[Publicado en: Revista de la Universidad de México, núm. 146, abril 2016, pp. 31-40.]
El evolucionismo antes de Darwin
Las raíces románticas
Rosaura Ruiz y Bruno Velázquez
Para llegar a la teoría de la evolución enunciada hace poco más de siglo y medio, Charles Darwin se benefició de las intuiciones y planteamientos protoevolucionistas de distinguidos pensadores y poetas del movimiento romántico en Europa: su propio abuelo, Erasmus Darwin, así como el gran poeta Johann Wolfgang Goethe, el autor de Fausto, y el filósofo F. W. J. Schelling.
A partir del siglo XX, y gracias al trabajo de Charles Darwin, sabemos que al concepto de evolución no se le puede relacionar con la idea de progreso en sentido positivo sin caer en un error que ha quedado fehacientemente demostrado como tal. En términos biológicos, evolución y progreso no son equivalentes, por lo que resulta un desacierto científicamente injustificable mantener la creencia de que la transformación de los seres vivos y de las especies en el tiempo tiene un sentido lineal ascendente que apunta hacia una perfectibilidad última y acabada. Sin embargo, y no obstante esto, nos parece relevante y de sumo interés analizar cómo en los inicios de las ciencias biológicas modernas —en la Europa decimonónica y de fines del siglo XVIII— la intuición del fenómeno evolutivo conllevó no sólo una carga importante de este tipo de pensamiento progresista, teleológico y en ocasiones mecanicista, sino también mucho de sentimiento religioso, sensibilidad poética y del librepensamiento característico que se profundizó con la secularización acaecida en el Renacimiento, pero aun más gracias a la crítica realizada por el pensamiento ilustrado.
Lo que hoy conocemos como la teoría de la evolución nació, como toda teoría científica o innovación artística, gracias a la suma de factores, como la necesidad práctica, la pasión por el saber y el conocimiento, la curiosidad que impulsa a desvelar misterios, la creatividad y una intuición particular nacida de la reflexión abstracta propia del pensamiento filosófico. Fue alrededor del ocaso del siglo XVIII y los albores del XIX que muchas de las mentes más brillantes intuyeron, al buscar comprender el porqué de la trasformación y el cambio constante en nuestro mundo, el fenómeno de la evolución como algo subyacente a la naturaleza. Y es específicamente en el movimiento del romanticismo, surgido en la época aquí delimitada, que encontramos una riquísima gama de propuestas protoevolucionistas que van desde las más poéticas, pasando por algunas puntualmente teológico-teleológicas, hasta algunos estudios muy serios y rigurosos en términos científicos que arrojaron no pocos resultados que aún asombran por su tino.
Lo anterior no pretende descubrir ningún hilo negro, pues la relación del pensamiento romántico con el surgimiento de la teoría de la evolución ya ha sido bastante estudiada, lo que no quita que, al menos a nuestro entender, aún haya vetas insuficientemente atendidas y muy dignas de ser exploradas.
Romanticismo y evolucionismo
¿Crees que la Caída es otra cosa que
ignorar que estamos en el Paraíso?
Jorge Luis Borges, “La rosa de Paracelso”.
El pensamiento romántico surge como reacción crítica a la forma tradicional de estudiar y de entender el mundo —específicamente a la escolástica, el empirismo y al escepticismo que imperaban en la época— y ofrece una respuesta al soberbio y desmesurado afán racionalista que pretendía comprender la esencia de todo lo existente (a la res extensa desde la res cogitans) por medio de un método que desecaba y objetivaba a la vida y que, además de profundizar la carga negativa de la arcaica cosmovisión dualista, se presentaba como la herramienta capaz de superar y corregir las limitaciones del entendimiento humano. Lo anterior resulta inaceptable para un pensador romántico pues, desde su perspectiva, esta forma de interpretar la realidad era, si no la principal culpable, sí la culminación de un alejamiento con respecto de la naturaleza y de su verdadera esencia; la caída de la gracia que el ser humano tenía con ella o, como diría Borges en voz de Paracelso, la Caída del Paraíso debido a nuestro olvido de que no hay más allá, ni otro paraíso que no sea este en el cual acontece la vida y se da todo lo que es —pues lo que es es en tanto que existe—. Así, es debido al pensamiento analítico —curioso heredero del dualismo más tajante— que, nos dirá el romántico, se había perdido el sentimiento de unión del ser humano con la alteridad y con el Todo, su sentido de pertenencia con el mundo.
Por otra parte, el romanticismo es también la antítesis del mecanicismo y de la historia natural descriptiva, a los que responde redescubriendo y revalorando las profundidades y las fuerzas ocultas —el misterio— de la naturaleza. De este modo, el romanticismo propone una forma de superar y enriquecer el saber fragmentario e incompleto, surgido del afán cartesiano de especialización del conocimiento (idea que recuperará el positivismo), al tomar la vía contraria que retoma una visión holística del mundo y de la naturaleza, y que aborda su estudio desde una óptica y una sensibilidad ampliada.
