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[Publicado en: Revista de la Universidad de México, núm. 145, marzo 2016, pp. 24-30.]

Felizmente divididos y viceversa

Sobrevivir al naufragio

Sandra Lorenzano


Hace 40 años, el 24 de marzo de 1976, la historia argentina sufrió la imposición de la dictadura militar; el vibrante país sudamericano entró en una larga noche de sufrimiento, pérdida y violencia institucional. México, por su parte, fue un suelo generoso que recibió a los exiliados y permitió, a muchos de ellos, encontrar una nueva casa. Leamos los testimonios.

Por los cuarenta años de exilio
Por los dieciséis años de felicidad
Por el futuro

Lejaim!

… fue un continente muy fuerte para un
momento de quebradura, es como si
México me hubiera ayudado a juntar
los pedazos y me hubiera rearmado.
Para mí, los mexicanos, con su
solidaridad, juntaron mis pedazos

Laura Bonaparte1

Se ha dicho que pocos temas convocan como este la primera persona. Así que desde esta primera persona que soy —con un pie en cada uno de mis países y el corazón que habla de y de vos— escribo estos fragmentos. Nunca he encontrado otro modo de contar mis historias de exilios, desexilios, destierros y transtierros más que con fragmentos, con pedazos que son a la vez anotaciones, ocurrencias y confesiones. Con un final feliz. Como en los viejos cuentos.2

1. Aquello fue un naufragio. Todavía puedo sentir el frío cortante de ese invierno que calaba por igual en el cuerpo y en el ánimo. Todavía puedo escuchar las conversaciones en voz baja, casi en un susurro, de mis padres. “Echaron a Fulanito”, decía papá. “Hoy vinieron a bus - car a Menganito”. El hospital de Tigre, pequeño, pobre, era el lugar en el que mi padre pasaba todas las mañanas de su vida; lo hizo durante veinte años, sin cobrar un peso, claro, como la mayor parte de los médicos argentinos. Ese era su compromiso con el país que los había formado. Allí, a la orilla del río, en el delta que forma la desembocadura del Paraná, estaba mi termómetro de la situación. Allí fui con papá una noche a tirar un par de valijas cargadas de libros que la ignorancia, la prepotencia y la intolerancia de los distintos gobiernos militares habían prohibido. Mientras se hundían la Breve historia de la Revolución Mexicana de Jesús Silva Herzog y El extranjero de Albert Camus, con los libros de Scalabrini Ortiz y los poemas de García Lorca, entre muchos otros, papá lloraba, yo lloraba, y los dos sabíamos que aquello era un naufragio.

2. El 24 de marzo de 1976 es una herida en la historia argentina. Y es una herida en la historia íntima y personal de cada uno de nosotros. Pero la represión había empezado antes. Había empezado con la masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, el día en que Perón volvía al país después de casi dieciocho años de destierro y proscripción; había empezado con la siniestra presencia de José López Rega en el gobierno y la creación de la Alianza Anticomunista Argentina, la temible Triple A; había empezado con el ejército en las calles; había empezado con el miedo que causaban las persecuciones, las desapariciones, las prohibiciones que llegaron después de la corta y libertaria primavera de Héctor Cámpora. Pero también podría decir que empezó con la represión en la Patagonia en 1921, con el golpe de Estado al presidente Yrigoyen en 1930, o con el derrocamiento de Perón y el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, o con “la noche de los bastones largos” en 1966, o con la matanza de Trelew en 1972… ¿O debería irme más lejos aún en nuestra historia y hablar de “la conquista del desierto” con la que se fundó la república liberal y oligárquica? Los indios son nuestros primeros “desaparecidos”; aniquilados, o explotados y marginados en la realidad —en la de antes y en la de ahora—, borrados de los relatos fundacionales.

