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[Publicado en: Fractal, núm. 21, abril-junio 2001, año 6, vol. VI, pp. 147-165.]

Los cuadernos de Tiquetonne

Ignacio Díaz de la Serna


Por desgracia, muy poco he podido averiguar acerca del chevalier du Haut-le-Cœur. Las noticias seguras que hasta hoy he logrado reunir se despachan en unos cuantos renglones. Nació en Tiquetonne, aldea situada en el noroeste de Bretaña, en 1765. Su registro de bautismo aún se conserva en la abadía de Saint-Julien-aux-Porcherons. Perteneció a una familia noble cuya ruina se remonta a comienzos del siglo XVII. Si tuvo alguna vez propiedades adquiridas o heredadas, no queda el menor vestigio de ellas. Contrario a la Revolución, abandonó Francia antes de la época del Terror. En diversos pasajes de sus cuadernos, alude a un viaje que realizó desde Inglaterra a la región de Podkee, en Canadá. Al parecer, vivió un tiempo con los Ouronkagwas, quienes habitaron las planicies de Ontario. Según él mismo refiere, estalló una guerra entre esa tribu de feroces guerreros y los Nakassas -conflicto que el capitán Henry-Simon [sic] Bollingbrood comenta de paso en sus memorias. Así que no hay razón para dudar de lo que cuenta el chevalier du Haut-le-Cœur. Quizás ese hecho lo empujó a volver a Europa, aunque no está claro por qué. Pasó una temporada en el puerto de Ryesouth; luego se instaló en Londres. ¿Cuánto permaneció allí? Quién sabe. Lo cierto es que regresó a Francia entre 1801 y 1802, pues habla de la firma del Concordato como un suceso casi contemporáneo a su llegada. El resto de su vida se pierde en los eternos bancos de niebla bretona. ¿Cuándo murió? Lo ignoro. ¿Cuál fue su oficio? Imposible saberlo. No obstante, basta hojear sus cuadernos para percatarse de que fue un hombre cultivado.

De las incógnitas que rodean a este desconocido, aventuro ciertas respuestas plausibles.

La primera: se llamó Francis. ¿Por qué Francis y no François? Cabe suponer que alguno de sus padres o abuelos fuera inglés. Ello explicaría el capricho de su nombre. Más aún, una parte significativa del primer cuaderno está redactada en ese idioma, si bien pululan en esas páginas frases que tuercen y retuercen sin piedad la sintaxis inglesa.

La segunda: ¿qué lo llevó a escribir estos cuadernos? Ante todo, diré que son tres. En conjunto, rebasan los cuatrocientos folios. La letra es pequeña, apretada, y detalle curioso, bastante legible. Carecen de un orden cronológico. De hecho, son un desbarajuste, por lo que están lejos de constituir unas supuestas memorias de su autor. Ningún pasaje o fragmento está fechado. Si se me apura, los catalogaría como una miscelánea de apuntes, reflexiones, comentarios al vuelo, de alguien que se esfuerza por sentir en carne viva las contradicciones de su siglo, sean éstas benéficas o perjudiciales, más que buscar comprenderlo y aceptarlo, más que comprenderse y justificarse a sí mismo como hijo de su época, la cual, por lo visto, lo enfermaba.

La tercera: ¿quién es la Madam que aparece como interlocutora muda a lo largo y ancho del tercer cuaderno? En una carta que Benjamin Constant envía a la condesa Morbac desde París el 20 de julio de 1805, escribe: "Recordadle a nuestro amado caballero Francis lo mucho que lo estimo. ¿Cómo se encuentra? Hace meses que no recibo noticias suyas." En otra carta posterior, con fecha del 4 de abril, un par de años después, Constant relata a la condesa: "Ayer me reuní con Francis en el café Aux Bains Chinois. Salvo un mechón de canas, sigue siendo el mismo. Ocurrente, tempestuoso, melancólico, la rabia que le producen las circunstancias políticas actuales no ha disminuido un ápice. Contra Napoleón, apenas ahorra críticas. La mayoría, convengo en que son atinadas. Bien lo conocéis. Conversamos hasta la medianoche. Su anhelo de establecerse en Canadá tampoco ha cesado. Vos salisteis a relucir; en verdad os adora. Nos despedimos con gran pesar. De camino a Tiquetonne, piensa detenerse unas semanas en Fougères. Juró que desde allí os escribirá."

Estas referencias de Constant son el único testimonio de alguno de sus contemporáneos. Arrojan escasa luz, pero al menos confirman el carácter del chevalier du Haut-le-Cœur.