Como se ve, los románticos rechazan del pensamiento ilustrado su énfasis en la razón; sin embargo, no faltan casos dentro de esta corriente que, desde una mirada somera, pueden ser clasificados como hiperbólicamente racionales en tanto que creen que la mente científica puede penetrar en las oscuras y nebulosas esquinas del universo, que puede iluminar las más profundas estructuras de la realidad. Pero esto sería una imprecisión muy delicada pues no se puede ignorar que lo anterior, de hecho, puede ser considerado como tal por un romántico, si y sólo si la razón va acompañada y complementada por la sensibilidad —de fondo irracional— y por los frutos del juicio estético.1
Al concepto de mecanismo, prefigurado y expuesto en diversas formas como la idea básica para entender al universo y al mundo de lo viviente por Descartes, Newton, Hume o Kant, los románticos lo reemplazan por la idea de organismo o de la realidad orgánica que, desde entonces, pasa a ser el concepto fundamental desde donde se interpretará y referirá a la naturaleza: algo vivo y en devenir (para nada una estructura seca, muerta y fija que cambia por una serie de pasos mecánicos), que fluye y forma un Todo que es más que la suma de sus partes (los organismos particulares) y que comienza a ser entendida como algo histórico que se proyecta hacia horizontes tan desconocidos como inconmensurables.
El romanticismo es, por una parte, una forma cultural que obedece a un mundo en movimiento. Cuando Fausto dice “En el principio era la acción” (interpretando la frase de Juan Evangelista “En el principio era el verbo”), está definiendo una de las coordenadas básicas de todo el movimiento romántico… el romanticismo podría simbolizarse por el barco, por el espíritu en movimiento, de cambio, que a veces resulta en espíritu de aventura, otra en espíritu de nostalgia por el pasado, pero siempre parte de la idea y del sentimiento de que el universo y el hombre en el universo están de paso y que la naturaleza de todas las cosas es ante todo histórica. En este primer sentido de la palabra, Hegel es romántico. Toda su filosofía está dedicada a encontrar un método que explique el movimiento; toda ella es una filosofía en movimiento que quiere responder al hecho móvil de la realidad.2
Un ejemplo de esta forma de revalorar a la naturaleza como el objetivo central de la reflexión romántica, pero sobre todo de entenderla como un fenómeno histórico vivo y en devenir, lo encontramos —como lo señala Xirau— en la filosofía hegeliana que, sin duda, es uno de los frutos más acabados de esta corriente, aunque sus afluentes y cauces sean más diversos y, a veces, la superen en distintas formas.
En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, G. W. F. Hegel (1770-1831) postula la siguiente idea de la “evolución”:
La variación abstracta que se verifica en la historia ha sido concebida, desde hace mucho tiempo, de un modo universal, como implicando progreso hacia algo mejor y más perfecto. Las variaciones en la naturaleza, con ser tan infinitamente diversas como son, muestran sólo un círculo, que se repite siempre. En la naturaleza no sucede nada nuevo bajo el sol […] Sólo en las variaciones que se verifican en la esfera del espíritu surge algo nuevo [… lo que] obedece a un impulso de perfectibilidad. Este principio, que hace de la transformación misma una ley […] carece de fin y término. La evolución no es, pues, un mero producirse, inocente y pacífico, como en la vida orgánica, sino un duro y enojoso trabajo contra sí mismo.3
Aquí podemos ver que la intuición de la evolución ya estaba lo suficientemente arraigada en la época como para que Hegel mismo partiera de ella en la formulación de no pocas tesis metafísicas, ontológicas y fenomenológicas que resultan fundamentales en la totalidad de su obra. Sin embargo, una lectura detenida de algunos de sus planteamientos sobre el tema nos permite plantear que cuando Hegel utiliza la palabra evolución para referirse a la naturaleza concreta y a su gran diversidad lo hace en el sentido de “desarrollo embriológico”, lo que es propio del preformismo donde, efectivamente, no hay transformación sino sólo desenvolvimiento del embrión. Pero, y aquí lo interesante del caso, cuando Hegel habla del espíritu su idea de evolución cambia y se vuelve más compleja, completa y profunda, pues ahí sí Hegel ve implicada la variación, la transformación y el acaecimiento de la novedad.
