricas, sin ello no podría afirmar pocas hojas más adelante:
El discurso surgía de la praxis. Todos debían justificar el derecho a la rebelión contra el despotismo español y portugués – aún en Brasil, aunque tenga una historia distinta dentro del ámbito de la dominación lusitana- y, posteriormente, tendrían que fundar el derecho al ejercicio del poder independiente. Su narrativa era estrictamente una Política de la Liberación -que nos ha inspirado frecuentemente-. Justificar la acción de aquellos héroes pasados es, al mismo tiempo, formular argumentos para fundamentar la acción de los héroes presentes - los E. Zapata, C. A. Sandino, F. Castro, Ernesto «Che» Guevara o S. Allende; los sandinistas, zapatistas, Movimiento de los Sin Tierra o los «Piqueteros», etcétera (Dussel, 2007: 412. Énfasis mío).
La historia parece ser menos un estudio sobre lo acontecido y más un ejercicio de declaración de principios. Para que esto suceda deben crearse las condiciones narrativas que lo permitan, y la épica es un género mucho más asequible para dicho fin. Nuevamente, si su narración se toma con una intencionalidad política, no debería haber mucho mayor problema; la dificultad surge cuando los intérpretes quieren ver su explicación como lo que realmente pasó. Muchas veces es difícil distinguir la intención de la historia contada por algunos filósofos, meramente heurística para brindar una declaración política actual o si tratan de realizar un estudio para narrar lo acontecido24. En ocasiones no parecen querer decir que sus narraciones son un mero instrumento político, sino que da la impresión de que buscan exponer los hechos del pasado; sin embargo, sin darse cuenta de que algunas de sus tesis vienen cargadas de anhelos e ideales presentes.
Tratemos de entrever esto ahondando en el texto de Dussel. Posterior al comentario citado, él le da voz a fray Servando Teresa de Mier, en él encuentra a uno de los críticos más férreos de la justificación religiosa de la colonización española en suelo americano. Este autor le permite «tomar conciencia de la necesidad de la emancipación, ahora, siguiendo una antigua tradición americana» (Dussel, 2007: 413. Énfasis del autor). La tradición a la que se refiere Dussel es la idea que algunos tenían en aquella época en la que se mencionaba que el apóstol Tomás habría llegado a América en el siglo I. De tomarla como cierta, ello habría significado que la evangelización a los indios habría iniciado mucho antes de la llegada de los española; por lo cual, su permanencia en América perdía justificación. Teresa de Mier, además, ponía énfasis en otro aspecto, que la evangelización se había corrompido, la permanencia española ya no se empleaba para llevar la fe, sino colonizar tierras. Por lo tanto, el testimonio de Mier es una de las herramientas críticas indispensables para censurar los excesos cometidos por algunos españoles. Sin quitarle mérito y relevancia al pensamiento de Mier, lo seductor del argumento que construye Dussel es su hilo conductor, su idee fixe: mostrar la presencia de un discurso emancipatorio en América Latina. Resaltar la tensión instituida por la liberación como una constante en todo el espacio geográfico latinoamericano, mientras que, por otra parte, existía una estructura de poder opresora que la impedía. Así pues, habría existido una lucha decidida, encaminada a la emancipación, gestada desde tiempo atrás y, por lo tanto, la invasión hecha por Napoleón a la monarquía española habría sido únicamente el detonante de una estructura crítica mucho más antigua. De tal forma, se nota la pretensión de encontrar una narrativa de la búsqueda de emancipación. Leyendo con calma lo descrito por el filósofo, se vuelve cristalino que una amplia parte de las decisiones narrativas de Dussel permanecen bajo este supuesto, aunque, parece factible afirmar que tal decisión parte de un anhelo actual; en menor medida de un hecho que haya sido compartido por los americanos a principios del S. XIX.
Por otra parte, Fray Servando cumple con un segundo cometido teórico, pues Dussel además de ser un gran filósofo, ha dedicado parte de su vida académica a la teología, en varias de sus obras cuando analiza el poder recurre a una frase de Marx en la que el filósofo alemán afirma: «el comienzo de toda crítica es la crítica a la religión» (Marx, 2013: 41). Para Dussel, como para Marx, la religión es uno de los mecanismos que velan la legitimación política y social; una estructura que apoya la amortiguación del poder. Pues éste necesita crear cohesión sin el emplear explícitamente la fuerza, uno de los varios mecanismos que aprovecha es la religión. En este punto, no hay una objeción sobre su análisis, pero debe señalarse que éste presupone una idea moderna de la legitimación, del sentido del poder político moderno, incluso en la función que cumple la religión que parece ser partícipe más de un análisis à la Carl Schmitt que de las formas de socialidad que existían en el antiguo régimen. En dichos momentos argumentales aparecen las filias de nuestro autor, allí resuena, en el trasfondo, el paradigma moderno que lo acompaña. Por cierto, no creo que esté descaminado partir de marcos teóricos modernos para estudiar los hechos del pasado. La historia siempre tiene un pie en el presente. De hecho, habría un prejuicio mayor al creer que es posible eliminar todo prejuicio y exponer un tema sin alguna carga simbólica referente a nuestra época. Sin embargo, debe notarse que también hay quien busca aminorar ese marco simbólico al filtrar los hechos para que aparezca un hilo narrativo con una menor carga subjetiva. Este no parece ser el caso de nuestro filósofo y recuerda lo que Charles Hale dijo alguna vez sobre Leopoldo Zea: existe «la imposibilidad de separar al filósofo del historiador. No es posible advertir cuándo asume la interpretación propia de los hechos, y cuándo los presenta como tales» (Hale, 1970: 301).
