[Publicado en: Fractal, núm. 23, octubre-diciembre 2001, año VI, vol. VI, pp. 161-165]
A propósito de Flac: una experiencia de quiebre
Sandra Lorenzano
Si el silencio hubiera de retornar a una
civilización destruida, sería un silencio
doble, clamoroso y desesperado por el
recuerdo de la Palabra.
George Steiner
1) Hay en Harburg, Alemania, un monumento construido para honrar la memoria de los hombres y mujeres exterminados por el nazismo. Se trata de una obra creada por Jochen Gerz, “contra el fascismo, la guerra y la violencia” que consiste en una estela de 12 metros de altura forrada de plomo en la que quienes lo desean pueden grabar su firma apoyando de esta manera los principios éticos y políticos que el monumento encarna. Su fuerza está dada, paradójicamente, por su transitoriedad: cada vez que la estela queda cubierta de inscripciones hasta la altura a la que alcanzan los firmantes, se hunde un trecho en el suelo. “Mientras más firmas lleve, más se hundirá. Hasta que –dice el mensaje colocado junto a la obra– en un tiempo indeterminado se hunda totalmente y el lugar del monumento en contra del fascismo se encuentre vacío.” Ya que no hay nada que pueda ocupar nuestro sitio en contra de la injusticia y la violencia.
Nuestra memoria está en ese vacío que ha dejado la estela de Harburg; en la estela dejada por la ausencia del monumento.
De modo similar, nuestra memoria está en las palabras, pero está sobre todo en los silencios, como lo sabía bien Paul Celan, como lo supieron Primo Levi y Walter Benjamin. Memoria, silencio y muerte.
Nuestra memoria –escribió el autor del llamado posfacio que cierra el libro Flac1 y que por un cierto automatismo de lectura queremos creer que es el propio Serge André– está menos en los textos que en aquello que las tachaduras, los borrones, nos permiten adivinar por debajo de la escritura considerada “definitiva”. La sociedad de la desmemoria hace desaparecer las tachaduras apretando la tecla delete que limpia la pantalla sin dejar huella, sin cicatrices. Es mucho más –dice el posfacio– “que un borramiento o una represión: es lisa y llanamente una censura, una censura de la que no queda archivo alguno. [...] Que esta invención haya surgido en el siglo de la Shoah, del Holocausto, abre una perspectiva horrorosa. [...] Qué puede ser una página de escritura sin la memoria de las tachaduras.” (p. 204)
Miro el original en francés de Flac que Serge André le envió a Néstor Braunstein y lo primero que veo es una tachadura. Pero en este caso es nada menos que el nombre del autor lo que está tachado. Fetiche de la cultura occidental moderna, el autor en este caso había inventado su propio nombre, de modo similar a como inventa los nombres de sus personajes. ¿Acaso el seudónimo no es eso, una invención? Es una invención pero es también una tachadura que encubre el propio nombre. A través del seudónimo, el autor sustituye a su padre en el acto de nombrarlo. Funciona entonces como padre de sí mismo, buscando alejarse de la carga histórica, social, familiar, que el nombre real, que el apellido para ser más precisos, conlleva.
Un conocido psicoanalista belga escribe una novela y decide firmarla con seudónimo, un seudónimo –Serge Abel– que al igual que las tachaduras, permite entrever lo que tapa. Entre Serge André y Serge Abel hay demasiados puntos en común como para pensar que el autor real quería estar verdaderamente ausente. Sin embargo una línea cruza las cuatro letras de Abel –tachadura sobria, firme a pesar de su sutileza, tachadura-Caín– y el seudónimo es sustituido nuevamente por André. “Todo nombre es una firma en blanco” dice la novela en algún lugar, (p. 33) pero el blanco permite adivinar el vértigo del palimpsesto.
Silencios, tachaduras, la memoria es un quiebre en el que se demora la mirada del voyeur-lector. La experiencia literaria –escribió Blanchot en El libro que vendrá– “es la prueba misma de la dispersión, es el acercamiento a lo que escapa a la unidad, experiencia de lo que no tiene ni entendimiento ni acuerdo, ni derecho, el error y el afuera, lo inasible y lo irregular.” (p. 231) La experiencia literaria, experiencia de quiebres y tachaduras, de silencio clamoroso y desesperado en las fronteras del vacío.