Es evidente y no sorprende que el modo hegeliano —y romántico— de concebir a la evolución natural y de intuir algunas de sus formas de manifestación sigue siendo profundamente antropocéntrico y apegado a las ideas ilustradas y racionalistas que subsumían a un segundo o tercer nivel de relevancia ontológica a la naturaleza y a los otros entes con respecto al ser humano —considerado el único ente poseedor de una dimensión espiritual—. Hegel trasladará entonces la idea de la evolución —y su operación— hacia los reinos del espíritu absoluto y la identificará como una fuerza (energeia) con dirección progresiva hacia estados mejores y más acabados de la realidad por medio de un encadenamiento dialéctico de cambios (lo que explica su idea de la perfectibilidad), pero, como ya hemos señalado, sin que esto toque ni permee el ámbito de la naturaleza y de los seres vivos, donde Hegel no identifica ni postula ningún tipo de transformación individual ni, mucho menos, de las especies.
Paralelamente, en la misma época y región, surge otro pensador de talla descomunal que llevó al pensamiento romántico a nuevas y más luminosas alturas: J. Wolfgang Goethe (1749-1832), para algunos el símbolo supremo del romanticismo.
Para el poeta y filósofo, que abrevó y se inspiró del vitalismo y obra de Baruch Spinoza (1632-1677), la idea de que el mundo y sus entes se encuentran en continua transformación no era sólo una convicción sino una certeza y, desde aquí, aplicó de forma profusa los conceptos de devenir, desarrollo y evolución, pero de forma aun más naturalista que el mismo Hegel. Lo que se ve en las siguientes líneas de sus Memorias del joven escritor:
¡Naturaleza! Nos envuelve y nos encierra, y somos impotentes para salirnos de sus límites, para profundizar en su reino. Inadvertidos e imprevenidos, estamos arrastrados y lanzados al torbellino de su danza… Parece que no tiene otra mira que la Individualidad, y sin embargo los individuos son nada para ella. Construye siempre y destruye continuamente, y su talle es inaccesible… Es única artista que todo lo crea, desde la más simple partícula de materia hasta las formas más complicadas, y alcanza la perfección suprema sin el menor signo de esfuerzo.4
Goethe cree que la naturaleza y su obra, en constante cambio y devenir, es ya perfecta; que el individuo y la especie humana no son sino una expresión más de su poder creador aunque, claro está, siga considerando a la humanidad como una manifestación dotada de una dignidad distinta y superior en términos cualitativos a las otras formas de vida. Lo que merece la pena señalar es que la idea de la evolución natural, que en Goethe sí abatía a la explicación creacionista de la religión, era ya una idea que comenzaba a ser aceptada por las más distinguidas personalidades de la intelectualidad europea. Y, aunque esto no signifique que la religiosidad haya sido relegada del pensar y el sentir de la época, sin duda sí puede decirse que su pensamiento —junto al de Erasmus Darwin en Inglaterra (abuelo y gran influencia de Charles del que hablaremos más adelante)— ayudó a abrir definitivamente el camino que después andarían y explorarían, aunque con distinto estilo, énfasis y objetivos, tanto Charles Darwin (1809-1882) como Friedrich Nietzsche (1844-1900) o Henri Bergson (1859-1941).
Aquí cabe mencionar, por su valor testimonial, un par de datos que muestran el evolucionismo de Goethe. Por un lado, su gran amor, Charlotte von Stein, recordaba en sus cartas que su amigo imaginaba que los seres humanos habían sido alguna vez peces, lo que ya nos dice mucho sobre la intuición goethiana en torno de los orígenes de la vida. O, por otra parte, que en la década de 1820 en su serie Zur Morphologie(1817-1824), Goethe propuso un escenario en el que el gigante Megatherium, cuyos restos fósiles fueron descubiertos en Sudamérica, se había transformado en el moderno mamífero folívoro o perezoso. Cuestión esta que muestra, cuando menos, que Goethe ya sospechaba que las especies se transforman a través del tiempo y, por ello, que la vida evoluciona. Pero no sólo, pues ahí mismo Goethe argumenta también que el patrón común de huesos que subyace en los diversos esqueletos de los vertebrados bien pudieron ser transformados a través de la interacción con el medio ambiente, una idea sumamente perspicaz y de avanzada para su tiempo que resulta, a todas luces, digna de una mente formidable.5
Es gracias a los pensadores-artistas típicos del romanticismo —y aquí coincidimos plenamente con Jorge Juanes—,6 a la sensibilidad poética que no está peleada con el pensamiento científico (y que nunca debería estarlo, pues razón y sentimiento, ciencia y arte, cuerpo y mente no pueden ser entendidos sino como dos gestos de un mismo rostro, pues de esta forma es que son inseparables), que se puede lograr el proyecto romántico: hacer propio lo extraño, reinsertar al ser humano en el devenir del mundo que antes se percibía como algo extraño y ajeno, religar los destinos de la naturaleza y del ser humano en uno solo, y comprender este destino compartido como el devenir universal.