Siguiendo el texto de Dussel, tras unos pocos párrafos llega al nudo gordiano de la sección que venimos analizando. Allí afirma que hay una distinción entre tres tipos de soberanía junto con su modo de fundamentación, sobre esto nos explica:
Hemos de indicar que hubo tres maneras de fundamentar la soberanía. Una, cuyo origen era el pueblo, pero como la comunidad de los criollos organizada en torno a los ayuntamientos (excluyendo la población indígena o esclava). La segunda, cuyo origen era Dios que otorgaba dicha soberanía al rey de España, aunque estuviera preso –posición asumida por los españoles en Indias–. La tercera, que pensaba que la soberanía era popular, incluyendo indígenas y esclavos, además de los criollos y mestizos. Veamos esas tres posiciones políticas, que en parte planearán sobre los siglos XIX-XX, y cuya resolución no se ha llevado a cabo todavía (Dussel, 2007: 416).
Este es el segmento cardinal del apartado. Al hilar fino en la forma como Dussel lo despliega, se hace patente que su horizonte interpretativo está determinado por el paradigma moderno. Por tal razón nos detuvimos en él, porque el fin es saber si las narraciones hechas por algunos filósofos buscan comprender el mundo de la vida de las personas de antaño25 o si meramente toman partido desde el presente. Se trata de saber si lo que dicen sobre los acontecimientos puede tener la pretensión histórica o si debemos notar una finalidad distinta, quizá un juicio político, asumir que no pueden proporcionar una visión analítica sobre las relaciones de poder de los procesos de independencia. Y, tal vez, en el mejor de los casos, un juicio crítico basado en parámetros presentes. Esto último es lo que ocurre.
Como buen conocedor de la filosofía política, Dussel sugiere que la acefalia en la monarquía española debida a la abdicación de Fernando VII por la invasión de Napoleón en 1808 puede considerarse un estado de excepción, como el que esboza Carl Schmitt (segunda vez que cita a este transcendental autor en este breve apartado y que permite ver desde dónde interpreta tal acefalia). Describe la situación, cómo en la Nueva España se convocó al Ayuntamiento para tratar de hacer frente al problema, Dussel menciona que una de las hipótesis presentes para tratar de resolver el conflicto era la siguiente: que la soberanía debía regresar al pueblo. Como sociedad eminentemente católica, en la Nueva España y toda la monarquía española, existía una intensa disputa sobre el sentido de esta frase. Muchas de sus ideas e instituciones políticas manaban de grandes disputas medievales, especialmente de nombres como los de Suárez, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto o Erasmo. De ellos proviene tal idea, aunque claro, con matices entre cada uno de los pensadores. Sin embargo, la idea de regresarle la soberanía al pueblo le debe poco al paradigma moderno, porque la noción de soberanía aún era parte de un horizonte religioso. Seguramente muchos de los debates de la época referían al tipo de soberanía pensado por los filósofos de la Escuela de Salamanca, cómo regresaba al pueblo al hacer falta el rey. Entonces, la pregunta para la filosofía, en dicho contexto, es qué entendían por pueblo los asistentes a dicha Asamblea y, al mismo tiempo, cuál es su vínculo con el concepto de soberanía defendido por la Escuela de Salamanca. Dussel, siendo filósofo y teólogo, sería de los más capacitados para revelar esos cruces, pero en sus observaciones sobre los tres tipos o conceptos de soberanía parece obviar todas estas discusiones y explica la cuestión directamente desde un paradigma moderno, el cual supone una idea secularizada del poder y se halla centrado en un individualismo metodológico26
Vayamos por partes, a pesar de que el análisis de Dussel comienza con el testimonio de Primo Verdad, donde afirmaba:
Dos son las autoridades legítimas que reconocemos, la primera es de nuestro soberano [el rey, preso], la segunda de los Ayuntamientos aprobada y confirmada por aquéllos [...] la segunda es indefectible por ser inmortal el pueblo y hallarse en libertad no habiendo reconocido otro soberano extranjero [el impuesto por Napoleón] a quien haya manifestado tácita o expresamente su voluntad y homenajes (Verdad, citado por Dussel, 2007: 417).
Debemos reconocer que las palabras de Primo Verdad poseen un fuerte eco del antiguo régimen; por lo cual, es esencial saber porqué los Ayuntamientos son sede del poder político,27 porqué el pueblo es inmortal28 y cuál sería el significado de la voluntad popular en un paradigma donde el centro político son las corporaciones y no los individuos29.
