[Publicado en: Revista de la Universidad de México, núm. 608, febrero 2002, pp. 53-55.]

La mirada del gato. Literatura y erotismo en Juan García Ponce

Raquel Serur


El Gato, en su doble versión, como cuento y como novela, ofrece una entrada privilegiada al tema ineludible en todo acercamiento a la narrativa de este amor, el tema de la conexión entre erotismo y literatura.

La historia de El Gato -quisiera recordar aquí brevemente- es la historia de un ménage a trois, pero de uno muy especial: dos amantes -D y la Sin nombre, en su forma de cuento, o Andrés y Alma, en su forma de novela-, y frente a ellos, con o entre ellos dos, un tercero: precisamente, el gato. El relato nos presenta a la pareja en su inicial, aparentemente perfecta autosuficiencia, con las siguientes palabras:

D vivía solo en su departamento y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos, parecía bastarles.1

Y al tercero, al gato, de la siguiente manera:

El Gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. (p. 175) [...] … el gato se afirmaba cada vez más como dueño del edificio y esperaba receloso que D regresara igual que los porteros, fingiendo indiferencia sobre su esterilla o enroscado en los barrotes de la escalera, con su figura frágil y delicada de gato niño que nunca va a crecer y sin embargo no necesita a nadie. A pesar de que a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siempre algo tierno y conmovedor que incitaba a protegerlo, haciendo sentir que su orgullosa independencia no ocultaba su debi-lidad [sic]. (p. 118)

Condensación misteriosa del viejo edificio en donde está el departamento que habita D (o Andrés), y que es el lugar casi ceremonial del encuentro erótico; personaje a la vez inocente y diabólico, indefenso y soberano, el gato o, mejor dicho, la presencia del gato va ganando poco a poco un lugar en medio de la pareja de amantes, hasta volverse indispensable. El argumento de la historia es en verdad sumamente sencillo: relata los distintos momentos del aparecimiento de esta presencia enigmática en el recinto del amor y la consecuente conversión de ese amor en un hecho él mismo enigmático.

Pienso que la especial composición del trío de personajes involcrado [sic] en el ménage del que nos cuenta la historia ofrece la clave no sólo de la peculiar fascinación que esta historia en particular ejerce sobre el lector sino, en general, de la fascinación que ejerce toda la narrativa de García Ponce; es un trío que involucra no a tres humanos sino a dos humanos y a un animal, un animal que es además, él mismo, sumamente especial: un gato misterioso.

El trío de personajes comprometido en un episodio erótico -trío que a veces se desdobla, a veces se multiplica- es una constante en la narrativa de García Ponce. Para él, el secreto de la relación erótica entre dos está en que siempre, entre los dos o con los dos, hay un tercero; en el hecho de que un “tercero es inherente a la pareja”.

La imposibilidad que habría de que la pareja humana realice apareamiento sexual de manera propiamente humana, es decir, de manera erótica, si no se da en él la presencia más o menos activa o pasiva, más o menos efectiva o imaginada de un tercero; la necesidad que tendría el erotismo de esta “perversión” de la sexualidad animal, que es la intervención de un tercero, es un hecho sobre el que insisten Bataille y Klossowsky, los escritores franceses con quienes García Ponce tiene mayor afinidad; un hecho cuya descripción aporta mucho a la densidad inquietante de la narrativa de este autor.

Hay que señalar, sin embargo, que la presentación literaria de un tercer personaje que actúa en medio de la pareja, y no desde fuera de ella, es un reto sumamente difícil de enfrentar. El tercer personaje del erotismo al que hacemos referencia en el caso de la obra de García Ponce no es el tercero de la pornografía fácil, un tercero que viene o que puede venir, que se teme o se desea que venga, desde fuera de la pareja, a sustituir a uno de los dos personajes originales de la misma; se trata, por el contrario, de un personaje tercero que, paradójicamente, debe aparecer en la constitución misma de la reciprocidad original entre los dos.

Es un reto cuya finalidad García Ponce no resuelve siempre de la misma manera ni -habría también que decirlo- con la misma eficacia. Un reto cuya mejor solución se encuentra, en mi opinión, en la historia de El Gato.

En efecto, en las otras versiones del ménage a trois, que podemos encontrar en la obra de García Ponce, en las que el tercero es otro hombre u otra mujer, la peculiar función del tercero en la en la pareja puede pasar inadvertida. El tercero, el personaje C, puede ser visto como el solicitante o el solicitado de otra pareja posible con uno de los otros dos personajes, con A o con B; un personaje que no viene a completar sino a romper la pareja original, y que, al comportarse de esta manera, puede perder precisamente su función de "tercero". Por esta razón, pienso que la composición del trío erótico en la narración de El Gato ofrece la solución perfecta al problema de presentar al tercer personaje inconfundiblemente en su función de "tercero inherente a la pareja". En ella, el tercer personaje es un ente no humano, un animal; pero es un animal diferente de los otros, dotado a su vez del misterio de una reciprocidad huidiza pero innegable, de la capacidad de ser un "otro" propiamente dicho. El tercer personaje es un gato, una presencia "casi humana", en la medida en que demuestra tener una iniciativa propia, y es por tanto impredecible, pero sobre todo en la medida en que parece estar dotado de la capacidad de mirar, en la medida en que ofrece a los amantes el espejo en el que leen lo que están haciendo. La mirada del gato es el reflejo activo que les dice el sentido de su acción.

