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[Publicado en: Debate feminista, vol. 41, abril 2010, pp. 269-274]

35 años sin Rosario Castellanos. 1974-2009. Agosto 7

Raquel Serur


Rosario Castellanos, como muchas otras mujeres, es muchas Rosarios Castellanos, y yo podría afirmar, casi sin temor a equivocarme, que para todas ellas hay un registro en su escritura. La mujer, la amante, la persona de su tiempo, la chiapaneca, la diplomática, la madre de Gabriel, la esposa, la heredera de una dinastía de terratenientes en el estado más pobre de la República, la catedrática de la UNAM, la periodista, la feminista, etc. Para todas esas Rosarios hay un lugar en su escritura, una escritura que abarcó prácticamente todos los géneros literarios.

Tal vez, lo único que no sospechó Rosario Castellanos fue su muerte temprana ese 7 de agosto de 1974 cuando, a los 49 años de edad, se selló el destino de todas aquellas múltiples Rosarios. Los diarios en Israel registra­ron el hecho como: "Embajadora y escritora mexicana muere electrocutada en Tel Aviv". ¡Qué pena! ¡Qué pérdida para México, para sus letras, para nuestra alma mater, para la UNAM! El shock llegó a la Facultad de Filosofía y Letras, en donde los estudiantes recibimos con incredulidad la noticia. No era posible que la maestra Castellanos no volviera a ser parte de esos pasillos donde circularía todavía por muchos años más su ex marido, el filósofo Ri­cardo Guerra, el amor de su vida y el padre de su hijo Gabriel. Ese hombre que, quizá, como se vislumbra en sus cartas, fue el que más la hizo sufrir. ¿Habrá sido así? Es difícil saberlo aunque fácil de adivinar, conociendo el donjuanesco comportamiento del doctor Guerra. Pero este es un asunto que no importa demasiado. Por lo menos en este terreno, el sufrimiento tuvo el alivio de contar con un rostro.

Mucho más complejo es ese otro sufrimiento, más profundo que este, que acompañó a Rosario Castellanos desde niña y que se consigna de ma­nera sobresaliente en su novela Balún Canán. El sufrimiento que proviene de la sensibilidad que percibe al otro, al humano diferente, al indio, como a un igual y del reconocer que esa percepción elemental no puede vivirse, como sucede hoy lo mismo que en sus días, como algo natural; del saber que es una percepción prohibida en el mundo tan tajantemente dividido en que vivimos. El apartheid, que tanto horror nos produjo en el caso de Sudáfrica, era para Rosario una realidad mucho más concreta y cercana, que ella conoció en el propio territorio mexicano. La segregación y la opresión de los indígenas sumada a la conciencia de que ella no podía dejar de ser cómplice de las mismas fueron [sic], quizá, el sufrimiento que atravesó la columna vertebral de la vida de Rosario Castellanos y que nutrió buena parte de sus páginas. En su notable poema "Autorretrato" confiesa: "Sufro más bien por hábito, por herencia, por no/diferenciarme más de mis congéneres/que por causas concretas".

El nacer en circunstancia de apartheid y ser consciente de ello marcó su sufrimiento más íntimo, más primigenio, el más acendrado, haciendo de su vida una sucesión de acontecimientos signados por la infelicidad. En el mismo poema ("Autorretrato") ironiza: "Sería feliz si yo supiera cómo./ Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,/ los parlamentos, las decoraciones". Palabras que en el poema funcionan como una ironía que se vuelca sobre la propia Rosario en un autorretrato cuyo sentido del humor subraya el sufrimiento de quien lo crea, de quien lo escribe.

Aprender a ser feliz es un proceso sumamente difícil para una mujer con la sensibilidad e inteligencia de Rosario Castellanos, quien se vinculó con el mundo de "los otros" a muy temprana edad mediante los cuidados y la de­dicación de su nana indígena. Su vínculo y su ventana al mundo indígena, al mundo que estaba más allá del apartheid, quedaron siempre marcados por el amor que ella profesó a su nana. En Balún Canán1 la nana es quizá el perso­naje más importante que acompaña a la niña (sin nombre), presumiblemente Rosario, a lo largo de toda la novela.

En un tiempo histórico, la novela se sitúa en la época de Lázaro Cár­denas (1934-1940), quien, como sabemos, puso acento en su gobierno en el reparto de tierras y en la educación para los indígenas, medidas que, como la propia revolución mexicana, no tuvieron entrada en el territorio de la oligarquía chiapaneca.

Rosario Castellanos recrea, desde dentro, cómo se vivió en aquel estado la política del gobierno de Lázaro Cárdenas; cómo entró en los recovecos de la familia Argüello, familia de terratenientes chiapanecos, que mostraban un gran desprecio por todo el mundo indígena que los rodeaba. Para ellos, los indios eran simplemente una suerte de bestias de carga que habían aceptado obedientemente su condición subordinada hasta que Cárdenas y su gobierno los alebrestó. El acontecer de la novela está narrado bási­camente desde la perspectiva de la niña, acontecer que se interrumpe con monólogos o con cartas del padre cuando este viaja a Ocosingo para denunciar que los indios, levantados bajo las órdenes de uno de ellos, llamado Felipe, habían prendido fuego a su hacienda en Chactajal.

José Saramago describe a Rosario Castellanos como la "embajadora de Chiapas", como la escritora que "supo contar las vicisitudes de los indios y las tropelías de los blancos". Tarea difícil la que se impuso Caste­llanos desde niña, porque implicaba ver a sus padres con una exterioridad difícil de mantener a no ser por la notoria injusticia que la rodeaba y a la que la niña, como después la escritora, no quiso prestar oídos sordos. Es tremendo el pasaje donde la niña percibe la injusticia encarnada en el rostro de su padre y se aparta de él.