Precisamente esto es lo que hacen Goethe y E. Darwin —ambos poseedores de una mente científica y de un talento poético fuera de serie— cuando deciden tomar el camino de la imaginación y la especulación para construir las metáforas y los conceptos que darán forma a sus intuiciones científicas. Pero vale que nos detengamos un poco aquí pues la relación que une a ambos pensadores llega aun más lejos, o al menos así lo cree Richards cuando propone que Goethe posiblemente fue influido por las ideas transformistas planteadas por E. Darwin en su obra Zoonomía, o las leyes de la vida orgánica, en la que se expone la idea de la transformación de las creaturas simples (primeras formas de vida) en la variedad de las especies vivas que pueblan nuestro planeta. Lo anterior Richards lo basa no sólo en las semejanzas y concordancias entre los planteamientos de Erasmus y Goethe, sino en el hecho de que la obra referida de Erasmus fue traducida al alemán casi de inmediato a su publicación y su recepción fue muy amplia en el público germano, sobre todo entre la clase intelectual que mostraba un marcado interés hacia el naturalismo.7
Desde aquí es que podemos señalar que la intuición de la evolución y la construcción de la teoría misma, des de sus primeros esbozos, es hija de esta unión y de este trabajo verdaderamente inter y transdisciplinario, de este espíritu romántico donde confluyen la sensibilidad poética y el rigor del método científico, donde ciencia y arte dialogan y crean en conjunto.
Erasmus Darwin:
Los orígenes de la intuición evolutiva
Uno de los primeros en intuir y pensar a la evolución del modo en que hoy entendemos su concepto, aunque aún sin emplear la palabra misma, fue Erasmus Darwin8 (1731-1802), quien no sólo fue pionero en aceptar la evolución en el sentido moderno, sino que incluso antecedió y quizá sirvió de guía a Jean B. Lamarck (1744- 1829) en su postulación de la “transformación de las especies”.
Entre las características más visibles de la poesía de Erasmus —que incluso era reconocida por dos de los más grandes poetas en lengua inglesa, William Wordsworth (1770-1850) y Samuel T. Coleridge (1772-1834); este último lo llamó “el primer personaje literario de Europa y el hombre con la mente más original”—9 era que la empleaba como un vehículo para expresar sus intuiciones científicas y para transmitir los resultados de sus investigaciones, lo que lo aproxima a otros grandes filósofos-poetas del mundo clásico que exponen sus teorías por medio de un exquisito lenguaje poético (piénsese tan sólo en Lucrecio en su De rerum natura).
Ejemplo de esto es el poema El templo de la naturaleza, del que ofrecemos el siguiente fragmento:
Y así el gran Roble, gigante de madera,
Que soporta en Britania la tormenta;
La Ballena, monstruo inmenso del canal
El noble León, monarca de la sabana,
El Águila que se eleva en los reinos de los aires,
Y cuyos agudos ojos beben del brillo del sol,
El Hombre imperioso que gobierna a las bestias,
De lenguaje, razón y reflexión orgulloso,
Que frunce el ceño y mira con desdén el mundo,
Y se cree a sí mismo imagen de su Dios,
Se levantó de rudimentos de forma y sentido,
¡Un punto embrionario, un ens [ser] microscópico!10
De estas palabras se colige plenamente el espíritu romántico de Erasmus pues, como se ve, concebía a la naturaleza y a la vida en todas sus formas como algo móvil que se desarrollaba a través del tiempo de forma histórica; que todo animal, incluido el ser humano, es producto del desarrollo de un embrión original único y que, de algún modo, todo el mundo físico y natural se encuentra indisolublemente interrelacionado de muy diversas formas, tanto las más patentes como muchas otras aún insospechadas.
El genio de Erasmus era tal que para la década de 1790 sus colegas y pares científicos lo calificaban como el mejor doctor y autor de textos médicos, particularmente tras la publicación de su obra magna Zoonomía, o las leyes de la vida orgánica que desde su aparición fue traducida al francés, alemán, italiano y portugués.11 En dicho texto, E. Darwin aboga por la idea de la evolución biológica aunque aún no con ese nombre, y explica su creencia en que la vida en la Tierra comenzó en “filamentos” microscópicos en los mares primigenios y se desarrolló bajo la influencia de fuerzas naturales en todas las plantas y criaturas conocidas sobre la Tierra, a través de cientos de millones de años, desde los peces, anfibios y reptiles, hasta llegar al ser humano. Así también Erasmus intuyó cómo este proceso de cambio y devenir de la vida misma estaba controlado por una lucha por la existencia, una lucha representada vívidamente en su largo poema El templo de la naturaleza ya referido. A esto hay que agregar que, en Zoonomía, Erasmus, además de introducir el capítulo fundamental “Sobre la generación”, donde explica su intuición evolucionista, también define claramente el mecanismo de selección sexual, diciendo que el resultado del “concurso entre los machos (en algunas especies) es que el más fuerte y más activo de los animales debe propagar la especie, que por tanto tendría que mejorarse”.12
Es mediante estas ideas que se consideró que E. Darwin atentaba contra la Biblia y, evidentemente, cometió con esto un sacrilegio que era imperdonable para sus contemporáneos. Lo que llevó a que El templo de la naturaleza fuese objeto de las más recias y agrias críticas y acusaciones, entre otras, la de ateísmo (lo que podría explicar en buena medida el olvido y la poca difusión que tuvieron su vida y obra posteriormente).13 En este poema Erasmus plantea lo siguiente al referirse al origen y evolución de la vida:
Vida Orgánica bajo las olas sin límites
En el Océano nació y se amamantó en cuevas
[nacaradas;
Primero formas diminutas, invisibles para el ojo,
Se mueven en el fango o perforan las aguas;
Estas florecen en generaciones sucesivas,
Adquieren nuevos poderes y ganan miembros más
[grandes;
De donde germinan incontables grupos vegetales,
Y reinos que respiran, de aletas, pies y alas.