A pesar de la presencia de todas estas posibilidades, nuestro autor las pasa de largo, pues su intención está en otro lado. Dussel simplemente transita hacia otro testimonio, el del padre Melchor de Talamantes, quien define al pueblo como siendo un «“cuerpo civil” de criollos “ilustrados y poderosos”, y excluía de la “soberanía popular” al “pueblo ínfimo”, criollos e indios iletrados (la “soberanía rigurosamente popular”)» (Dussel, 2007: 417)30. A partir de la declaración de Talamantes, Dussel puede afirmar que los criollos «lucharán por mantener con dureza ese muro que los separa del pueblo de los mestizos, indígenas o empobrecidos.» Por supuesto, nadie niega que había sectores sociales que deliberaban igual que Talamantes, que querían conformar una república donde los representantes fueran los más educados y se limitaran los derechos políticos a los menos letrados; aunque, esto debe enfatizarse, no todos pensaban así. De hecho, al redactar las Constituciones latinoamericanas, sorprendentemente, ésta fue la región donde por primera vez se les dieron derechos políticos y civiles a casi todos los hombres31.
Lo que es notorio con la elección de los fragmentos es la tendencia a construir una dicotomía entre los dominadores y los excluidos. Parece que lo relevante no era tanto investigar el tema de la soberanía (aspecto central para la filosofía política) que podía tener una sociedad basada en modos de socialidad del antiguo régimen, de la cual Talamantes era parte de una fracción de las élites ilustradas, quienes no necesariamente representaban al total de la sociedad. En todo caso, Dussel pasa de largo este tipo de interrogaciones y se centra en la tensión entre un grupo dominante, que buscaría mayor poder a costa de otros, y quienes serán posteriormente los excluidos. Él parte de un paradigma político moderno, encaminándose a una narración en busca del héroe para la emancipación. Ahora bien, ello no significa que en el antiguo régimen no existieran exclusiones, grupos desfavorecidos; sin embargo, la idea de pertenencia a una clase específica tiene que ver más con una mentalidad moderna, no con la idea de res publica, del bien común, del gobierno de la virtud, etc., todas estas nociones eran parte del antiguo régimen, pero quedan invisibilizadas desde un paradigma moderno. Una teoría de las clases sociales sólo cobra pleno sentido desde un horizonte moderno. Por ello mismo, se nota que la interpretación que Dussel efectúa sobre la posición «criolla», en general, es tendenciosa. Dussel afirma:
Como vemos, la filosofía política ilustrada criolla estaba informada de lo que acontecía en la Europa central, pero sus argumentos eran los de la tradición hispano-americana, a partir de una memoria jurídica y política procedente de costumbres instauradas en Castilla desde Alfonso el Sabio, justificada filosóficamente por F. Suárez, y que irrumpían en el siglo XIX para fundamentar la pretensión de los criollos de ejercer el poder desde los ayuntamientos (Dussel 2007: 418).
Sin preguntarse por el significado de la tradición jurídica y constitucional española en la Edad Media, el filósofo mexicano establece una continuidad entre constitucionalismo medieval y la pretensión de los criollos a dominar sobre otros estamentos sociales32. Manera anómala de ligar ambos conceptos, porque las sociedades del antiguo régimen se guiaban por el ideal del bien común, por un complejo sistema de privilegios estamentales, por relaciones personales, por una idea del bien ligada a la moralidad, la religiosidad y basada en la virtud, todo ello era el contrapeso incluso al poder del Rey, un mundo donde la religión conforma un gran punto de legitimación. Cierto, había consciencia de pertenecer a grupos, pero se era parte de varios al mismo tiempo, el valor del individuo dependía de las corporaciones de las que era parte, en este sentido, solía pensarse en términos de relaciones sociales centradas en la comunidad y el bien común. Por ello, se creía que
la principal preocupación de quienes escribían sobre el poder o gobernaban consistía en orientar la reflexión y la acción en el sentido del bien común. Y el bien común se consideraba consecuencia y condición de la virtud (Pardo Molero, 2017: 10).
Al tomar en cuenta estas últimas consideraciones resulta difícil saber cómo establece Dussel las afinidades entre los conceptos de poder y el ejercicio que se hace de él desde los ayuntamientos de la cita anterior, pero caza bien con su propósito.
Posteriormente, Dussel pasa a un segundo concepto de soberanía, un concepto más moderno y a la justificación del absolutismo monárquico, a saber, que el rey es soberano por voluntad divina directamente por el hecho de haberlo investido. En este sentido, «el rey recibía de Dios directamente su autoridad y no de un pacto con los “reynos”» (Dussel, 2007: 418)33. Esta segunda noción de soberanía era el núcleo teológico de las teorías políticas del absolutismo, donde la soberanía regia poseía potestad absoluta sobre la sociedad y existía sobre cualquier marco normativo. De hecho, podía pensarse como un hecho jurídico extra-legal, el cual daba fundamento a la constitucionalidad monárquica. Tal como recuerda François-Xavier Guerra,
la soberanía del rey pretende extenderse no sólo a la Iglesia y los cuerpos privilegiados, sino a la familia, la propiedad privada incluso a la misma pertenencia a la sociedad civil (Guerra, 2000: 73).