Yo salgo triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina (p. 18).

Varios son los momentos en los que la niña siente extrañeza frente a sus padres, Cesar y Zoraida Argüelles. Veamos estas expresiones que Castellanos recoge en distintos momentos de la novela y que hablan por sí mismas:

—¿Dónde se ha visto semejante cosa? Enseñarles a leer cuando ni siquiera son capaces de aprender a hablar español.

O

—Porque ningún indio vale setenta y cinco centavos al día. Ni al mes.

—Además, dime, ¿qué harían con el dinero? Emborracharse.

O

—¡Ejidos! Los indios no trabajan si la punta del chicote no les escuece el lomo. ¡Escuela! Para aprender a leer. ¿A leer qué? Para aprender español. Ningún ladino que se respete condescenderá a hablar español con un indio.

Rosario Castellanos, en un impactante relato, no tiene miramientos para recrear literariamente las brutalidades del terrateniente comiteco. Pero no por eso deja de mostrar ese lado suyo compasivo y tierno que se vincula fundamentalmente con el mundo indígena a través de la nana, quien en múltiples ocasiones le cuenta a la niña historias que hablan de que en esa región, antes de la llegada de los blancos o ladinos, había un mundo mejor, armónico con la naturaleza y donde una sabiduría que se gestó lentamente todavía se transmite para que las nuevas generaciones no pierdan la memo­ria de lo que en otro tiempo fueron sus tierras. Veamos el pasaje donde la narradora evoca poéticamente las palabras de la nana y en donde se habla de un antes y un después.

Los que por primera vez nombraron esta tierra la tuvieron entre su boca como suya. Y era un sabor de mazorca que dobla la caña con su peso. Y era la miel espesa y blanca de la guanábana. Y la pulpa lunar de la anona. Y la aceitosa semilla del zapote. Y el lento rezumar del jugo en el tronco herido de la palmera. Pero también signo: el que traza el faisán con su vuelo alto, el que deja el reptil sobre la arena.

Los que por primera vez se establecieron en esta tierra llevaron cuenta de ella como de un tesoro. La extensión del milperío y las otras cosechas. La zona para la persecución del ciervo. La encrucijada donde el tigre salta sobre su presa. La cueva remota donde amenaza el hambre del leoncillo. Y el llano que ayuda la carrera cautelosa de la zorra. Y la playa donde deposita su huevo el lagarto. Y la espesura donde juegan los monos. Y la espesura donde los muchos pájaros aletean huyendo del más leve rumor. Y la espesura de ojos feroces de pisada sigilosa, de garra rápida. Y la piedra bajo la que destila su veneno la alimaña. Y el sitio donde sestea la víbora.

No se olvidaron del árbol que llora lentas resinas. Ni del que echa mala sombra. Ni del que abre unas vaina de irritante olor. Ni del que en la canícula guarda toda la frescura, como en un puño cerrado, en una fruta de cáscara rugosa. Ni del que arde alegremente y chisporrotea en la hoguera. Ni del que se cubre de flores efímeras.

Y añadían el matorral salvaguardado por sus espinas. Y la hojarasca pudriéndose y exhalando un vaho malsano. Y el zumbido del insecto dorado de polen. Y el parpadeo nervioso de las luciérnagas.

Y en medio de todo, sembrada con honda raíz, la Ceiba, la nodriza de los pueblos.

Los que vinieron después bautizaron las cosas de otro modo. Nuestra Señora de la Salud. Este era el día de fiesta que los indios no sabían pronunciar. Les era ajeno. Como la casa grande. Como la ermita. Como el trapiche.

Los ladinos midieron la tierra y la cercaron. Y pusieron mojones hasta donde les era posible decir: es mío. Y alzaron su casa sobre una colina favorecida de los vientos. Y dejaron la ermita allí, al alcance de sus ojos… (pp.184-185).

En el epitafio de Rosario Castellanos en su tumba en la Rotonda de los hombres ilustres leemos: "sabed que entre mis labios de granito quedaron detenidas las palabras".

El desafortunado accidente detuvo sus palabras al dejar de producir una nueva escritura. Sin embargo, lo que no se detiene es el vigor de un significado tan actual de las palabras que sí pronunció, que sí escribió y que nos reúne hoy día para rendirle homenaje.

Ojalá la Universidad Hebrea de Jerusalén donde ella fue catedrática, iniciara, junto con la UNAM, una Cátedra Rosario Castellanos para rendirle un homenaje al estudiar su obra junto a la de otros escritores mexicanos.

Para terminar, quisiera darle nuevamente la palabra a Rosario Castella­nos con el poema en donde su reflexión sobre la condición de apartheid se muestra de manera más concisa: "El pobre", que quizá era sólo un eufemismo para decir "el indio". Lo entrego completo para terminar y dejarlos pensando en lo que preocupó siempre a Rosario Castellanos: su lugar de origen, el trato despiadado e inhumano que se le dio a los indígenas en Chiapas y la imposibilidad de sacudirse la complicidad de ese maltrato.

El pobre

Me ve como desde un siglo remoto,
como desde un estrato geológico distinto.

Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedirle su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.

El domador, con látigo y revólveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.

Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen
las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
—después de la catástrofe— de una especie extinguida.

Allí está: receptáculo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.

Como una luz nos hace cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.

Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.

Hay distancia. Hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aun la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.

Y hay algo más. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.

¡Qué náusea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es!

Notas


^ 1.  Balún Canán es el nombre de las colinas que rodean a Comitán y que en lengua maya significa los nueve guardianes. Es decir, ese es el nombre maya con el que se designaba a Comitán.

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