Ahí mismo también nos dirá, revelando así que su idea de la evolución era una parecida a la hegeliana, pues implicaba que el progreso se basaba en un encadenamiento dialéctico de estados continuos de mejora, que “¡Quizá todos los productos de la naturaleza están en camino hacia una perfección mayor!”.14 Pues Erasmus estaba convencido de que todos los organismos vivos con tenían en sí la capacidad de mejorar e, incluso podríamos atrevernos a decir que, implícitamente, quizá también estaba convencido, como los románticos germanos, de que los seres vivos y en especial el ser humano están sometidos a una ley de perfectibilidad.
De nuevo en El templo de la naturaleza Erasmus especula sobre la aparición del ser humano en la Tierra y nos dice que esta se debe a una serie de cambios graduales, a través de milenios, que parten de un origen animal más básico. Lo que Charles, su nieto, no hizo de inicio pues, como sabemos, excluyó en su obra maestra a homo sapiens de su esquema —aunque posteriormente rectificó en El origen del hombre y en toda su obra subsecuente—. Al respecto, se podría decir que la posición de Erasmus no sólo fue muy avanzada para su época sino incluso arriesgada y atrevida al dejar perfectamente en claro que los seres humanos evolucionamos naturalmente de los animales, en vez de ser creados aparte por Dios.15
Conscientes del presente, no ciegos al futuro,
¡Relacionan el razonamiento del reptil con el de la
[humanidad!
¡Doblégate, orgullo envidioso! Observa en conjunto
[las formas hermanas,
¡Tu hermana la Hormiga, tu hermano el Gusano!
De todo esto podemos ver por un lado que las sombras tras las que ha permanecido la figura y el pensamiento de Erasmus son del todo inexplicables, ya no sólo por su originalidad y por su carácter revolucionario sino por la belleza misma de su expresión. En Erasmus encontramos a un apóstol del evolucionismo y de lo que también se conoce como ciencia romántica,16 que no es sino la forma integral y plena en que una mente científica, poseedora de una excepcional sensibilidad estética y de un talento poético extraordinario, logra expresar sus ideas y generar conocimientos de los que nuestra cosmovisión y concepción moderna de nosotros mismos es irrefutable deudora.
Schelling y la Naturphilosophie
Una corriente que también se integra al romanticismo es la de los filósofos de la naturaleza (los Naturphilosophen) quienes, al invocar fuerzas causales para explicar el surgimiento de la vida en el mundo material —por ejemplo, la Bildungstrieb de Johann Friedrich Blumenbach que Goethe retomará posteriormente— sustituyeron a la idea de Dios en cuanto al principio creador y el poder diseñador-ordenar del cosmos. Estas fuerzas intuidas se transformarán por ejemplo, en el caso de Charles Darwin, en la selección natural y la variación, que son dos fuerzas ejercidas sin dirección ni acción externa sobre la materia. Cabe añadir sólo en aras de mayor precisión en este punto que para Charles Darwin la naturaleza no tiene, ni por asomo, un plan de desarrollo como sí lo tiene para Goethe o Friedrich Schelling (1775-1854). Tampoco tiene como objetivo la aparición de la especie humana pues, la de Darwin, es una naturaleza en la que el azar tiene un papel fundamental y, por ello, se ha de aceptar la contingencia en sus resultados. Lo que no es del todo el caso en la postura romántica.
La Naturphilosophie (“filosofía de la naturaleza”) tiene como una de sus características principales precisamente llevar intrínseca la intuición del fenómeno evolutivo pero de forma no “evolucionista”. Esto es, la Naturphilosophie retoma el pensamiento preformista que utiliza el término “evolución” en un sentido de desarrollo embriológico y no en el sentido de transformación de las especies. Lo que no medra en el interés, la riqueza y la gran influencia que tuvieron sus tesis en la posterior configuración de la teoría de la evolución aunque, cabe decir, por más originales y evocativas que son, muchas de ellas resultaron ser equívocos mayúsculos en lo que se refiere a la comprensión y explicación de la evolución biológica y sus mecanismos.