Este concepto de soberanía ya tiene muchos más tintes modernos, pues rompe con el núcleo estrictamente ético en el que se asentaba el ideal del bien común de las sociedades del antiguo régimen. Aunque aún no es una ruptura categórica, pues todavía hay un paso para llegar de aquí a una concepción secular de la razón de Estado, pero ya estamos en la misma senda.
No obstante, debemos insistir en que, además meramente enunciarlo, Dussel no pretende ir más allá de eso, no existe la pretensión de establecer vínculos con el concepto antiguo de soberanía, reconocer tensiones entre ambos, problemas políticos que llevaron a la imposición de este nuevo concepto de soberanía, etc. Todo parece ser simple, como si fuera una línea argumental clara y distinta. Y, tal vez es así, porque desde un inicio nuestro filósofo parece saber qué quiere encontrar y cómo llegar allí. Debe reconocerse que sabe cómo llevar su hilo argumentativo al incorporar algunos detalles para darle mayor fuerza a su relato. No obstante, igualmente, debe observarse que no ha habido un ejercicio serio para comprender el tema de la soberanía en una visión de mundo antigua, tampoco por explicar sus desarrollos, que es lo prometido en el título del apartado. Lo único que presenciamos es la asunción acrítica de un paradigma moderno de poder, sobre el sentido de la política, legitimidad y soberanía. De allí se pasa a una búsqueda, localizar al sujeto revolucionario: al pueblo, entendido en su sentido colmadamente moderno34. Por eso, la narración que hace de ciertos acontecimientos o teorías parece tosca, la verdad es que es necesario que sea así para que encaje en el molde elegido.
Finalmente, Dussel entra a indagar el último concepto de soberanía: ella «se encuentra en el pueblo de los oprimidos y excluidos. Se produce así una alianza entre sectores del clero bajo, una minoría de criollos hastiados de la dominación, y el cuarto polo, de los indios, esclavos y muchas “castas” subalternas» (Dussel, 2007: 419). Dussel desde el inicio del apartado fue en busca de un revolucionario, un sujeto capaz de quitarse el yugo de la monarquía opresora, y al final de su narración épica lo encuentra en los excluidos. En el grupo de los muchos, la multitud35, aunque guiados por bajo el mando de un caudillo. Así lo cuenta:
Había que pasar a la praxis de liberación propiamente dicha, al “acontecimiento” fundacional. Para esto, paradójicamente en México, fueron los clérigos (del llamado “bajo clero”: criollo) los que encabezaron las acciones, ya que se situaban estratégicamente en una posición de gran autoridad en la lucha por la “hegemonía” dentro del “bloque histórico en el poder” colonial […] en un cuarto polo, el bajo pueblo, los criollos empobrecidos, los mestizos, los indígenas, los esclavos, etc. Había que recurrir a este cuarto estamento para lanzar una guerra armadacontra la tiranía que los «gachupines» habían instaurado injustamente (Dussel, 2007: 418).
A partir de esta narración, Dussel esboza su teoría del poder popular y cómo éste es un acto creador de un nuevo orden político, aunque reconoce que contiene ciertas paradojas, porque al haber desfondado la legitimidad antigua, aún debía regirse bajo los criterios normativos de ésta para no caer en una anarquía total mientras ese poder constituyente no deviniera un poder constituido en instituciones y una constitución. Esto última noción es una idea filosófica que se puede defender o cuestionar. Aunque, por lo observado, Dussel buscaba llegar a ella desde un inicio, era su hilo de Ariadna y nunca pretendió desviarse, el filósofo mexicano-argentino tenía una idea del poder popular como poder constituyente, donde se ve como un elemento mucho más esencial que cualquier institución social, que cualquier orden, pues es quien los dota de legitimidad. Además, tal poder se piensa como siendo capaz de romper con cualquier lógica que trate de resguardar al antiguo orden, en tanto que su naturaleza es revolucionaria y creadora. Ella poseería algunos rasgos esenciales: crea un sentido de igualdad, presupone una idea creativa del poder, es una función performativa en tanto que es auto-constituyente, revolucionario, erige un vínculo entre constitucionalismo y poder constituyente, asimismo, se une con nociones modernas de libertad y la democracia; por lo mismo, rompe con nociones teleológicas del poder y la acción social, etc. Este concepto de poder popular claramente es ajeno a aquellos del antiguo régimen, al de las sociedades que eran parte de la monarquía en la primera década del siglo XIX. Entonces ¿cómo podría decirse que Dussel pretende realizar un estudio de los hechos cuando no puso entre paréntesis su propia hipótesis de trabajo? Nunca se aleja de ella para ver algo posiblemente diferente, ni por curiosidad por el mundo de quienes narraba. Este es el tipo de perplejidades que se hallan al leer textos de algunos filósofos que escriben sobre historia, a veces es más claro, a veces más sutil. Muchas veces los filósofos tropezamos con la misma piedra, lo cual es un gran problema, porque el pasado requiere de aclaraciones conceptuales, interpretaciones sobre sus problemas, aunque una que sea seria, no sólo basada en los deseos y anhelos de quien la estudia.