2) Macedonio Fernández, un escritor argentino que algunos creen una invención de Borges, ideó una maquina [sic] de narrar, pieza clave del museo de la novela de la Eterna. De algún modo la invención de Macedonio tiene que ver con las máquinas deseantes de las que hablaron años después Deleuze y Guattari, en tanto la narración busca satisfacer su propio deseo a través de las palabras. Búsqueda dolorosa que habla de una fractura imposible de sanear. En uno de los momentos epifánicos del texto, Flac se refiere también a la máquina del discurso. (p. 137) “El Discurso. Lo que habla, habla, habla. Por encima de todos los discursos y de todos los pensamientos, a través de discusiones, diálogos y monólogos, juicios, sentencias y opiniones. El discurso infinito cuyo origen se pierde y cuyo fin se escapa. Locura furiosa que nunca deja de empujar a decir. Diga, diga, diga.” (p.136) Flac sabe de la proliferación, del embrollo del discurso, de la máquina verborrágica. Cómo salir del discurso aprendido, del discurso inoculado, del discurso común –en tanto compartido con una comunidad que habla, habla, habla–; cómo salir de las palabras que creyendo propias no son más que la presencia de los otros en la lengua? “¿No le habían así sustraído todo, paso a paso, palabra a palabra, todo lo que él tenía que decir que no fuera común? [...] La verdad es que estaba preso. Preso de él mismo, es decir de los otros …” (p. 138).
Salir de esa prisión, salir del discurso común, romper con el sentido de las palabras, con su comprensibilidad, es para Flac el reto de la escritura. La explosión total del lenguaje para partir de cero, para llegar a cero. El grado cero de la escritura está en el quiebre del pacto que sostiene la comunidad del discurso. “Debía haber en la lengua algo para hacer explotar ese cepo. Un cierto uso de las palabras, un contrauso. A contrasentido. Una ruptura de la alianza que pusiese al desnudo la obscena prostitución del vínculo de la comprensión, arruinándolo, disolviéndolo, anulándolo” (p. 139).
La búsqueda de ese quiebre, de esa fisura, de ese contrauso que llegue a subvertir el pacto discursivo, es un ejercicio en soledad y de soledad. Flac entonces se construirá a sí mismo como un héroe solitario en esta suerte de Bildungsroman aprisionada, exasperada, desviada, hecha de las muecas angustiosas de una lengua que busca desesperadamente un grado cero que sabe imposible. Héroe trágico este Flac, este flaco, anoréxico en tanto su deseo no puede ser jamás colmado, jamás satisfecho. Héroe tartamudo como el texto de Ossip Mandelstam en Le bruit, L’ Age d’ home: “¿Qué quería decir mi familia? No sé. Era tartamuda de nacimiento, y sin embargo tenía algo qué decir. Sobre mí y sobre muchos de mis contemporáneos pesa el tartamudeo desde el nacimiento. Aprendimos no a hablar sino a balbucear.” (p. 77)
¿Acaso la coherencia de la búsqueda no estaría en llegar al silencio? El contrauso último de las palabras está en su desaparición, en la opción por el vacío, vacío que supo de la presencia –como el que deja el monumento de Harburg. Vacío no de ausencia sino de plenitud. El grado cero, el silencio, como potencialidad máxima, como un aleph tensado al extremo siempre a punto de estallar. Pero ¿dónde quedaría entonces la literatura? Serge André escribe en la angustia del límite del pacto de inteligibilidad, se aleja de la muerte que lo acecha en un tumor cancerígeno, acercándose a la muerte que guarda el núcleo de la escritura.
3) Sé que estas páginas no deberían haber empezado así; quizás hubiera sido mejor que yo tarareara alguna melodía o la silbara. Pero tampoco. Tal vez tendría que haber traído, para que ustedes las escucharan las “Variaciones Diabelli” de Beethoven, obra que obsesionó a Serge André durante la escritura de la novela. Nada se acerca más al grado cero del sentido que la música. Quizá no tendría que leer ni haber escrito ninguna palabra a propósito de Flac. ¿Realmente se puede escribir algo a propósito de alguna otra cosa? ¿Cómo hacer para no reproducir el “puré de lenguaje” que agobia al escritor?