Que la tal Madam sea la condesa Morbac, nada lo prueba; mera especulación sin fundamento que la respalde. A ratos, creo que en realidad se trata de un recurso emotivo. De ser así, considero que el chevalier echó mano de semejante interlocutora ficticia para modular con diferentes timbres los efectos dramáticos de su sentir y de su cavilar errabundo. Dirigir a alguien los desahogos del corazón, aun cuando sea imaginario, proporciona mayor alivio que charlar con las paredes.

Hago público mi agradecimiento a la señora Jeanette Vilquin por haberme puesto tras la huella del chevalier du Haut-le-Cœur. Cómo llegaron a mí los tres cuadernos de Tiquetonne, no me está permitido revelarlo. Tal vez en el futuro los traduzca completamente y los entregue a un editor. Pero no me comprometo. Por ciertas afirmaciones que contienen, no dudo que, en estos tiempos de euforia irrefrenable, algún Robespierre de moralina trasnochada recrimine mi interés en ellos, levante su dedo acusador, y me condene por reaccionario. A más de uno ya lo han consignado en el Índice Prohibido con esta advertencia: "tête à guillotiner sans rémission". Toda República de las Letras posee su Directorio de Notables; la nuestra, gloriosa sin par, no es la excepción.

De tal suerte, quien espere verlos pronto en las librerías, quizás esperará en vano. Le recomiendo que aguarde cómodamente sentado en su sillón favorito. En cuanto a mis detractores, de tenerlos hoy o el día de mañana, confieso que no me quitan el sueño. Sería una bravuconada proclamar que me los desayuno. No soy de carácter aguerrido. Además, al levantarme, acostumbro comer algo ligero. Pero eso sí, aun con asco, siempre me los meriendo.

Del primer cuaderno

La naturaleza mezcló en el corazón del hombre la sed de libertad y la sed de tiranía. Independencia para sí mismo, esclavitud para los otros, ha sido la divisa del género humano.

Esparta no fue la excepción, aunque sea considerada un raro fenómeno dentro del mundo político. En ella puede encontrarse el origen del gobierno republicano, obra del mayor genio que hasta la fecha ha existido. La fuerza intelectual de un solo hombre dio nacimiento a nuevas instituciones, de las cuales emergió otro universo.

El cambio radical que los franceses, y sobre todo los jacobinos, pretendieron introducir en las costumbres de su nación, asesinando a los propietarios de tierras, haciendo que las fortunas pasaran de unas manos a otras, alterando las tradiciones y sustituyendo a Dios mismo, no fue más que una imitación de lo que Licurgo llevó a cabo en su patria.

Los lacedemonios tenían la inmoralidad de toda nación que carece de formas civiles; inmoralidad que se asemeja más al desorden que a una auténtica corrupción. Una sociedad así, cuando logra organizarse con ayuda de una constitución, de pronto se metamorfosea, ya que posee toda la fuerza primitiva, todo el ímpetu vigoroso de una materia que no ha sido todavía trabajada. Los franceses, por su parte, sufrían la incurable corrupción de las leyes. Eran igualmente inmorales, como los pueblos antiguos sometidos largo tiempo a un gobierno eternizado. Cuando la trama se ha gastado, y alguien da un estirón a la tela, ésta termina por desgarrarse.

Aún más, las transformaciones que Licurgo operó en Lacedemonia apuntaron a las reglas morales y cívicas, no tanto a los asuntos políticos. Instituyó las comidas públicas, prohibió el uso del oro y el cultivo de las ciencias, ordenó la requisición de hombres y bienes, repartió las tierras, estableció la propiedad comunal de los niños, y casi la de las mujeres. Los jacobinos, siguiendo paso a paso esas reformas violentas, buscaron a su vez aniquilar el comercio, extirpar el ejercicio de las letras, crearon clubes, quisieron forzar a la doncella o la joven esposa a entregarse al primer desconocido; sobre todo, pusieron en boga las requisiciones y promulgaron las leyes agrarias.

Hasta aquí llegan las similitudes entre ambos. El sabio lacedemonio dejó intactos a los dioses, reyes y asambleas que su pueblo tenía desde tiempos inmemoriales, compartidos con el resto de las poblaciones griegas. No atentó contra el corazón de sus contemporáneos al luchar imprudentemente contra los prejuicios. Supo respetar lo que había de respetable. Se cuidó de no imponer sus reformas durante las guerras porque son el momento propicio para la inmoralidad. Debió sortear grandes dificultades, sin duda; a veces se vio obligado a emplear la violencia, pero nunca degolló a sus compatriotas para convencerlos de la bondad de las nuevas leyes.

Si bien los jacobinos se inspiraron en Licurgo, tomaron como punto de partida un principio totalmente opuesto. La máxima de su doctrina fue el famoso sistema de perfección: proclamar que los hombres lograrían un día la pureza en el gobierno y en las costumbres hasta hoy inasequible.