4. Los usos políticos de la historia
Como es notorio, el cuestionamiento de fondo del artículo se halla en los inconvenientes de los usos políticos de la historia. Es evidente que narrar una historia nunca es un ejercicio neutral, como tampoco lo puede ser la filosofía, en ambas siempre se introducen los anhelos y criterios normativos de quien narra, de quien piensa un problema. Sin embargo, lo relevante es manifestar que el uso de esquemas conceptuales previos encamina cómo nos acercamos a los hechos históricos y, lo que es más preocupante, invisibilizan ciertos problemas concretos de otras épocas, otros excluidos, esto último me parece un grave inconveniente, pues muchas veces los deseos y ansiedades presentes difuminan los graves apuros del pasado, las formas como se ejercía el poder, modos concreto como excluían a otras personas, cómo se ejercían modos de dominación, etc. Allí es donde se encuentra una profunda preocupación, que todos estos aspectos sociales se desvanezcan, que sólo pensemos al pasado desde nuestros criterios vigentes.
No puedo más que estar de acuerdo con la intención de fondo que tiene la filosofía de Dussel: hallar formas de emancipación, realizar una crítica a los mecanismos de exclusión actuales, encontrar la manera de reconfigurar el poder más allá de los esquemas políticos que nos ha heredado la modernidad, disputar las teorías que excluyen a grandes sectores de la población y la pluralidad de diversas perspectivas, etc., todo ello tiene pleno sentido, relevancia y valor. No obstante, creo que ello no puede justificar, del todo, un uso político para encarar los temas históricos. Me agobia capitalmente que siendo este año el bicentenario de las independencias, lo único que recordemos sean las épicas nacionalistas, máxime si los últimos años hemos sido testigos de los inconvenientes de un nacionalismo exacerbado y mal encaminado, lo cual ha permitido la justificación de malas políticas públicas o de divisiones sociales entre buenos y malos, ficciones deficientes de los serios problemas sociales. Frente a ello debe mostrarse una mayor complejidad social. La historia y la filosofía deben ayudarnos a comprender nuestra realidad, pero sin simplificarla descaradamente. Las soluciones nunca son sencillas. Esa debería ser una de las tareas de los investigadores sociales, evitar soluciones simplistas y, por eso mismo, ambas deben evitar ofrecer interpretaciones que minimicen los conflictos de antaño, esa es la falencia que encuentro en la narración de Dussel.
Para terminar, me gustaría poner algunos ejemplos de los problemas a tratar por una filosofía crítica que aborde el tema de las independencias latinoamericanas. En primer lugar, la forma como se aborda la historia, cuestiones de metodología, porque deben de evitarse los esquemas mayestáticos tal como recuerda Pocock. Aunque sea sumamente productivo para una crítica de la situación actual, tal vez no sea una ventaja pensar que el capitalismo o la modernidad han sido fenómenos unitarios a lo largo de los últimos siglos, una crítica más penetrante debe ser capaz de hallar transiciones, inconsistencias, fracturas en estos largos periodos de tiempo, lamentablemente eso se pierde si asumimos acríticamente un esquema como el del sistema-mundo moderno. Sobre este punto existe un debate teórico de gran calado, sin embargo, a mi juicio, compartimentar el tiempo histórico, analizar las diversas racionalidades políticas de los últimos siglos permite encarar mejor la situación contemporánea. En segundo lugar, me resulta beneficioso reconocer los distintos lenguajes políticos, así como sus transformaciones a lo largo del tiempo, ya que los conceptos nunca pueden pensarse en abstracto, sino sólo a partir del marco conceptual desde el que se enuncian, pues la elección de un sentido que se le da a un concepto en una época determinada, sobre otros posibles, no depende de una verdad que le sea inherente a dicho concepto, sino que obedece a formas de adjudicar sentido que satisfacen las condiciones de enunciación de tal época (Deleuze, 2013: 30 y Freeden, 2019: 130). Por lo cual, conceptos como el de libertad, cobran sentido en conjunto con otros, por eso no significa exactamente lo mismo en la filosofía romana, en el liberalismo, o como lo usan las posturas libertarias actuales. Primordial sería registrar que existen mecanismos de fijación de sentido para tales conceptos nucleares, pero nunca son causalidades simples, sino dependen del juego entre ideas, ideologías, prácticas, discursos e instituciones pertenecientes a un contexto específico. En este sentido, la validez de un significado concreto se vincula al marco histórico-conceptual del que proviene, con sus disputas internas, y a la interacción que dicho sentido tiene con otros conceptos nucleares, en esa compleja trama es donde se ubican las condiciones de visibilidad y enunciabilidad de una época. Ahora, que el sentido de los conceptos nucleares de la política sea dependiente del contexto, no equivale a la asunción de una mera arbitrariedad; su uso y su sentido no son decisiones personales, sino resultado de complejas relaciones impersonales que terminan por constituir un sentido común. De allí viene mi preocupación con posiciones teóricas, como la de Dussel, que tratan de aplanar la complejidad del mundo social. Distinguir tales sutilezas es tarea de la filosofía, dar cuenta de los marcos de inteligibilidad que le dan sentido a lenguajes políticos diferenciados, sabiendo que las formas de primigenias de exclusión y dominación se hallan en la nominación, en el uso de conceptos para recortar la realidad. Por eso mismo, no hay una verdadera forma de comprender el pasado, sus problemas y su horizonte de inteligibilidad si damos por hecho los conceptos de nuestra época como el baremo para toda indagación, incluso podría verse como una petición de principio a la hora de tratar de hallar posibilidades para los problemas actuales. En tercer lugar, adentrándonos a la cuestión de las independencias latinoamericanas, es forzoso pensar en la especificidad de la lógica social del antiguo régimen, adentrarse en los modos de socialización, en las formas como se configuró el poder, en sus formas de legitimación, en el papel que jugaban los ideales morales, de virtud, del bien común, la estructura de las ciudades como centro político, lo que se ha denominado una economía de la gracia36, en esencia debe comprenderse la visión de mundo de esa época para dar cuenta de porqué, cómo fue posible una ruptura con la monarquía española sin tener que recurrir a una épica nacionalista. Esto último porque debe tenerse presente una reflexión como la subyacente a la tesis VII de filosofía de la historia de Walter Benjamin:
Con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Pero los que en cada época mandan son los herederos de los que siempre han vencido. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los mandamases de cada momento. Con ello ya se le dice bastante al materialista histórico (Benjamin, 2018: 310).