Las heridas son muchas y antiguas en nuestra historia. Y ese 24 de marzo las concentró todas, en términos simbólicos. Ese día dio inicio oficial —con marcha militar en la radio y comunicado de la primera junta de gobierno: Videla, Massera, Agosti— la más cruel de nuestras dictaduras militares, la de los 30 mil desaparecidos, la de los miles de exiliados, dentro y fuera de las fronteras del país, la de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, la de las torturas inimaginables, la de los bebés nacidos en cautiverio, la de los vuelos de la muerte… Ese día nos volvimos náufragos.

3. E pur si muove… Tuvimos poco más de una semana para despedirnos de todos: los amigos, la escuela, los abuelos, la casa, el paisaje. Quienes me conocen saben que desde esa primera vez siempre lloro en las despedidas como si nunca más volviera a ver a quienes quiero. Los aeropuertos son para mí desde hace cuarenta años mi propio “santuário das lágrimas”.

Una noche nos subimos a un avión con lo poco que pudimos meter en las maletas, y horas después estábamos aterrizando en el aeropuerto de esta hoy entrañable Ciudad de México. México fue la balsa a la que nos aferramos en el océano de la violencia y el dolor en que se había convertido nuestra vida.

Y aquí tengo que hacer un alto en la historia.

Tengo que hacer un alto para explicar que a partir de ese momento he vivido felizmente dividida, o viceversa, entre mis dos países, mis dos patrias, mis dos hogares. Dije que México fue la balsa que evitó que nos ahogáramos, pero lo cierto es que este país fue mucho más que eso. Y ha seguido siéndolo durante cuarenta años. Pienso “cuarenta años” y me da vértigo. Recuerdo a los refugiados españoles que conocí al llegar, y recuerdo también mi mirada de conmiseración adolescente cuando los oía hablar de las décadas y décadas que llevaban viviendo lejos de su tierra. Yo pensaba: “A mí no me va a pasar algo así. Envejeceré allá, al sur de todos los sures”. Quién me iba a decir entonces que no querría irme nunca más de la otrora región más transparente. Quién me iba a decir que elegiría quedarme aquí para ver crecer a mi hija, para ir sintiendo cómo se me aja la piel y me lleno de canas. Quién me iba a decir entonces que algún día defendería mi derecho a ostentar la nacionalidad argenmex como uno de mis más preciados tesoros.

He contado ya otras veces que México me descubrió la libertad; a mí y a mis dieciséis años. A la tristeza del exilio que quedó siempre ahí, como un rastro melancólico en lo más profundo de mí, sumé el deslumbramiento que me provocó esta ciudad “deshecha, gris, monstruosa…”. Una ciudad en la que nos cruzábamos con cientos de personas aquellos primeros domingos en Chapultepec, en el Museo de Antropología, o en el de Arte Moderno, o en el Auditorio cuando íbamos a escuchar a Luis Herrera de la Fuente dirigiendo a la Filarmónica de las Américas. Con poco más de un par de monedas nuestros fines de semana eran un festín de colores, sonidos, olores, sabores. Aún hoy me sigue maravillando el modo en que los mexicanos se sienten cómodos en su cultura, con su cultura (culturas, debería decir: en plural). Aquí las calles se llamaban Patriotismo y Revolución, Marx nos miraba desde los murales de Palacio Nacional, y Frida había sido enterrada con la bandera roja con la hoz y el martillo. Yo que venía de una patria de libros escondidos, de palabras nunca pronunciadas más que en susurros, donde tener una abuela rusa, judía y comunista fue uno de los secretos que mejor guardé en mi infancia (¿acaso no eran los rusos comunistas los peores enemigos en todas las series de televisión?), que sabía que “Liberté”, el poema de Paul Éluard que mis jovencísimos padres tenían como afiche colgado en casa, era una declaración de principios irrenunciable pero clan destina, me vi una tarde bajo el sol del Zócalo (antes de que tuviera el asta bandera gigante) agradeciéndole a la vida que ahí hubiera habido un nopal sobre el que se paró un águila devorando una serpiente, y que hubiera habido quienes leyeran en esa imagen la escena fundacional de un nuevo reino. Ese centro del universo, ese ombligo de la luna (Metztli: luna, xictli: ombligo), se convirtió también en mi nuevo e íntimo reino.