Lo primero que ese sistema exigía era el establecimiento de una república. Los jacobinos, a quienes no puede negárseles con horror el haber sido consecuentes con sus principios, demostraron su perspicacia al señalar que el vicio radical descansaba en las costumbres, y que en el estado actual de la nación francesa, la desigualdad de la riqueza, la diferencia de opiniones, los sentimientos religiosos, y debido a otros mil obstáculos, resultaba absurdo pensar en una democracia sin una revolución completa de la moral imperante. ¿Dónde hallar el talismán para vencer tantos escollos? En Esparta, se les ocurrió. ¿Qué costumbres sustituirían a las antiguas? Las que Licurgo instauró para remplazar los antiguos desórdenes que aquejaban a su patria. El plan había sido trazado desde hacía mucho tiempo; sólo restaba a los jacobinos seguirlo. Sin embargo, ¿cómo ejecutarlo? Cuando Licurgo promulgó sus leyes, aquella región de Grecia disfrutaba una paz asegurada. Así, pues, no le fue demasiado difícil conseguir que los propietarios de un país pequeño repartieran sus tierras y aceptaran la desaparición de los rangos. Tampoco le fue difícil aumentar el ejército y ordenar requisiciones en caso de una futura guerra. La tarea de transformar una monarquía en un gobierno popular era hasta cierto punto sencilla. Además de la tranquilidad que los lacedemonios gozaban en ese entonces, existían enraizados en sus tradiciones los principios de esa forma de gobierno.

¡Qué diferencia de épocas, de circunstancias, entre las reformas de Licurgo y las que quisieron introducir los jacobinos en Francia! Amenazada por Europa entera, desmembrada por las guerras civiles, agitada por mil facciones en pugna, sus fronteras asediadas o invadidas, sin soldados, sin recursos financieros salvo una moneda cuyo valor disminuía día tras día, el desaliento de nobles y plebeyos, la hambruna generalizada, en tal estado se encontraba la nación francesa cuando se entregó a una revolución general. Había que remediar esa proliferación de males. Había que establecer al mismo tiempo, como por un milagro, la república de Licurgo entre un pueblo acostumbrado a la monarquía, con una población inmensa y sus costumbres corrompidas, y salvar a un gran país carente de ejército de la invasión de quinientos mil hombres, la mayoría de ellos formando parte de las mejores tropas de Europa.

Sólo unos locos como los jacobinos pudieron imaginar los medios para cumplir sus propósitos, y lo que es más increíble, lograr ejecutarlos. Medios execrables, no cabe duda, pero, hay que decirlo, de un alcance gigantesco. Esos espíritus enardecidos por el fuego del entusiasmo republicano, encarnando la quintaesencia del crimen gracias a las depuraciones que a menudo practicaban, desplegaron una energía que no ha tenido ni tendrá rival en la historia. Sus fechorías nunca serán igualadas.

Para obtener el resultado que se proponían, estimaron que cualquier sistema de justicia heredado, que cualquier principio de humanidad, no les era provechoso, y decidieron entonces alcanzar la misma meta por un camino diferente. Esperar que la muerte se hiciera cargo de los grandes terratenientes o que éstos consintieran despojarse de sus bienes, que los años borraran el fanatismo y transformaran las costumbres, que los reclutas ordinarios engrosaran las filas del ejército, todo esto les pareció que, de suceder, sucedería con una lentitud exasperante. Ya que el establecimiento de la república y la defensa de la patria, tareas claramente distintas, resultaban poca cosa para su genio, emprendieron las dos. Las consecuencias de su amor patrio recordarían a Esparta en ruinas. Resonó entonces la trompeta del Ángel exterminador. Las tumbas se abrieron, y los monumentos, conquista laboriosa de los hombres, fueron uno a uno desplomándose.

Al son de aquella trompeta, mil guillotinas se elevaron en todas las ciudades y aldeas de Francia. Tras escuchar los estruendos del cañón y de los tambores, el ciudadano despertaba en medio de la noche, sobresaltado, y recibía la orden de partir con el ejército. ¿Qué podía hacer? ¿A qué comandante recurrir para explicarle que dejaría tres hijos en desamparo? ¿Qué escoger, la muerte a manos del verdugo o una muerte más honorable en el campo de batalla?

Y como todo debía ser nuevo en ese mundo que se modelaba conforme leyes nuevas, ya no se trataba de salvar la vida de un individuo o de librar un combate a condición de que las pérdidas fueran recíprocas en número. Las tácticas de Julio César eran despreciadas por ser tonterías de un pasado ignominioso. En lo sucesivo prevalecería el arte militar de perder diez mil hombres para apoderarse de Lille, veinte mil para derrotar la resistencia de Niza, treinta mil para asegurar los puestos fronterizos en Alsacia.