Siempre es más sencillo analizar la historia desde los discursos de los ganadores, desde los libros y pensamientos que nos legaron las élites, quienes quedaron al mando tras el colapso de la monarquía española. No obstante, algunos libros como los de Eric van Young ayudan a mostrar que solemos dejar de lado los problemas y anhelos de los actores que fueron la gran masa de los ejércitos independentistas, quienes no lucharon por la nación, la libertad, sino por otros ideales. Ellos no escribieron excelsos libros de filosofía política, ni legado grandes discursos, su voz, si acaso, ha quedado relegada a las actas policiacas. Allí encontramos una visión diferente, una a la que no corresponde la épica, menos nacionalista. No es una lucha necesariamente revolucionaria, sino por conservar el mundo que habían formado por siglos y que se venía resquebrajando de a poco, sus anhelos parecen ser menos ambiciosos, aunque son igualmente válidos. A ellos, a esos excluidos, habría darles voz, la filosofía debería tratar de entender su mundo, su historia, sus problemas; tal vez así podría alcanzar «la débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene sus derechos» (Benjamin, 2018: 308).
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Notas
^ 1. Este trabajo ha sido realizado en el marco del programa de Becas Posdoctorales de la UNAM, en el Centro de Investigación sobre América Latina y el Caribe y bajo la dirección del Dr. Mario Magallón Anaya.
^ 2. Una crítica semejante la dirige el historiador estadounidense Charles Hale al filósofo Leopoldo Zea: «Lo que hace poco satisfactorio el trabajo de Zea como obra historiográfica, es la imposibilidad de separar al filósofo del historiador. No es posible advertir cuándo asume la interpretación propia de los hechos, y cuándo los presenta como tales.» Ch. Hale, «Sustancia y método en el pensamiento de Leopoldo Zea», Historia Mexicana 20 (2), (1970), p. 301.
^ 3. Aunque me ciño a la interpretación hecha por Enrique Dussel, claramente no es el único filósofo que tropieza con el problema señalado. Sobre el tema específico del artículo puede consultarse con provecho la interpretación de Luis Villoro (2019) para ver el mismo inconveniente. Sin embargo, el tema de fondo que pretendo señalar es el uso político de la historia por parte de varias corrientes filosóficas, muchas de ellas poseen una agenda política clara, recurren a la historia para sus propias intenciones. Allí es donde se halla el problema que pretendo señalar, porque en ese uso de la historia a modo, terminan por pasar de largo cuestiones relevantes del pasado, formas específicas de ejercer el poder, mecanismos específicos de exclusión, discursos que jerarquizaban a las personas desde otros paradigmas, etc. Eso se elimina y, con ello, una comprensión del pasado, de sus excluidos. La filosofía, como recuerda Benjamin, no debe quedarse sólo con los ganadores, sino indagar por aquellos que quedaron en el olvido, eso no es posible desde posturas teóricas que imponen sus conceptos, su visión de mundo actual, aún si tienen las mejores intenciones políticas.
^ 4. Cf. D. Baranger, «The apparition of sovereignty», en H. Kalmo y Q. Skinner, (eds.), Sovereignty in Fragments. The Past, Present and Future od a Contested Concept, Nueva York: Cambridge University Press, 2010, pp. 47-63; E. Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del siglo XIX. (Un estudio sobre las formas del discurso político), México: FCE, 2005, Parte I y P. Zamora, «Reyes y Virreyes de la Monarquía Hispánica a la luz de las significaciones políticas del siglo XVII en el marco de la monarquía global», en J. Fr. Pardo, (ed.), El gobierno de la virtud. Política y moral en la Monarquía Hispánica (siglos XVI-XVIII), Madrid: FCE, 2017, pp. 325-351.
^ 5. Véase J. Bodin, Los seis libros de la República, Madrid: Tecnos, 2006.