En Schelling, continuador de la filosofía crítica y el idealismo trascendental y heredero de la filosofía del espíritu y la morfología desarrollista, sistemas de pensamiento fundados por Hegel y Goethe respectivamente, encontramos una concepción del organismo (que parece retomar de Kant y con el que se refiere a todo ser vivo, incluidas las plantas, los animales y el ser humano) como una entidad autoproducente de sí que se autoconfigura desde dentro siguiendo fines específicos, idea que difiere diametralmente de la teoría mecanicista. En este sentido, para Schelling la naturaleza es dinámica y es, ella misma, la causa y el efecto de todo lo que produce, por lo que no hay una dependencia de los organismos ni de la naturaleza, vistos como un todo, respecto a nada exterior, llámese fuerza, causa primera o un Dios creador. La naturaleza es para Schelling un todo que es más que la suma de sus partes, esto es, un todo que tiene en los organismos individuales sus partes inseparables y que son, ellos mismos, a su vez un todo. Aquí tenemos una visión que va de lo micro a lo macro y viceversa, que es inconfundible heredera de la filosofía del espíritu hegeliana y que se acopla muy bien a la intuición de la evolución como un fenómeno que acontece a distintos niveles, y que se identifica tanto en las partes individuales como en el todo de un sistema.17
A partir de aquí también podemos ir viendo ya en qué se distinguirá la teoría evolucionista, posteriormente construida, de la Naturphilosophie y algunas de sus tesis. Por ejemplo, y principalmente, de su compromiso vitalista y teleológico —en la teoría de la evolución por selección natural no hay tendencia al progreso y asienta que dicho proceso es contingente y no tiene un punto de llegada ni una meta como fin—, cosa que Schelling creía ver en la naturaleza, como si la vida y su desarrollo realizaran verdaderamente un plan preestablecido, al modo del preformismo donde todo está contenido en el embrión desde el inicio. Sin embargo, al concebir a toda la naturaleza como un inmenso organismo caracterizado por la autoproducción, Schelling va mucho más lejos que sus predecesores y termina por postular algunas ideas no del todo inapropiadas ni extrañas a los procesos de la evolución biológica, pues entiende que no es solamente la materia inanimada la que constituye el origen y la explicación de la vida sino también algo más y que el mecanicismo no es suficiente para explicar los procesos de lo viviente.
Ahora bien, cabe señalar que para el descubrimiento de la evolución es fundamental la idea de la unidad de los seres vivos y, al mismo tiempo, la diferencia de lo biológico con lo inanimado. Cuestión, esta última, que no se da sino hasta Jean B. Lamarck (1744-1829) quien, además de entender que todo lo vivo es parte de un mismo fenómeno, también separa taxonómicamente a los entes inanimados de los seres vivos. Lo que no es el caso de Schelling pues, como hemos visto, su idea es totalmente opuesta: no sólo no existe separación entre los entes orgánicos e inorgánicos, sino que todo lo que existe se funde indistintamente en la unidad de la naturaleza, idea que lo lleva a la convicción de que esta no puede ser explicada mediante principios mecánicos. De aquí se colige que Schelling sea defensor de esa “nueva” metafísica que quiere pensar el espíritu y la materia —pensamiento y extensión— como una unidad que culmina en su idea del Yo Absoluto.18
Otra valiosa aportación de Schelling es el que la dimensión temporal comience a cobrar cada vez mayor importancia frente a la dimensión espacial —como después hará el evolucionismo de Bergson que responde críticamente a las teorías darwinistas—, así como el que la naturaleza, en tanto que historia, ya no sea entendida como un ser, sino como un devenir, que la naturaleza “cobre vida” y deje de ser concebida como un objeto, casi como algo inerte, acabado y muerto.