Cuando la sangre vertida ya no importa, es posible que la victoria se retrase, pero tarde o temprano será segura. Francia vomitaba así sus legiones, para mayor gloria de la república.

Mientras los ejércitos crecían con reclutas de todas las edades, los propietarios de tierras llenaban a su vez las prisiones. A los que no se les ahogaba lanzándolos a los ríos con un lastre atado al cuello, se les liquidaba en las mazmorras y los patios con una descarga de cañón para ahorrar las municiones tan necesarias para combatir al enemigo. La cuchilla de las guillotinas caía día y noche. Los verdugos maldecían a menudo sus artefactos de destrucción, pues les parecía que trabajaban muy despacio. Como ya no se podía transitar en las plazas públicas a causa de la sangre que las inundaba, se crearon nuevos sitios de ejecución. Grandes fosas fueron excavadas para deshacerse de los cadáveres. Nunca fueron suficientes ante una justicia tan voraz como fue la justicia que trajo consigo aquella cofradía de homicidas. Ancianos de ochenta años, jovencitas de dieciséis, padres, madres, hijos, maridos, esposas, todos morían en medio de la sangre de sus familiares que los habían precedido. De este modo, los jacobinos alcanzaron los cuatro objetivos que desembocarían en el establecimiento de la república: erradicar la desigualdad entre los rangos, nivelar las fortunas, mejorar las finanzas mediante la confiscación de los bienes de los condenados a muerte, y asegurarse la fidelidad de los que luchaban tras prometerles que serían los nuevos propietarios legítimos de esos bienes incautados.

El pueblo, por su parte, vivía asediado por incontables traiciones. El que no conspiraba, delataba. Cada cual aprendió a recelar de sus amistades, de sus parientes, temeroso de ser señalado como traidor a la patria bajo cualquier pretexto. Todos tenían la sensación de encontrarse sobre una mina que estaba a punto de explotar. Y así, todos fueron presa de un terror estúpido. Los jacobinos habían previsto ese ánimo general de miedo y desconfianza, pero en realidad nada calculaban apoyándose en el sentido común, pues sólo mataban por matar. Proclamaron que la revolución era un combate entre el pasado y el porvenir. Lo único que les preocupaba era triunfar, pero jamás se detuvieron a reflexionar qué orden social debía construirse después de la victoria. En nombre del porvenir, pedían al pueblo que entregara su alimento, y éste lo entregaba; que ofreciera su vestido, y éste se despojaba de sus ropas; que diera su vida, y éste la ofrendaba de inmediato. Al tiempo que aceptaba sacrificarse en aras de un futuro promisorio, ese mismo pueblo era testigo de cómo sus templos eran profanados y clausurados, sus ministros liquidados, y su culto ancestral prohibido. Le enseñaron que no existía la venganza celeste, sino la guillotina. Por medio de una jerigonza incomprensible, le dijeron que en lo sucesivo debía adorar las virtudes encarnadas en las nuevas festividades civiles. Atónito ante el espectáculo de unas jóvenes vestidas de blanco y coronadas de rosas, era obligado a cantar himnos en honor de unos dioses cuya existencia ignoraba. Ese pueblo, desdichado, confundido, ya no sabía a quién pedir indulgencia para que sus pesares cotidianos resultaran llevaderos. Desterradas sus costumbres, presenciaba en las plazas públicas el desfile de personajes y naciones extraños, de los cuales nunca antes había tenido noticia. ¿Dónde había quedado el día en que se celebraba la fiesta del patrono de los canteros? ¿Cuándo encender una luz votiva a Santa María Egipciaca? ¿Cuándo descansar, si no hay domingo? ¿Cuándo sembrar trigo, cuándo recoger el sorgo, si ya no hay primavera, verano, otoño e invierno? ¿En qué mes hacerse a la mar para capturar los grandes bancos de peces frente a la costa de Islandia? Germinal, fructidor, brumario, nivoso, pluvioso, eran nombres traídos por una revolución que le parecía cósmica porque había trastocado por igual la vida de los hombres como el curso de los astros.

Y a la par de esos cambios que desorientaron el espíritu del pueblo, en lugar de las virtudes tradicionales, de pronto valores difíciles de comprender, y mucho más arduos de acatar, vinieron a intranquilizar su corazón. La promesa de guardar un secreto, la constancia en la amistad, el amor a los hijos, el respeto a los antepasados, el derecho a gozar el fruto del trabajo propio -todas esas cosas que solía considerar buenas-, un buen día le dijeron que eran una ristra de patrañas utilizadas por los tiranos para envilecer a sus súbditos. Un republicano debe su amor, su fidelidad, tan sólo a la patria, a nadie más. Decididos a modificar las raíces de la nación, y sabiendo hasta qué punto la educación forma o pervierte a los hombres, los jacobinos obligaron a todo ciudadano a entregar sus hijos en escuelas militares; allí aprenderían a desprenderse de los sentimientos naturales y ejercitarse en el odio contra cualquier gobierno distinto del que ellos encabezaban.