^ 6. El artículo 3º de la Constitución de Cádiz reza así: «La soberanía reside en la Nación, y por lo mismo pertenece á esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales».
^ 7. Así puede leerse el artículo 2º de la Cosntitución Mexicana de 1824: “Su territorio comprende el que fue del virreinato llamado antes N. E., el que se decía capitanía general de Yucatán, el de las comandancias llamadas antes de provincias internas de Oriente y Occidente, y el de la baja y alta California con los terrenos anexos e islas adyacentes en ambos mares. Por una ley constitucional se hará una demarcación de los limites de la federación, luego que las circunstancias lo permitan.” Sobre este tema cf. M. Chust, «La Constitución de 1812: una revolución constitucional bihemisférica», en A. Annino y M. Ternavasio, (coords.), El laboratorio constitucional iberoamericano: 1807/1808-1830, Madrid: Ahila-Iberoamericana-Vervuert, 2012, pp. 93-114.
^ 8. E. Dussel, Política de la liberación. Historia mundial y crítica, Madrid: Trotta, 2007.
^ 9. Un contraejemplo sería el libro del historiador Q. Skinner, Liberty before Liberalism, Londres: Cambridge University Press, 2014; igualmente cf. M. Freeden, Liberalismo. Una introducción, Madrid: Página Indómita, 2019, donde el autor muestra que un concepto filosófico nunca puede ni debe interpretarse de manera aislada, pues coexiste con un grupo de conceptos afines que definen las posturas filosóficas sobre determinados temas o formas de abordar los problemas.
^ 10.  Véase B. Zepeda, Enseñar la nación. La educación y la institucionalización de la idea de nación en el México de la Reforma (1855-1876), México: FCE-CONACULTA, 2012.
^ 11. B. Echeverría, «Definición de la modernidad», en Modernidad y blanquitud, México: Era, 2010, pp. 13-33.
^ 12. Cf. P. Macherey, «Para una historia natural de las normas», en De Canguilhem a Foucault: la fuerza de las normas, Buenos Aires: Amorrortu, 2011, pp. 86-116 y W. Schluchter, El desencantamiento del mundo. Seis estudios sobre Max Weber, México: FCE, 2017, pp. 67-89.
^ 13. Véase H. Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna. Valencia: Pre-Textos, 2008.
^ 14. Los datos los tomo principalmente del libro de E. van Young, La otra rebelión. La lucha por la Independencia de México, 1810-1821. México: FCE, 2006.
^ 15. Tal vez el libro de referencia sobre este tema sea el de Eric van Young citado en la nota 13, pero es sumamente sugerente cómo aborda el tema en su artículo E. van Young, «El momento antimoderno: localismo e insurgencia en México, 1810-1821», en Annino, A. (coord.), La revolución novohispana, 1808-1821. México: FCE-CIDE, 2010, pp. 221-292.
^ 16. Véase S. Castro-Gómez, «Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la ‘invención del otro’», en S. Dube, S. et.al., (coords.), Modernidades coloniales. México: El Colegio de México, 2009, pp. 285-303.
^ 17. «No es casual que veinticinco años despues del descubrimiento de las minas de plata del Potosi en el Alto Perú (1545) y de Zacatecas en Mexico (1546) donde llegarán a España un total de 18 mil toneladas de plata de 1503 a 1660-, y gracias a las primeras remesas de ese metal precioso, España pudiera pagar, entre otras campañas del Imperio, la gran armada que derrotó a los turcos en 1571 en Lepanto, y con ello se dominaba al Mediterráneo como conexión con el «centro» del antiguo estadio del sistema.» E. Dussel, Ética de la liberación. En la Edad de la Globalización y la Exclusión, Madrid: Trotta, 1998, p. 56.
^ 18. Un artículo donde Dussel amplía esta cuestión es «Europa, Modernidad y Eurocentrismo», en Hacia una Filosofía Política Crítica, Bilbao: Desclée, 2001, pp. 345-358.
^ 19. El ejemplo paradigmático es la lectura que realiza Hegel de la historia. Autor al que Dussel critica justamente por ello.
^ 20. A. Lempérière, A., «El paradigma colonial en la historiografía latinoamericanista», Istor, 19, 2004, pp. 107-128.
^ 21. Una interpretación semejante la hace Brian R. Hamnett, Raíces de la insurgencia en México. México: FCE, 2010.
^ 22. Para una explicación diferente cf. Fr.-X. Guerra, Modernidades e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México: FCE-MACFRE, 2000; E. van Young, La otra rebelión. México, FCE, 2006; A. Lempérière, «Revolución, guerra civil, guerra de independencia en el mundo hispánico 1808-1825», Ayer, 55 (3), (2004), pp. 15-36; A. Lempérière, A. «El paradigma colonial en la historiografía latinoamericanista», Istor, 19, (2004), pp. 107-128 y A. Lempérière,Entre Dios y el rey: la república. La ciudad de México de los siglos XVI al XIX. México: FCE, 2013.
^ 23. Un artículo que buscar los matices entre las posturas historiográficas independentistas historiográficas», en P. Cagiao y J.Ma. Portillo, (coords.), Entre imperio y naciones. Iberoamérica y el Caribe en torno a 1810, Satiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela, 2012. pp. 99-118.