Aunque de a poco aprendí a matizar mi entusiasmo, a ver los claroscuros de los gobiernos que nos recibieron, a sentir en carne propia las atroces desigualdades de este país, a saber que había muertos y desaparecidos, y que el 68 era una herida abierta. Hoy me duele como ninguna otra cosa este México nuestro cubierto de sangre, cubierto de horror y muerte.

De a poco empecé a ir a las marchas, a leer a José Revueltas y a Rosario Castellanos, aprendí de memoria poemas de Octavio Paz y de Efraín Huerta, canté con Los Folkloristas, y descubrí gracias a este país que también era latinoamericana.

Y como todos los que están “desfamiliados”, creé una familia alternativa, mi entrañable familia del exilio, en la que los múltiples acentos mexicanos y argentinos se mezclan con el chileno y el uruguayo, con el guatemalteco y el boliviano, con el salvadoreño y el peruano, el colombiano y el inglés de esos entrañables gringos que han elegido también esta patria. A esa familia incorporé a quienes, ya en la facultad, me descubrieron los secretos que encierran las palabras y los libros: Luis Rius, María del Carmen Millán, Angelina Muñiz-Huberman, María Luisa Capella, Federico Álvarez, Anamari Gomís. La Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM fue también mi hogar.

Nunca me ha gustado el lado plañidero del exilio, porque sé que mi escritura, con sus silencios, con sus quiebres, no sería posible, o sería otra, sé que yo misma sería otra, sin mi vida en México, sin ese territorio de libertad que aquí descubrí y que sigo descubriendo tantos años después: la posibilidad de conocer otros mundos, una historia cuyas raíces llegan tan hondo que me daba vértigo (aún me lo da), un mundo de sensaciones, de sensualidades, de solidaridades inquebrantables, de generosidad.

Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio. “La lluvia ajena”. De pronto pensé que me convertí en argenmex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron —ahora de la Embajada Argentina en México— para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizofrenia galopante. Decía que no me convertí en argenmex entonces, sino el día en que la lluvia que caía en la ciudad dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquellas que nos regalaban una mañana completa sin escuela en el invierno porteño de mi infancia.

Hay ciertos lugares como la escritura, como la sonrisa de alguien en el momento preciso, una cierta manera de nombrar a las cosas con palabras mexicanas y tonito argentino, o a veces al revés, un modo de mirar una realidad que nos duele por partida doble, hay ciertos lugares, decía, que me hacen pensar que la geografía es una invención y que la patria es el sitio imaginario donde está aquello que amamos.

Dice José Emilio Pacheco en ese hermoso poema llamado “Alta traición”:

No amo mi Patria. Su fulgor abstracto
Es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos, ciertas gentes,
Puertos, bosques de pinos, fortalezas,
Una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
Varias figuras de su historia,
Montañas (y tres o cuatro ríos).

Y uno descubre, con Pacheco, que puede reapropiarse de la palabra “patria”, tan cargada, tan vapuleada, por izquierdas, derechas y centro. Y pienso que mi patria son en realidad dos que se me juntan en una sola bocanada que a veces me ahoga, y que me lleva de la escisión a la plenitud, de las complicidades al desasosiego. En una de mis patrias crece mi hija, en la otra envejecen mis padres; en una, las urgencias de lo cotidiano me acunan, me sostienen, en la otra la inquietud me hiere y me fascina, en una todo es fuerza y proyectos, en la otra hay un cajón con fotos que ya nadie recuerda; en una tengo presente, en la otra están los testigos de mi pasado más remoto.

Ser argenmex es vivir cada día con el entusiasmo y el desasosiego que México nos depara, y a la vez sentir el compromiso de hablar de aquella historia que nos expulsó del territorio de nuestra adolescencia. Es tratar de entender los claroscuros de un periodo de muerte y violencia que se instaló allá, cambiándonos a todos la vida para siempre; es buscar que cada una de nuestras páginas sea una caricia para los 30 mil desaparecidos. Pero ser argenmex es también tratar de entender los claroscuros de este periodo de muerte y violencia que desangra a México hoy, y buscar que cada una de nuestras páginas sea una caricia sobre esta piel desgarrada.