Tales fueron los jacobinos. Francia demoraría en recuperarse del enorme daño que ese puñado de forajidos le infligieron. Tiempo después, los astros volvieron a su curso. También los nombres habituales de los meses y de las estaciones regresaron.

Del tercer [sic] cuaderno

¿Existe la libertad civil? Lo dudo, Madam. Sin importar el esfuerzo que hagamos para esclarecer las causas que perturban la estabilidad de un Estado, se nos escapa el principio esencial de las convulsiones que lo destruyen. Siempre topamos con un no sé qué, oculto quién sabe dónde. Y ese "no sé qué" parece ser la razón eficiente de todas las revoluciones habidas en la historia. Por su parte, dicha razón resulta más inquietante cuanto menos pueden encontrarse motivos claros de ella en el hombre que vive en un tipo de sociedad como la nuestra. ¿Acaso este hombre civilizado que hoy somos no comenzó siendo un salvaje? A este último es a quien deberíamos interrogar. Quizás ese principio, fatalmente huidizo, nazca de la inquietud, presente en nuestro corazón, que nos lleva en muchas ocasiones a asquearnos por igual de la dicha y de la desgracia, y que de tiempo en tiempo nos precipita, aun sin desearlo, de una revolución a otra.

"¿De dónde proviene esa inquietud?", me preguntaréis. Lo ignoro. Tal vez está en nosotros por la conciencia que tenemos de una vida distinta a la que aquí; tal vez por un aspiración secreta hacia algo que nos desborda. Cualquiera que sea su origen, ha estado enraizada en todos los pueblos.

¿Hemos llegado a saber cuáles fueron las causas de la Revolución? ¿Era posible evitar una destrucción semejante? Por un segundo dejemos de lado al gobierno. Sin embargo, os señalaré lo siguiente: en toda nación donde unas cuantas personas conservan en sus manos, durante largo rato, el poder y la riqueza, acaban por corromperse en la medida en que se alejan de lo que los legitimó tiempo atrás como gobernantes. Así ocurre, así ha ocurrido, independientemente de la calidad de su nacimiento, se tratara de plebeyos o patricios, se vistieran con el manto republicano o con el monárquico. Tarde o temprano, cada uno de ellos añade a la conducta deshonesta de quienes lo precedieron sus propios vicios. No hay que olvidarlo, Madam: la corte en Francia tenía en 1789 mil trescientos años de antigüedad.

Un monarca débil y amante de su pueblo, lo sabéis, era engañado en ese entonces por sus ministros, algunos incapaces, otros desalmados. La intriga diaria encumbraba o destruía a aquellos individuos con increíble rapidez. No sólo contagiaban al gobierno con su ineptitud; también lo envenenaban con el odio que dispensaban a sus antecesores. De ahí el incesante cambio de sistemas, de leyes, de proyectos, que imponían desde sus gabinetes, decisiones tan caprichosas como los favores o la humillación que en el momento más inesperado podían recibir. Rodeados por una cohorte famélica de comisionados, aduladores, lacayos, comediantes, tinterillos y amantes, esos políticos se apresuraban a chupar la sangre del miserable, envileciendo la dignidad de los cargos que ocupaban.

Mientras la estupidez y la locura del gobierno exasperaban al pueblo, el desorden moral llegaba a un límite peligroso, pues comenzaba ya a socavar el orden social. El número de solteros fue incrementándose notoriamente, aun entre los más desposeídos. Egoístas, buscaban llenar el vacío de sus vidas, trastornando la familia de los otros. Creían que el camino que los conduciría a la felicidad consistía en alejarse de los sentimientos naturales. Por un lado, los hombres y mujeres solitarios se multiplicaban; por el otro, la mayoría de los matrimonios adoptaban de buena gana una idea perniciosa. El deseo de tener uno o dos hijos se extendió por todas las regiones de Francia. Los padres, pobres y ricos, ya no estaban dispuestos a sacrificar su bienestar por la educación de una prole numerosa. "Para qué traer a la tierra más seres desdichados", exclamaban.

Esta costumbre terminó por afectar a la sociedad entera e influyó en cada uno de sus miembros. El individuo que consideraba la unión familiar como un estorbo a su anhelo de alcanzar la dicha, decidió dar la espalda a sus congéneres. Para colmo de males, se dejó convencer por los filósofos de moda, quienes le arrebataron la esperanza de una vida más plena. Víctima de esa situación, hallándose solo en el universo, su corazón vacío, sin la compañía de otro corazón que latiera junto al suyo, no sorprende que se haya entusiasmado con el primer fantasma que vino a prometerle un mundo nuevo.