^ 24. Debo aclarar que no toda lectura filosófica peca de este problema, pero actualmente imperan propuestas que desde las cuestiones políticas contemporáneas leen los temas del pasado. Dicha forma de acercarse al pasado puede llevar a distorsiones sobre el sentido de los problemas políticos de aquellas épocas y, también, permite defender continuidades lineales superfluas, ambas cuestiones deben criticarse.
^ 25. El concepto de mundo de la vida fue introducido al vocabulario filosófico por Edmund Husserl, aunque más como concepto operativo que como un concepto definido claramente. Pero como explica Hans Blumenberg, hace referencia a un nivel de articulación del mundo en tanto unidad última de los objetos; un ámbito de sentido que estructura la precomprensión, haciendo que todo quede sobreentendido. No es una explicación teórica, sino una forma que nos permite «saber» cómo van las cosas. Esa articulación varía, o se reestructura, a lo largo del tiempo. Lo importante sería saber la diferencia entre la diversas articulciones en la historia. Cf. H. Blumenberg, Teoría del mundo de la vida, México: FCE, 2013, cap. 1.
^ 26. Un artículo sugestivo para comprender el sentido de soberanía al que apela Francisco Suárez, y el paradigma medieval de la Escuela de Salamanca sería, D. Manzanero, «El fundamento democrático de la soberanía en Giner, según el Corpus Mysticum de Francisco Suárez», Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 53, (2015), pp. 571-592.
^ 27. Cf. M. Herrero Sánchez, “La Monarquía Hispánica y las repúblicas europeas. El modelo republicano en una Monarquía de ciudades”, en Manuel Herrero Sánchez, ed., Repúblicas y republicanismo en la Europa moderna (siglos XVI-XVIII), Madrid: FCE, 2017, p. 278.
^ 28. Un estudio clásico sobre el poder en el antiguo régimen sigue siendo el libro de E. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de la teología política medieval. Madrid: Akal, 2018, sobre este tema particular véase el cap. VII.
^ 29. Véase A. Lempérière, Entre Dios y el rey: la república. La ciudad de México de los siglos XVI al XIX. México: FCE, 2013.
^ 30. Dussel refiere a la «Declaración preparatoria del padre Talamantes» donde afirma que: «El pueblo ínfimo, en ninguna nación verdaderamente culta goza de este derecho de ciudadano […] [por] su rusticidad, ignorancia, grosería, indigencia y la dependencia». «Declaración preparatoria del padre Talamantes» citada en E. Dussel, Política de la Liberción, Madrid: Trotta, p. 417.
^ 31. Hecho recordado por A. Aguilar Rivera en su libro, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico, México: FCE, 2000. Allí, examina las dificultades que la atribución de tales derechos crea y porqué una de las políticas específicas de los liberales fue restringir ese derecho. Tema complejo que queda de lado en la narración de Dussel.
^ 32. Un contrapunto interesante a la interpretación de Dussel se encuentra en el libro de J. M. Nieto, Medievo constitucional. Historia y mito político en los orígenes de la España contemporánea (ca. 1750-1814). Madrid: Akal, 2007.
^ 33. Para un estudio de mayor profundidad sobre este particular Fr.-X. Guerra, “La modernidad absolutista”, en Guerra, ibid., pp. 55-83.
^ 34. Esta cuestión es clara en la forma como Dussel concibe su teoría del poder político, por ejemplo, véanse las primeras tesis de su libro 20 Tesis de política. México, Siglo XXI-CREFAL, 2006.
^ 35. El concepto de multitud es uno de los principales en la filosofía política moderna, el cual se relaciona con una mayor democratización y está al centro de las teorías de autores como Negri, Virlo, Hardt, Dardot, Laval y el propio Dussel, pero difícilmente tiene ese sentido constituyente a principios del S. XIX, faltaban aún tiempo para que adquiriera el sentido que Dussel busca atribuirle.
^ 36. Cf. P. Zamora, “Reyes y Virreyes de la Monarquía Hispánica a la luz de las significaciones políticas del siglo XVII: circulación de un modelo de poder en el marco de la Monarquía global”, en J.Fr. Pardo (ed.), El gobierno de la virtud. Política y moral en la Monarquía Hispánica (siglos XVI-XVIII), pp. 325-351.
Axel Rivera Osorio es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Además, realizó una Estancia Postdoctoral en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe.
Líneas de investigación:
Filosofía política, filosofía latinoamericana, filosofía feminista y fenomenología.
Publicaciones recientes:
Rivera, A., (coord..), Neuroética y biopolítica. Pensar la subjetividad en la época de la tecnociencia, México: UNAM, 2023.
Rivera, A., «A la sombra de la democracia», en Revista Península, en prensa.
Rivera, A., «Mundo social, reconocimiento, violencia simbólica y dominación. Aclaraciones y profundizaciones a la teoría de Searle», en Ideas. Revista de filosofía moderna y contemporánea, 14 (2021), 127-160.
Rivera A., «Feminismo, reconocimiento y tolerancia», en Debate Feminista, 58 (2019), 123-145.
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