Ser argenmex es perderme en un laberinto de voces, de palabras propias y ajenas; es mirar con mirada “oblicua”, dicen algunos, estrábica, quizás; una mirada que se mira mirar; mirada de adentro y de afuera. No es un asunto de lenguaje ni de pasaporte, es un asunto de que la lluvia que nos moja deja de ser ajena, allá y acá, acá y allá.

Quise ser poeta. Quise fundar mi patria en la lengua. Quise abrazar cada palabra como hubiera abrazado a los ausentes. Aún hoy cada mañana despierto buscándolos.

“Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”, escribió Paul Nizan, y sé que esa frase también es mía. Sin embargo, no cambiaría ni uno solo de los instantes que he vivido desde entonces.

El exilio me enseñó a agradecer, me volvió un ser agradecido, no en vano soy sobreviviente de un naufragio. De no haber sido por esa balsa que hace cuarenta años alguien hizo aparecer en nuestro mar, otra, muy otra, hubiera sido nuestra historia. O quizá no hubiera habido historia para nosotros.

Siento, en cierto modo, que vivo en un lugar prestado que tengo que merecer cada día; siento que tengo que merecer el que me hayan dado la posibilidad de hacer una vida. Tengo que merecerlo y agradecerlo. Agradecer a los mexicanos que —como dice Laura Bonaparte en el epígrafe— nos hayan ayudado a juntar nuestros pedazos.

Un testimonio

En 1976 un golpe de Estado nazicatólico clausuró mi laboratorio en Argentina, dispersó mi grupo de trabajo, me dejó cesante de la Carrera del Investigador (equivalente al Sistema Nacional de Investigadores mexicano) y tuve que exiliarme junto con mi familia para poner nuestra vida a salvo. Vista a posteriori se trató de una reacción muy prudente, pues al retirarse del poder, aquel golpe criminal dejó un saldo de entre 20 y 30 mil argentinos “desaparecidos” (eufemismo para “torturados y asesinados”). Como yo era adjunct professor de Biología Celular de la Escuela de Medicina de Nueva York, decidí optar por un contrato con dedicación exclusiva en el cargo de profesor de NYU. Pero en estas negociaciones estaba cuando el Departamento de Fisiología, Biofísica y Neurociencias del Cinvestav de México, me ofreció un laboratorio y un cargo de profesor titular. Acepté, años más tarde me otorgaron la nacionalidad mexicana, y desde entonces mis principales actividades fueron las siguientes:

1. Publiqué más de 100 artículos en revistas internacionales de jerarquía.

2. Publiqué una docena de libros, técnicos y de ensayo.

3. El secretario de Educación me nombró “Líder en la Formación de Doctores”.

4. Me dieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y el Internacional de la Organización de Estados Americanos.

5. Fui nombrado profesor emérito e investigador nacional emérito.

6. Desarrollé una nueva teoría sobre la ciencia y su evolución.

7. Intento desarrollar en México una cultura compatible con la ciencia. He creado un programa radial del Conacyt, de una hora semanal, llamado “Platicando con Marcelino Cereijido: hacia una cultura compatible con la ciencia”.

Marcelino Cereijido

Génesis. El exilio en México

Llegué a México en septiembre de 1977. Venía golpeada por la perversión y la crueldad del golpe militar de 1976, después de un año y medio de un muy duro errar por Madrid y por París. Pero traía el tesoro de la batalla colectiva y las herencias de la cultura política argentina, de su lucidez, de su ilustración. Con mi hijo de tres años en los brazos, con la densidad a cuestas de una militancia de riesgos, convicciones, solidaridades y pérdidas esenciales, desembarqué esperanzada.