Parecerá exagerado sostener que el pueblo francés, en esa época, era un pueblo triste. Algunos defenderán que, por el contrario, era no sólo numeroso, sino floreciente. Sí, pero confunden lo que la nación parecía ser y lo que la nación en realidad era. Quienes suponen que el Estado se compone de carrozas tiradas por seis caballos, de grandes ciudades, de tropas que desfilan por las calles en uniforme de gala, del bullicio de los salones y de las reuniones donde se juega a los naipes, tienen toda la razón al suponer que Francia vivía contenta. No obstante, los pocos que tienen la convicción de que la felicidad no puede ser alcanzada si se reniega de la naturaleza, también saben que cuanto más se apartan de ella, son presa constante de los peores infortunios. Las sonrisas que aquéllos intercambian entre sí, los modales civilizados que observan escrupulosamente, el espectáculo -para ellos reconfortante- que les brinda el vivir en las grandes ciudades, constituyen placeres ficticios con los que se engañan al suponer que así son dichosos, mientras que su corazón se agita sin descanso, se entristece, indicándoles que están lejos, muy lejos de ser felices. Este sentimiento de malestar que ciertos individuos llevan en su interior, Madam, cuando se extiende a la mayoría de un pueblo, presagia la inminencia de una revolución, la cual estremecerá los cimientos del Estado.

Ahí tenéis la herencia que dejaron los filósofos del siglo pasado. Que la libertad civil existe, aseguraban; que es preferible el número cinco a la unidad, proclamaban. Como resultado, muchos franceses acabaron por pensar que era mejor vivir bajo el yugo impuesto desde el faubourg Saint-Antoine y no a merced de los verdugos de Versalles. ¿Qué podía hacerse? No tengo idea. Todo lo que sé es que si se había propagado el furor por destruir, era indispensable volver a levantar un edificio donde los franceses pudieran alojarse, cuidándose de no caer en la necedad de imponerles instituciones ajenas a sus costumbres. Imitar a ciegas puede resultar muy nocivo. Lo que es benéfico para un pueblo, raras veces lo es para otros.

En cuanto a mí, Madam, no tengo reparo en admitir que me gustaría pasar el resto de mis días viviendo dentro de una democracia tal y como la he soñado, es decir, en teoría, como el más sublime de los gobiernos. He sido ciudadano en Inglaterra. Es posible que en ese sueño haya triunfado mi raciocinio sobre mi temperamento. Sin embargo, pretender formar repúblicas por doquier sin tomar en cuenta los obstáculos, las dificultades, que entraña cada caso particular, es un absurdo que suele andar en boca de no pocos, y una auténtica perversión en la de algunos.

Lo digo sin rodeos: nuestra pretensión por ser políticamente libres estará siempre condenada al fracaso. Obtener independencia individual es la exigencia interior que más nos apremia. Para no engañarnos, deberíamos escuchar la voz de nuestra conciencia. En el lenguaje de la naturaleza, ella nos susurra: "sé libre"; pero en el lenguaje de la sociedad nos grita: "¡sojuzga!". Los que nieguen esta verdad, por inconfesable que sea, mienten. Con todo, haríamos mal en avergonzarnos. La libertad civil me parece una quimera, Madam, un sueño apetitoso, pero un sueño al fin y al cabo.

En distintas épocas he meditado sobre este asunto, y he llegado a una sola conclusión. Consideradas en abstracto, ninguna constitución hay que deteste más que otra; ninguna hay que prefiera a las demás. Todas me son completamente indiferentes. Mis ideas, mis opiniones, han nacido de la soledad, no del trato con los hombres. ¡Qué desventurados somos! Nos atormentamos por lograr un gobierno perfecto, nosotros, seres colmados de defectos; anhelamos un gobierno bueno y justo, nosotros, seres propensos a la maldad y a la injusticia; luchamos denodadamente, exterminando a nuestros congéneres, por instaurar un nuevo sistema político que proporcione paz a las generaciones futuras, cuando pronto dejaremos de existir. De los cincuenta o sesenta años que vivimos, veinte se nos van en crecer, veinte en morir, y la mitad de los veinte restantes los derrochamos por las noches en dormir. ¿Acaso tememos que las miserias inherentes a nuestra naturaleza no basten para llenar ese lapso tan corto? ¿Qué es lo que nos atormenta? ¿Tal vez una especie de instinto incontrolable, un vacío interior que, hagamos lo que hagamos, sólo conseguimos agrandar?