En cuanto al mecanicismo Schelling dirá que no es suficiente para entender lo vivo, la “materia animada”, pues para ello hace falta algo más que la matemática y las ciencias físicas. Algo más que pareció haber encontrado en el vitalismo —particularmente en Spinoza y su panteísmo resignificado—, pero que posteriormente terminó por no adoptar del todo.19 La solución de Schelling consistió, como se ha visto, en intentar mostrar a la naturaleza como un todo único y a la serie de causas y efectos como una cadena con una finalidad universal. Schelling entonces supone a la naturaleza como el mundo de lo objetivo sometido a un proceso de transformación; la concibe como un organismo viviente que está en crecimiento continuo. Esto es, concibe que la naturaleza progresa pues su devenir se expresa de manera ascendente al generar, continuamente, formas superiores de vida:20
el mecanicismo no es, ni mucho menos, lo que constituye la naturaleza. Porque en cuanto entramos en el reino de la naturaleza orgánica, cesa para nosotros toda vinculación mecánica entre causas y efectos. Todo producto orgánico existe por sí mismo, su existencia no depende de ninguna otra… el organismo se produce a sí mismo, surge de sí mismo; cada planta singular es sólo el producto de un individuo de su especie y, así, todo organismo singular produce y reproduce únicamente su propio género hasta el infinito. En consecuencia ningún organismo progresa, sino que retorna una y otra vez a sí mismo hasta el infinito. Así pues, un organismo como tal no es ni causa ni efecto de una cosa exterior a él y por lo tanto no es nada que se entrometa en la conexión del mecanicismo… la forma es inseparable de la materia, el origen de un organismo como tal, se deja explicar tan poco mecánicamente como el origen de la propia materia.21
Recapitulando en aras de mayor claridad, tenemos que en Schelling hay un rompimiento con la visión dualista tradicional pues, para él, en lo orgánico, hay unidad entre forma y materia, “aquí la forma es absolutamente inseparable de la materia y el concepto del objeto”.22 En la Naturphilosophie es central la idea de la unidad en la naturaleza —de lo orgánico con lo inorgánico y de los organismos individuales con el todo—, pero de un tipo de unidad que además está estructurada teleológicamente, siguiendo un plan y dirigiéndose hacia fines concretos.
Por otra parte, en sus Escritos sobre filosofía de la naturaleza Schelling describe el desarrollo progresivo de la naturaleza como una “evolución dinámica” (“dynamische Evolution”), pero lo hace retomando el término de “evolución” de la embriología preformista, al que simplemente —que no en vano— añade el dinamismo para poder explicar el desarrollo del embrión por medio de etapas de desarrollo que van del microcosmos de la matriz animal, al macrocosmos de la matriz de la naturaleza. No obstante lo anterior, y al avance que esto significó para el pensamiento protoevolucionista y a su intuición principal, esto no llevó a Schelling a continuar profundizando en su idea de la transformación de la vida por lo que, propiamente hablando, no se puede decir que Schelling sea ya un evolucionista.
Por último, en este caso podemos ver cómo muchas de las propuestas e ideas de Schelling fueron retomadas y enriquecidas por otros pensadores románticos de forma tal que a su concepción de la naturaleza y a las proposiciones metafísicas y epistemológicas de la Naturphilosophie, se le agregaron características estéticas y morales, logrando así aproximar lo estético a lo biológico y abriendo una riquísima veta lo mismo para la reflexión filosófica y la sensibilidad poética que para la curiosidad y la creatividad científica.
Cierre
El científico no estudia la naturaleza por la
utilidad que le pueda reportar; la estudia
por el gozo que le proporciona, y este gozo
se debe a la belleza que hay en ella. Si la
naturaleza no fuera hermosa, no valdría la
pena su estudio, y si no valiera la pena
conocerla, la vida no merecería ser vivida…
me refiero a aquella profunda belleza que
surge de la armonía del orden en sus partes
y que una pura inteligencia puede captar.
Henri Poincaré, Ciencia y método23
Y esto es precisamente lo que creemos haber demostrado en los casos particulares de Schelling, Erasmus o Goethe (estos dos últimos los brotes primeros y hasta quizá los abuelos de la teoría de la evolución tal y como hoy la conocemos). Científicos románticos que se adelantaron en la concepción de que la generación y construcción de los conocimientos se vuelve más propicia, plena y seductora desde la práctica transdisciplinaria que incluye a la creatividad poética; que la ciencia ha de nacer de un profundo amor a la vida, y que el estudio de la naturaleza ha de tener, además de una finalidad pragmática, una imprescindible intencionalidad estética pues, como queda claro en toda su obra, “en el encuentro de la literatura con el trabajo científico, la ciencia es ficción y… la poesía es ciencia”.24
Notas
^ 1. R. J. Richards, “The Romantic Conception of Life. Science and Philosophy” en The Age of Goethe, The University of Chicago Press, USA, 2002.
^ 2. R. Xirau, Introducción a la historia de la filosofía, UNAM, México, 2012, pp. 336-337.
^ 3. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal, traducción del alemán por José Gaos, Revista de Occidente, Madrid, 1953, pp.122-125.
^ 4. J.W. Goethe, Memorias del joven escritor, traducción del alemán por José Pérez Bances, Espasa, Buenos Aires, 1952, pp. 36-39.
^ 5. Cfr. R. J. Richards, “The German Reception of Darwin’s Theory, 1860-1945” en M. Ruse, The Cambridge Encyclopedia of Darwin and Evolutionary Thought, Cambridge University Press, 2013.