Lo vivido y su cauda comenzaron a sedimentar en esta tierra de profundidades, y los años que siguieron fueron apuestas a la necesidad de convertir en esfuerzos colectivos los ideales de mi propio bagaje, y los que aprendí de los extraordinarios artistas e intelectuales de este país: Sanampay, el Comité Mexicano de la Nueva Canción, Los Folkloristas, Guillermo Briseño y su rock y su poesía profundamente mexicanos y los conciertos en las combativas normales rurales por todo el país. Las enseñanzas y la amistad con Guillermo Velázquez, sus décimas y revelaciones; el huapango arribeño, la poesía campesina. Los conciertos en todos los espacios solidarios posibles: el Sindicato de Telefonistas, el SME, el de Pascual, agrupaciones campesinas, mítines, huelgas.

Chiapas: la Primera Convención inundada y llameante de Aguascalientes.

El arte de defender la vida, la justicia, el rigor político, poético, y la dignidad zapatistas. Zócalo, Reforma revisitados cientos de veces.

Las lecciones de mis sabios maestros: la larga amistad con Jaime Sabines, Ludwik Margules, Adolfo Sánchez Vázquez, Luis Villoro, Pablo González Casanova, Juan Gelman, Elena Poniatowska, y entre muchos otros, el lingüista Carlos Lenkersdorf: la herencia maya-tojolabal y su Nosotros mirando a los ojos, al corazón que hay en todo el consenso verdadero.

Más de cien unipersonales, la enseñanza de la voz verdadera, la vocación comunitaria, la escritura, la crónica, entre exilios, errancias, migraciones.

Ahora, 39 años después, las muertas, las miles de muertes, Acteal, Aguas Blancas, la guardería ABC, Ayotzinapa…

Estos testimonios, ustedes, y este mi hogar, esta mi tierra. Mi patria.

Hebe Rosell

Cantante, compositora, actriz, narradora oral. Musicoterapeuta. Ha presentado treinta espectáculos unipersonales en Europa y Latinoamérica. Coordina hace 25 años los talleres “Tojol K’umal, la voz verdadera” en diversas instituciones culturales y universitarias del país y del extranjero.

Identidad y memoria

Nací en Córdoba y crecí en la Ciudad de México. Puedo decir que soy mexicana; sin embargo, si pudiera diseñar mi documento de identidad haría una tercera cosa que no dependiera de un país. Esta idea de no pertenencia absoluta a ninguno de los dos países, no es solamente resultado de lo que nos pasa a la mayoría de los hijos de desaparecidos y muertos por la violencia de Estado en el mundo, y que además somos exiliados. Esta extrañeza sobre la identidad la comparto con muchas más personas, y algunos de ellos nunca se han alejado de la ciudad donde nacieron.

La identidad se alimenta de la memoria y esta cambia cada día, con cada experiencia que acumulamos, y con cada historia que escuchamos. Son las instituciones de gobierno las que asocian identidad a nacionalidad, tal vez porque su razón de ser depende de esta diferenciación territorial y política. Para mí es imposible coincidir con las identidades nacionalistas, y decir esto tampoco significa que participe del discurso político del neoliberalismo, aquel donde todos somos iguales —solamente como resultado de que el capital no tiene fronteras—. Al contrario, somos muy diferentes, en cada casa, en cada barrio, en las provincias de un mismo país, en las identidades sexuales, somos diferentes los pobres, los no tan pobres, los ricos y los obscenamente ricos.

Soy maestra, soy mamá, soy hija, y vivo sacudida por el sufrimiento de las madres y padres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, por los más de cuarenta mil desaparecidos que ya hay en México. Ni olvido, ni perdón.

María Inés Roqué

Documentalista y docente. Ha orientado su trabajo al desarrollo de proyectos colaborativos y la creación de relaciones creativas y horizontales en la función pública y en ámbitos privados, siempre en el área audiovisual. Ha dirigido y colaborado en producción de televisión y largometrajes de ficción y documentales en México, España, Australia y Argentina. Actualmente es directora de Ambulante Más Allá.