En varias ocasiones he experimentado la sed apremiante de algo que es imposible precisar. Ella me condujo a los inmensos parajes de América, a las ciudades bulliciosas de Europa que he visitado. Para intentar satisfacerla, me aventuré en la espesura de los bosques; me uní a la multitud que pasea por nuestros parques, que asiste a nuestros templos, que bebe y ríe en nuestros convites. Pero esa sed seguía atormentándome. Muchas veces salí corriendo de algún espectáculo para ir a contemplar cómo el sol se acostaba en el confín de un sitio apartado; otras tantas veces huí de la compañía de los hombres para sentarme en una playa, inmóvil durante horas, y hundir mi corazón en el vaivén perpetuo del mar. No os imagináis cuánto me hastían las ceremonias palaciegas, la caza del ciervo o del jabalí, la conversación con las personas que arrastran tras de sí una larga cola de parásitos. Ni en esos lugares ni en esas palabras he hallado la mínima cosa que mitigara esa sed. Aun a sabiendas de que en ninguna parte la saciaría, he preferido sentarme en silencio frente a la puerta de una choza, al lado de un salvaje hospitalario, cuya pretensión última en la vida es permanecer desconocido para la memoria de su prójimo, del mismo modo en que los ríos de su país serpentean entre las montañas sin hacer aspavientos, sin pronunciar jamás su nombre, sin jactarse de las plantas y peces que se alimentan en sus aguas.

Si así fue escrito desde el comienzo de la historia, Madam, si es nuestro destino ser habitados por un corazón eternamente insatisfecho, apesadumbrado siempre por un deseo desconocido, si es ésta la terrible enfermedad que padecemos y de la cual nunca sanaremos, aún nos queda un remedio para consolarnos: prestar atención a la calma de la noche que nos llama. Entre ese millón de astros centelleantes están las leyes que gobiernan la cadencia del fuego celeste. Y ese fuego, tenedlo por seguro, cuando menos lo esperamos, nos toca el alma con su aliento.

La inmensidad del cielo es la medida de nuestra desolación; su silencio abrumador, el aviso de nuestra derrota anticipada.

Del tercer cuaderno

Como si no bastaran las calamidades que ya la agobian, la persona desdichada pronto se convierte en objeto de curiosidad para sus semejantes. Se le examina, se toca la cuerda de su angustia, se hurga hasta alcanzar el fondo de su llaga, sólo por el gusto que produce contemplar las convulsiones de su corazón herido, así como los cirujanos despedazan a los animales para observar cómo circula la sangre y palpitan las vísceras dentro de su cuerpo.

Conviene, pues, esconder la pesadumbre que a uno lo aflige. ¿A quién le interesa el relato de nuestros males? Algunos escuchan sin comprenderlos, otros bostezan aburridos, ninguno los comparte, y todos aprovechan la primera oportunidad para despedirse.

Lo mejor que puede hacer el desventurado es aislarse del resto de los hombres. Hay que evitarlos porque son enemigos del que sufre. Quien es desdichado, piensan, es culpable, lo merece; algo habrá hecho, y la desgracia que lo abruma es su justo castigo. (En apego a esta ley social, inexorable aunque no esté escrita, cuando voy por la calle y me topo con algún paseante, bajo resignadamente la cabeza.)

Lo único que le resta entonces es no perder la dignidad. El orgullo es el corolario natural de la desdicha. Cuanto más se encarnice la mala fortuna contra él, más deberá luchar por levantarse. Sólo así su carácter quedará intacto. Y que recuerde siempre esta segunda ley humana: se respeta la calidad del hábito, no al hombre que lo lleva encima. De la posición que un individuo ocupe dependerá la estima o el desprecio que los otros le dispensen. Tiene la fortuna de contar con amistades poderosas, todos perdonarán con aplausos que sea el mayor de los bribones; desvalido, su honestidad valdrá menos que un escupitajo.

¿Cuál es el origen del infortunio? ¿Desde dónde actúa, desde dentro o desde fuera de nosotros? Los estragos que produce en nuestra alma, ¿son pasajeros, son incurables? Muchos autores se han preguntado esto, y ninguno ha sido capaz de ofrecer una respuesta contundente. Tales preguntas tienen visos de ser irresolubles. Si hasta ahora no hemos logrado desentrañar de dónde proviene la infelicidad, supongo que jamás la erradicaremos. En el caso en que hubiera una panacea universal para evitarla o curarla, ya habríamos dado con ella.

Sin embargo, los humanos sabemos al menos en qué consiste: en una privación. El repertorio de nuestros anhelos es infinito; también es infinito el número de nuestras carencias. Pese a ser tan variadas, su efecto es similar en todos.

En una ocasión, mesié de la Symballe me dijo:

-Existe un solo pesar; los demás son irrelevantes.

-¿Cuál? -le pregunté.

-La falta de pan. Cuando se tiene salud, vestido, y una morada en la que no haga frío, nuestras aflicciones restantes se desvanecen. La falta de lo más imprescindible para seguir con vida es espantosa, ya que la inquietud por el mañana envenena el presente.

