[Publicado en: Memoria. Revista de crítica militante, núm. 267, octubre 2018.]
Paridad
Marta Lamas
Las feministas llevan tiempo denunciando la escandalosa ausencia de mujeres en puestos de toma de decisiones y argumentando que la homogeneidad masculina de las figuras políticas distorsiona la representatividad de la nación. Los gobiernos democráticos han tardado en abordar la desigualdad sociopolítica entre ellas y los hombres, pero al fin han reconocido que es necesaria una mejor repartición de las actividades humanas, con sus derechos y obligaciones concomitantes, independientemente de la anatomía que se tenga. A eso apunta el reclamo de paridad. Sin embargo, corregir el hecho de que estén excluidas de ciertos espacios del poder requiere no sólo incluirlas en los ámbitos donde se define el rumbo de la vida colectiva sino, también, reformular la relación entre las esferas pública y privada. Una verdadera paridad precisa de la participación de los hombres en el ámbito de la vida doméstica, por lo cual son necesarios dos elementos más: 1. Educación en la igualdad, con aprendizaje en la coeducación e igualdad de oportunidades educativas, pues si en las aulas no se instruye en la igualdad, se persistirá en reproducir la desigualdad; y 2. Un desplazamiento masculino al ámbito doméstico para lograr una verdadera repartición de las labores domésticas, en especial las de cuidado y crianza. Sólo así, con paridad integral, se transformará la vida política.
A lo largo del proceso democratizador en México, muchas feministas, fuera de los partidos y en ellos, pensaron que el avance de la agenda feminista requería no sólo el impulso de la participación popular sino, también, que feministas ocuparan puestos gubernamentales y legislativos (Lamas, 2006).
En el séptimo Encuentro nacional feminista, llevado a cabo en 1992, cierto sector del movimiento inició una campaña para exigir a los partidos cuotas de representación de ellas. También desde entonces se plantearon las alianzas con mujeres en el gobierno y el aparato estatal, y se construyó Avancemos un Trecho, una coalición entre mujeres de distintos partidos decididas a establecer acuerdos políticos.
En 1996 se incluyó por primera vez en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales una recomendación para que en las listas de candidaturas de los partidos políticos no hubiera más de 70 por ciento de un mismo sexo (y así promover 30 por ciento de mujeres). Como se trató de una recomendación sin penalidad, no fue cumplida. Pero las feministas lograron que en 1997 se estableciera la Comisión de Equidad y Género de la Cámara de Diputados, cuyo propósito fue promover una legislación con perspectiva de género. Ello fortaleció una retórica “políticamente correcta” de inclusión discursiva de las mujeres, pero hasta 2002 una reforma electoral no obligó a que en los comicios de 2003 se reglamentara la cuota de 30 por ciento de ellas. El resultado no tardó en notarse: de 16 por ciento de legisladoras en 2000 se pasó a 21 en 2003.
Una nueva reforma electoral efectuada en 2007 estableció 40 por ciento mínimo y 60 máximo para cada sexo, además de que las listas de representación proporcional debían plantearse en tramos de 5 candidaturas, 2 de las cuales deberían ser para mujeres. Así, en 2009 las diputadas fueron 28.4 por ciento, mientras que en 2012 las senadoras llegaron hasta 32.8 y las diputadas a 37.0.
Tras largo proceso de debates y presiones políticas, el 10 de febrero de 2014 se llevó a cabo la reforma del artículo 41 constitucional, donde se consagra oficialmente la paridad en el inciso relativo a las obligaciones de los partidos. Esa modificación retomó una importante sentencia de 2011 del Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación, la cual estableció la paridad no sólo para las candidaturas plurinominales sino también para las uninominales, e instauró el mecanismo de que hombres y mujeres deberían intercalarse uno a una. Con esa fórmula, en 2015 las diputadas representaron 42.6 por ciento de la Cámara.
En las elecciones presidenciales de julio de 2018, dicha regulación hizo que a muchos congresos estatales llegara un aluvión de mujeres, y tanto la Cámara de Diputados como el Senado tienen por primera vez en la historia una mitad de legisladoras electas. Los datos preliminares hablan de 243 entre 500 diputados (48.6 por ciento) y en el Senado, de 128 escaños, 63 para ellas (49.2). El largo proceso de participación y exigencia feminista está dando frutos. Ahora bien, ¿cambiará la política con la paridad? No lo sé, mas estoy segura de que se transformaría con más feministas en lugares de toma de decisiones.
En la Ciudad de México, AMLO (2000) y Ebrard (2006) como jefes del gobierno tuvieron gabinetes paritarios. Sin embargo, en ambos se mantuvieron ciertas áreas como “femeninas” y “masculinas”: las Secretarías de Gobierno, y de Seguridad Pública fueron ocupadas por varones; y las de Educación, y de Medio Ambiente, por mujeres.
Hoy, el triunfo de una mujer para jefa del gobierno de la Ciudad de México, así como la designación de otra para la Secretaría de Gobernación, quiebra esa costumbre de puestos “femeninos” y “masculinos”. A escala federal, la designación de Olga Sánchez Cordero como secretaria de Gobernación en el gabinete de AMLO es relevante: se asume como feminista y ha declarado que impulsará la interrupción legal del embarazo (ILE) en todo el país. Si bien ese objetivo hoy implica que cada congreso local haga una reforma de ley, la propuesta suya de establecer un código penal único podría homologar la regulación de la ILE de la Ciudad de México con las demás entidades.