^ 6. Jorge Juanes, “Discusión” en B. Echeverría, ¿Qué es la modernidad?, UNAM, México, 2009, pp. 54-55.
^ 7. R. J. Richards, “The Romantic Conception of Life. Science and Philosophy”, edición citada, pp. 235-242.
^ 8. “La importancia de la posición que ocupó Erasmus Darwin en la cultura inglesa del siglo XVIII fue documentada por primera vez hace unos veinte años, cuando Desmond King-Hele llamó nuestra atención hacia los ‘escritos esenciales’ de Darwin (1731-1802); y a través de sus publicaciones e interés continuo, el trabajo de Darwin se reconoce actual - mente por su vívida representación de la evolución y el progreso cultural, entrelazados con excitantes descripciones de la ciencia, la tecnología y la sociedad inglesa de la Revolución industrial. Visiones extensivas como estas se encuentran de manera más evidente en los dos amplios poemas de Darwin ‘La economía de la vegetación’ (parte I de El jardín botánico, 1791) y El templo de la naturaleza (1803), publicado póstumamente” (Janet Brown, “Botany for Gentlemen: Erasmus Darwin and ‘The Loves of the Plants’”), Isis 80, 1989, número 4, pp. 593-621.
^ 9. Desmond King-Hele (editor), The Collected Letters of Erasmus Darwin, Cambridge University Press, 2007, p. 9.
^ 10. E. Darwin, El templo de la naturaleza, pp. 28-30. Citado por J. Harrison, “Erasmus Darwin’s View of Evolution” en Journal of the History of Ideas, volumen 32, número 2 (abril-junio de 1971), pp. 247-264.
^ 11. King-Hele, Op. cit., p. 9.
^ 12. Idem.
^ 13. Idem.
^ 14. Patricia Fara, Erasmus Darwin. Sex, Science, and Serendipity, Oxford University Press, 2012, p. 240.
^ 15. Ibidem, p. 246. Véase también J. Harrison, artículo citado.
^ 16. Piénsese en la obra de Heródoto, Sigmund Freud o de Oliver Sacks (recientemente fallecido) como otros ejemplos de ciencia romántica.
^ 17. F. W. J. Schelling, Escritos sobre una filosofía de la naturaleza, Alianza, Madrid, 1996.
^ 18. La Naturphilosophie incluye a los seres humanos en la naturaleza, el individuo como parte de un todo interrelacionado en un sistema teleológico inteligible que puede conocerse a sí mismo a través del pensamiento propio del ser humano. La culminación del proceso progresivo de transformación de la vida hacia etapas más perfectas se da cuando acontece el conocimiento y la intuición de la naturaleza, a partir del pensamiento generado por el ser humano, como autoconocimiento; esto ocurre cuando la naturaleza —que en esta etapa está encarnada en el ser humano— piensa en sí misma. Esto es, la naturaleza toma conciencia de sí misma a través de la reflexión y de la racionalidad humana. Por esto, en Schelling no hay ninguna separación entre lo objetivo y subjetivo, entre la naturaleza (natura naturata) y el pensamiento (natura naturans), entre la materia y la mente. Así, mundo e individuo son una y la misma cosa. Pero, cabe aclarar, esto no significa que en ningún sentido la naturaleza sea la creación del pensamiento humano sino al contrario.
^ 19. Schelling veía esta apreciación primitiva de la naturaleza viviente, este panteísmo spinoziano, como una interpretación bastante más cercana a la verdad que aquella defendida por el pensamiento analítico-racionalista que se condena al error desde el momento que separa al espíritu (las fuerzas o la energeia) de lo material, esto es cuando disloca a la naturaleza en materia inerte, muerta, y pensamiento. Desde esta forma de concebir a la naturaleza y a sus procesos es que nace la dialéctica ascendente expuesta por Schelling al defender la idea de que la naturaleza progresa gradualmente hacia etapas más altas y completas. Una idea de desarrollo progresivo que avanza de animales menos individualizados, menos complejos, a creaturas más complejas y perfectamente individualizadas, alcanzando su apoteosis en el hombre. Y esta evolución natural sería emparejada con el avance de la razón humana, hasta que estos finitos hilos de naturaleza y mente sean entrelazados en el absoluto (Cfr. R. J. Richards, “The Romantic Conception of Life. Science and Philosophy”).
^ 20. R. Ruiz, Positivismo y evolución: introducción del darwinismo en México, UNAM, México, 1987.
^ 21. F. W. J. Schelling, Op. cit., pp. 96-97
^ 22. Ibidem, p. 99.
^ 23. Citado en Luis Poter, “Importancia de la belleza en la ciencia” en Laboratorio de Análisis Institucional del Sistema Universitario Mexicano, UAM, versión en línea
^ 24. Idem.