Decir exilio

El paso de los años (y las sucesivas terapias) ha ido aminorando el peso de la herida, dejando una cicatriz que sólo se siente cuando dedos propios o ajenos se posan sobre ella y la recorren. A veces con delicadeza exquisita, otras veces con una torpeza inenarrable.

De todo ello, de esos 40 años me quedan algunas cosas, como en el breve poema de Pessoa:

* La vida detenida cuando debería estar floreciendo

* La cara oscura de la luna

* El monstruo devorando a sus hijos

* La certeza de que nada volvería a ser como antes

Marta Ferreyra Beltrán

In memoriam

Nací en Córdoba, Argentina, ciudad que dejé junto a mis padres y algunos hermanos el 24 de mayo de 1976. Fui exiliada en México, donde estudié historia. Cuando regresó la democracia a Argentina me fui a vivir a Europa, en donde he vivido la mayor parte de mi vida (27 años). Tengo una hija y pronto tendré un nieto en Francia. Desde 2013 vivo en la Ciudad de México de nuevo. Estudio y trabajo en la UNAM.

De todo quedaron tres cosas

la certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir
y la certeza de que sería interrumpido
antes de terminar.
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente,
de la búsqueda… un encuentro.

Fernando Pessoa

Han pasado cuatro décadas

No hay una forma clara de contar el tiempo transcurrido. Lo más simple es mirar de reojo y contar las arrugas. Llegué en un tiempo muy gris desde Argentina. Gris oscuro, de color asfixiante. Aterricé en estos lares y me encontré envuelto en colores de tonalidades intensas, desde las colinas de mangos y aguacates, entreveradas, hasta los matices coloridos humanos de los nuevos amigos que invitaban a un café de olla, a la entrega de dos camisas de poco uso, una charla sobre la vida, lo vivido angustiado y un vivir deseos, envuelto en papel de china solidario. Pasear entre aromas desconocidos, intensos no pocas veces, de ese chile abriéndose paso desde el comal caliente, de las tortillas inflándose como una falda de gorda risueña, de las carnitas nadando en la manteca de cerdo, vertiginoso aroma. Sin darme cuenta me fueron naciendo raíces en los pies, estaba abandonando el barco de la trashumancia, me enamoré dos o tres veces intensamente, nació mi hijo, repartía volantes contra la injusticia, escribí poemas y leí los de los amigos, me uní a campañas en defensa de lo justo, amasé un poco de la harina revolucionaria, y se brindaba con un vaso de espumante aguamiel, en algún pueblo perdido de Oaxaca, mientras la tierra seca se incrustaba en los ojos y las muchachas jóvenes daban a luz, mientras la esperanza crecía y decrecía por una vida mejor. Mis raíces se formaban, ampliándose, escarbando en la tierra de aquí, pero no dejaban de tener brotes de nostalgia y tuteo de la costa en reposo, y los recuerdos memoriosos de las calles crujientes de otoño. Soy una buena mezcla, así lo espero, un mestizo de norte y sur, de un fluir de río terroso con toda su humedad y el espacio de montaña, de mirar a los ojos de las nubes; los años no pasaron en vano, en medio del dolor propio y ajeno. Aquí me quedaré, a mirar a esa última ola de mar que se entremezclará con la caída suave de las flores de la jacaranda. Las arrugas no lo dicen todo. Hay mucho que contar alrededor de la fogata cálida de la vida compartida. Seguimos.

Eduardo Mosches

Gracias, México

El 24 de marzo de este año se cumplen 40 años del golpe cívico militar que iniciara el terrorismo de Estado más feroz de nuestra historia.

La figura del detenido-desaparecido se convirtió en moneda corriente en la Argentina. Los miles de muertos y asesinados por la dictadura, las apropiaciones de cientos de niños nacidos en cautiverio, los miles de presos abarrotando las cárceles en todo el país y los miles de exiliados fueron la consecuencia del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, que no fue otra cosa más que la instauración, a sangre y fuego, de un proyecto neoliberal de exclusión social y concentración de la riqueza en pocas manos y sectores.