La paridad en sí misma no resuelve las desigualdades entre ellas y ellos, como tampoco cuerpo de mujer garantiza pensamiento feminista. El debate sobre la paridad remite a explorar en qué somos iguales y en qué diferimos. ¿Hay una esencia distinta? Una [sic] asunto es la sexuación, determinación biológica; y otro, el género, que expresa las diferencias culturalmente construidas, que establecen atribuciones, papeles e identidades diferenciados: “lo propio” de unos y lo de otras. El reclamo de paridad resulta un dispositivo discursivo para pensar en otro reparto del poder, pero no hay que confundir un punto de partida con el objetivo de llegada.
Las feministas francesas que lucharon por la paridad plantearon algo muy complejo: “Una igualdad entre los sexos no basada en la glorificación de la diferencia ni en la negación de la diferencia sino en el reconocimiento de ella para poder eliminarla cuando produce desigualdad”.1 No es fácil desmontar un aparente contrasentido: reconocer que el ser humano abstracto (el hombre) está sexuado, y tomar la sexuación como un parámetro para la paridad al mismo tiempo que se reivindica una indiferenciación en el desempeño político, donde mujeres y hombres deberán tratar juntos todas las cuestiones de la sociedad. Esa dificultad para dar a la dualidad anatómica un estatuto distinto ocasionó ruptura entre la concepción original de paridad y la ley votada, que no provocó el radical cambio conceptual pretendida [sic] por las feministas galas.
Así, pese a que la paridad representa una medida indiscutible de justicia, no se asumió integralmente con sus componentes de paridad educativa y en el hogar, con lo cual descuida abordar graves desigualdades entre mujeres y hombres que tienen consecuencias políticas y económicas. Así, en Francia, y luego en México, la reforma de la Constitución confirmó una idea de paridad como una concesión de 50 por ciento para la categoría social de las mujeres.
Aun cuando en México la forma en que se ha retomado discursivamente el término de paridad no incluye la conjunción del paralelismo político, el doméstico y el educativo, indispensables para construir un orden social más igualitario, sino sólo su acepción numérica de 50/50, está cambiando el debate sobre la representación política. Pero resulta fundamental no idealizar la obtención de una cuota de 50 por ciento de mujeres. Por lo pronto, hay que cuestionar la idea de que la igualdad se consigue en lo público sin modificar lo privado.
Puede parecer una contradicción reconocer que es importante que haya cada vez más mujeres en los espacios de toma de decisión al mismo tiempo que se insiste en combatir el mujerismo en la política; o sea, la creencia de que sólo por ser mujer una política supone mejor opción que un hombre.
La paradoja consiste en que aun cuando la entrada de las mujeres en los espacios legislativos no es garantía de que cambie la política, también produce efectos positivos, y algo empieza a cambiar. El matiz es sutil, pero crucial. Y hay que apostar por ese cambio, sin olvidar que la paridad no significa que las mujeres se conviertan en las portavoces exclusivas de demandas femeninas, o los hombres de las masculinas, sino que unas y otros traten en conjunto todos los asuntos que afectan a la sociedad. Tampoco hay que creer que por el ingreso paritario de mujeres en el Congreso la política se volverá feminista, pues también llegarán senadoras y diputadas conservadoras. Se necesita que lleguen personas progresistas, conocedoras de los problemas de género, independientemente de su cuerpo.
Finalmente, si hoy la paridad representa un valor democrático es porque el impulso ciudadano la ha convertido en un instrumento político antidiscriminatorio: la paridad no resuelve todas las desigualdades sociales, mas encarna la definición misma de sociedad democrática igualitaria (Gaspard, 1999).
La paridad es no un fin sino un medio que empieza por ofrecer igualdad de oportunidades a las mujeres y los hombres en el campo de la realpolitik. La agenda feminista que plantea la importancia de la paridad educativa y la doméstica es una de tantas reformas que también deberían impulsarse. Pero preocupa que se considere la paridad numérica como expresión de una igualdad política aún lejana. Y tal vez lo más sustantivo es no olvidar que se precisa de una política radical, dirigida a abordar las causas estructurales de la desigualdad.
Y esa política radical la hacen seres humanos con cierta ideología que no depende del cuerpo. Hay que tener en cuenta que cuerpo de mujer no garantiza pensamiento feminista.
Referencias
Freidenberg, Flavia (editora, 2017). La representación política de las mujeres en México, México, INE-UNAM.
Gaspard, Françoise (1999). “Paridad: ¿por qué no?”, en Historia [sic], Antropología y Fuentes Orales número 22, ¿Igualdad=Paridad?, Universidad de Barcelona, páginas 57-66.
Lamas, Marta (2006). “Mujeres, acción política y elecciones en la Ciudad de México (1988-2006)”, en Elecciones y ciudadanía en el Distrito Federal, México, IEDF, páginas 167-214.
Mansbridge, Jane (1999). “¿Las mujeres representan a las mujeres?”, en Historia, Antropología y Fuentes Orales número 22, ¿Igualdad=Paridad?, Universidad de Barcelona, páginas 31-55.
Scott, Joan W (2012). Parité! Equidad de género y la crisis del universalismo francés, México, FCE.
Notas
^ 1. Ésa es mi traducción del inglés, distinta de la incluida en el libro del FCE: “Nuestra batalla por la paridad está situada en una perspectiva diferente, igualdad de sexos basada no en diferencias glorificadas ni en la negación de una diferencia, sino en una diferencia excedida, reconocida para mejor desecharla cuando resulte en desigualdad” (Scott, 2012:97).