4) Una frase de Freud sirve de epígrafe al posfacio: “Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún modo afín al poetizar.” ¿Por qué? ¿Qué es lo que permite “poetizar” que no se puede de otra manera? ¿Existe realmente la “iluminación” del poeta?, aquello que le permite conocer lo que los no-poetas jamás llegaremos ni siquiera a intuir? ¿Cuánto de lo que se publica como poesía es entonces verdadera poesía? ¿No es ésta por otra parte una trampa que nos llevaría a señalar lo que es verdadero y lo que es falso, atribuyéndonos por lo tanto el papel de árbitros, de autoridades, de jueces, con el inevitable dejo de autoritarismo (que a veces es mucho más que un dejo) que debería ser por principio contrario al quehacer poético? Estas y otras preguntas similares organizan uno de los aspectos de Flac, del Flac protagonista y, sin duda, de la propia novela. Sólo la poesía –y hablo más de una propuesta de escritura que de un género literario– permitiría navegar en el sinsentido hasta llegar a la epifanía; sólo la poesía permitiría ese grado de extranjería, de extrañamiento con que es necesario mirar el lenguaje para ser uno con esa “habla inarticulada, esa voz muda, esa canción inaudible” (p. 156) (“No soy suficientemente poeta”, se lamentaba Lacan.) Es la búsqueda de aquello que Deleuze y Guattari llamaron “literatura menor”. “¿Cómo arrancar de nuestra propia lengua una literatura menor, capaz de minar el lenguaje? –se preguntan– ¿Cómo volvernos el nómada y el inmigrante y el gitano de nuestra propia lengua?” Volverse nómada, inmigrante o gitano, es escribir con el cuerpo y sus excrecencias, con las palabras y sus excrecencias, como Flac es desterritorializarse para territorializarse en la escritura, para darle carne a la escritura. “El cuerpo transformado por el sufrimiento indecible, que da volteretas en el vacío, embriagado al dar carne a la palabra nada.” Dar carne, curiosa expresión, ¿encarnar quizá? Los significantes se llenan con el propio cuerpo. La literatura menor, la obscenidad de esa literatura finalmente “llena de cuerpo” –y por eso tan dolorosa como embriagadora– es básicamente política. ¿Hace falta decirlo? Encarnación: la Sagrada Familia, encarnada en lo abyecto, mamá, papá y Flac. Una trinidad sin santificar. Freud y la novela familiar como el relato fundacional del psicoanálisis. Relato fundacional y metarrelato literario, las características de la narrativa moderna llevadas al extremo por una “desmothernidad” (término que me gusta más que el de posmodernidad) que se opone a la interpretación. ¿Qué hay en común entre Flac y Leopold Bloom? De a ratos el discurso de Flac se toca sugestivamente con el de Molly. Contra el espacio luminoso de lo Mismo, ellos buscan el espacio de lo Otro, aquello habitado por lo que ha sido excluido, suprimido – volvemos a los taches–: la locura, la sexualidad, el deseo, la muerte; exploración en el pliegue de lo no-discursivo: Mallarmé, Bataille, Artaud, Klossowski, Blanchot deambulan por un espacio de contradicciones ciframientos y de violencias, espacio de poesía y de muerte.
Para terminar estas páginas quisiera compartir con ustedes una de las últimas frases del libro: “Persisto en festejar, pluma en mano, la magia irremplazable de la hoja en blanco y el estremecimiento sagrado que guía la tachadura”. Festejo de una lengua Otra, de una lengua a través de la cual podremos oír quizás alguna vez la inefable “voz de fino silencio”.2 No es otra, seguramente, la búsqueda de toda escritura.
Notas
^ 1. El libro está formado por la novela Flac, primera obra narrativa del psicoanalista belga Serge André, seguida del texto “La escritura comienza donde el psicoanálisis termina”. (Traducción de Tamara Francés y Néstor A. Braunstein, México, Siglo veintiuno editores, 2000).
^ 2. La expresión “una voz de fino silencio” está tomada de un párrafo de la Biblia (Reyes, XIX :11-13) citado por Serge André en el posfacio: “Y he aquí que va a pasar el Eterno. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba el Eterno en el viento. Y vino tras el viento un terremoto, pero no estaba el Eterno en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba el Eterno en el fuego, tras el fuego vino un ligero y blando susurro [“Una voz de fino silencio” dice la versión en francés]. Cuando lo oyó Elías, cubrióse el rostro con su manto y se puso en pie a la entrada de la caverna.”