Frente a tal persecución, muchísimos de nosotros no tuvimos opción y debimos buscar refugio y salvar nuestras vidas en otros territorios y continentes. En verdad, por lo menos a mi familia y a mí, en aquellos tiempos no se nos pasó por la mente pensar que podría existir la posibilidad de tener que emigrar algún día.

En ese entonces, México se nos representaba como un hermoso destino turístico para visitar en vacaciones, y enriquecernos con su historia al mismo tiempo que maravillarnos con sus paisajes. Sin embargo, en abril de 1976, México se convirtió en país-refugio para gran parte de mi familia.

Pero encontramos mucho más que refugio y protección. La generosidad con que fuimos recibidos, la solidaridad y cariño con que nos rodearon fueron un bálsamo fundamental para sobrellevar no sólo el desarraigo, las pérdidas y las distancias, sino también, las terribles noticias que recibíamos respecto de la desaparición y muerte de familiares, amigos y compañeros que aún permanecían en la Argentina.

México se convirtió en un ejemplo de brazos incondicionales y generosos que se abrieron para miles de compatriotas. Pudimos reconstruir nuestras vidas, trabajar, estudiar, ampliar las familias, insertarnos y enriquecernos en la cotidianidad de la vida de los mexicanos, deleitándonos, además, con sus sabores, colores y aromas. Casi sin darnos cuenta, entre pesares y pasares, México nos terminó envolviendo y devolviendo un hogar.

Las universidades nos franquearon el acceso a las cátedras y facilitaron también la incorporación de muchísimos argentinos y argentinas a la vasta y rica cultura mexicana de sus teatros, música, diarios y redacciones.

Nos acompañaron solidariamente en nuestras denuncias frente a las violaciones de los derechos humanos y en las actividades militantes para que el tiempo de la dictadura fuera el más breve posible.

De ese encuentro entre nuestros saberes, cultura, valores, hábitos y diferentes miradas, surgió la identidad argenmex, con la cual nos identificamos muchos de los que vivimos allí en aquella época y de los que eligieron hoy seguir viviendo en estas tierras mexicanas.

A 40 años de la llegada masiva de exiliados argentinos, mi más profundo reconocimiento, cariño, y agradecimiento a México por habernos recibido y varias veces soportado.

Quiso el destino otorgarme el privilegio de habitar dos veces estas tierras, primero como asilada política, y luego, 28 años después, como embajadora. Les puedo asegurar que ni bien pisé esta bendita tierra, mi otra patria, en mayo de 2010, tuve la sensación contundente de que nunca me había ido.

¡Gracias México!

Patricia Vaca Narvaja

Asilada política junto a parte de su familia en México, 1976-1982. Su padre y dos primos hermanos se encuentran desaparecidos, y uno de sus hermanos fue asesinado estando preso por causas políticas, durante la dictadura cívico militar. Militante peronista. Subsecretaria de Defensa del Consumidor 2003-2005. Diputada nacional por el Frente para la Victoria, 2005-2009. Embajadora argentina en México, 2010-2015.

Notas


^ 1.  Laura Bonaparte, psicoanalista, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Perdió a tres de sus hijos, a su marido y a dos yernos a manos de la dictadura militar. La cita pertenece al libro de Pablo Yankelevich, Ráfagas de un exilio. Argentinos en México 1974-1983, México, FCE-El Colegio de México, 2009, p. 336.

^ 2.  Como parte de esta memoria fragmentaria y colectiva, invité a algunos amigos argenmex que, como yo, eligieron seguir viviendo en México, a que escribieran un pequeño texto sobre los cuarenta años del exilio. Algunos aceptaron la invitación y aquí están sus testimonios generosos; otros me confesaron que les dolía escribir sobre el tema y que por eso preferían no hacerlo. Mi agradecimiento más profundo a todos ellos. A los que escribieron y a los que compartieron conmigo su silencio. Un agradecimiento muy especial para la querida Patricia Vaca Narvaja, amiga y compañera del exilio, que regresó a este país años después como embajadora de Argentina; sin duda, un privilegio para todos los argenmex.

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