Aun concediendo que mesié de la Symballe tuviera razón, esa falta elemental no aclara por qué nos sentimos, un buen día, desgraciados.

¿Cómo satisfacer esa primera necesidad? Trabajando, responden los que nada entienden sobre los impulsos contradictorios que gobiernan el corazón del hombre. Soportamos la adversidad, no apegándonos a tal o cual principio, sino conforme a nuestros gustos, nuestro carácter, nuestra educación, qué sé yo. Asociar la satisfacción de lo primordial a la felicidad puede proporcionarnos, en última instancia, una explicación, pero nunca consuelo. Cuando nos sentimos desolados, deseamos una mano amiga que nos reconforte, una palabra que nos levante el ánimo, no un razonamiento filosófico.

Comparado con los que han sido bendecidos por la prosperidad, el desdichado parece un leproso: todos lo rehuyen [sic] porque temen contagiarse. Blanco continuo de miradas burlonas, de humillaciones despiadadas, hace bien en alejarse de los lugares públicos. Se oculta en alguna parte durante el día, y sólo se atreve a salir de su guarida cuando cae la noche, hora en que las cosas del mundo diluyen sus contornos en la bruma. Aunque nadie lo persigue, camina de prisa, toma calles desiertas, evita a toda costa cruzarse con los transeúntes. Ha llegado por fin a una vereda, en las afueras, donde puede pasear a sus anchas. Ese camino lo conduce a una colina. Desde ahí se domina la ciudad entera. Tras sentarse, mira, abatido, las luces que centellean en la vastedad de ese paraje oscuro. Alrededor de ellas hay padres e hijos reunidos junto al fuego, amigos que cantan y ríen, esposos que se dicen palabras tiernas al oído y se acarician. Todos, hombres y mujeres, bajo aquellos tejados, ignoran la presencia de ese miserable que observa a distancia sus hogares.

De pronto, rompe a llorar. Los recuerdos de un pasado feliz se agolpan en su mente, torturándolo. Tiempo atrás, él también tuvo un hogar, tuvo amigos con los cuales reía y cantaba, tuvo una mujer a quien amar. Y mientras seca sus lágrimas, una luz pálida atrae su atención. Es la única que parpadea, allá en el fondo, apartada de la ciudad. Se consuela al pensar que en ese sitio quizá viva alguien que comparta su sufrimiento. Por un instante se siente menos solo, durante un instante nada más.

De regreso, se agazapa en la penumbra de un portal para disfrutar por última vez la vista de los que van y vienen por la calle conversando. Allí permanece un rato, sin moverse, pues corre el peligro de que alguno lo descubra y grite: ¡Cuidado, un paria, un desdichado! Luego se encamina hacia su guarida, entra, y se cuelga del techo, contento de morir. Nadie notará su ausencia hasta que el hedor salido de esa habitación moleste a los vecinos. Lo sepultan en la misma zanja donde se entierran las basuras domésticas del vecindario. Lo que no gozó en vida, en lo sucesivo podrán gozarlo sus despojos: la compañía de alguien, no importa que sea la de ratas y gusanos.

Cuando un revés del destino nos arroja fuera de la sociedad, nuestra alma, desprovista de objeto al cual dirigir sus apetitos, se dilata hasta encontrar refugio en el orden armónico de la creación. Experimentamos entonces una clase de placer cuya existencia nunca antes sospechamos que fuera posible. La vida resulta menos desabrida cuando la naturaleza nos arropa. Haber conseguido ese placer fue lo que un día me decidió a no quitarme la vida. Mi salvación ha sido la soledad. Estoy seguro que con ella moriré. La idea de volver a hundirme en el ajetreo del mundo me da vértigo y siento que pierdo los sentidos. Algunas veces, por distraerme, contemplo el frenesí en que vive la mayoría de la gente que conozco. Desde mi isla solitaria los veo escalar hasta la cumbre de sus ilusiones y después precipitarse en el vacío de su derrota. ¿Qué ganaron en su afán de riqueza, de notoriedad? Nada. Los contemplo, a decir verdad, no con desdén, sino con cierta melancolía, como un náufrago que pasa sus jornadas mirando las olas morir al pie de los riscos.

Si acaso tenemos la entereza suficiente para no sucumbir a la desdicha, nuestro corazón termina por replegarse sobre sí, indiferente a lo que ocurre fuera de su ámbito. Se alimenta entonces de los recuerdos que atesora. Y gracias a ellos se hace más sensible. La desgracia tiene un lado útil: afina el diapasón del alma. Al menor tañido, entona el arrullo del viento, canta con el mar la melodía de las estrellas. Logra entonces estar en paz consigo misma, pues sabe en carne propia que un alma sin heridas es un alma muerta.

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