Dos ejemplos, tomados de esta narración:

Ahora, los domingos, la pequeña figura gris se había hecho indispensable junto al cuerpo de ella y la mirada de D registraba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también al gato como algo que les pertenecía a los dos sin ser de ninguno y comparaba las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba dormitando, desnuda y con él a un lado, al abrir los ojos después del sueño sentía también como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de nuevo...

... en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama. Sus manos habían tropezado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su amiga y ella había hecho de inmediato un movimiento encaminado a hacer más total el encuentro... (p. 184)

Podría decirse que, en general, en la narrativa de García Ponce prevalece una muy particular elección del sesgo del mundo desde el que éste se vuelve descifrable, decible. Una elección de la clave que abriría los secretos del mundo a la narración, clave que el autor pone a prueba, una vez tras otra, infatigablemente, siempre descontento de los resultados alcanzados, pero cada vez más seguro de que ese sesgo es el más adecuado, de que esa clave es la más válida.

En la retórica exagerada y retadora de los manifiestos que eran usuales para las vanguardias artísticas y literarias hasta los años sesenta, la elección a la que me refiero podía haberse presentado como la propuesta de una "pornografía metafísica”.

En efecto, la narrativa de García Ponce parece obedecer a dos convicciones complementarias entre sí, que conducen a situar en la reactualización verbal de la intimidad del acto sexual, de sus preparativos, su cumplimiento y sus efectos, el núcleo de todo el suspenso narrativo.

1) La primera convicción parte del supuesto de que en el universo de lo íntimo, de la intersubjetividad individual, concreta, en donde se funda el sentido de la existencia humana y en donde se realizan y manifiestan todas las formas de lo real; sobre la base de este supuesto, esta primera convicción afirmaría que es en la dimensión corporal de la intersubjetividad, en la realización del deseo, de la necesidad de la entrega sí mismo al otro en calidad de objeto del placer y de la recíproca conversión de otro también en un objeto de placer, es decir, en el erotismo elemental de la existencia humana -previo incluso a su decantación como erotismo homosexual o heterosexual-, en donde reside el secreto de toda intimidad.

2) La segunda convicción -que es la que daría a la propuesta pornográfica su dimensión propiamente "metafísica"- es de un orden más sutil y enrevesado. Parte del supuesto de que el erotismo es una forma espiritualizada, y en esa medida perversa, de la actividad sexual; una sexualidad animal pero trascendida, es decir, re-fundada y trans-formada por la existencia humana propiamente dicha. Sobre la base de este supuesto, esta segunda convicción afirma que esa trascendencia o transformación eróticas de la vida sexual consiste en el hecho de que ella está siendo puesta en palabras, de que está siendo contada por quienes la viven; consiste en el hecho de ser el motivo de un juego, una ritualización o una estetización, de estar siendo representada o narrada por la mitología, la poesía y el arte.

Al final de la narración de García Ponce podemos leer:

La mañana del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mínimas acciones cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra vez de posición sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún ocultamiento a las manos de D, buscando sin reparar en los periódicos y al no encontrar la esperada figura gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de ella y cerrando los ojos. D se acercó y empezó a acariciarla.

-Lo necesito. ¿Dónde está? Tenemos que encontrarlo -susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato. Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad.

-Quién sabe -dijo D imperceptiblemente, casi para sí como si todas las palabras fueran inútiles mientras se ponía de pie para abrir-, quizás no es más que una parte de nosotros mismos (pp. 186-87).

Cuando en la narración de El Gato, García Ponce imagina como “tercero inherente a la pareja” a un tercero no-humano humano, que concentra toda su presencia en la acción de su mirada enigmática, nos dice mucho acerca de su idea del erotismo y su definición del lazo que conecta al erotismo con el arte y la literatura. La función del "tercero inherente a la pareja" es "espiritualizar" la relación sexual, la de constituirla como un hecho que trasciende la pura animalidad, que se da en una dimensión que sin duda, por un lado, es contingente o carente de necesidad y fundamento pero que, por otro, es autónoma o libre. El tercero es la mirada que al reflejar su acción a quienes la ejecutan, es también la palabra con la que ellos nombran lo que hacen. El tercero es el que mira y narra, el que al mismo tiempo vive y cuenta, el que pone en palabras lo que acontece; el que hace literatura de lo que es vida, y lo hace justamente para que la vida humana pueda ser lo que es, es decir, una vida aparte, diferente de la que es puramente animal. El tercero es así el hecho mismo de la mitificación, la estetización o poetización; un hecho sin el cual -y esta sería tal vez la idea más cara a García Ponce- el erotismo y la vida humana en general serían impensables. Para él, el erotismo sería el tema obligado, más o menos evidente o más o menos secreto, de todo arte y toda literatura; y, a la inversa, la estetización, la poetización, sería la condición ineludible, más o menos negada o más o menos reconocida, de toda existencia humana y por tanto de todo erotismo.

Juan García Ponce invierte los valores del mundo judeo-cristiano en tanto que, para él, el erotismo, cuando deja de ser un centro en sí mismo, cuando pierde su "perversión" constitutiva; cuando el acto sexual se rebaja a su fundamento puramente natural, a la necesidad, innata en el animal humano, de la procreación. Para García Ponce, la más alta espiritualidad se encuentra en el acto erótico que pone a los amantes -aunque sea por un breve momento- fuera del mundo gregario, fuera de todo aquello que desvía necesariamente al impulso erótico, dándole significados que están fuera de él; significados que provienen de una legalidad hecha por los seres humanos para adaptar su sociedad a las necesidades de la lucha para sobrevivir. Llámese religión, familia o moralidad laica, todas las instituciones de esa legalidad le adjudican al erotismo una finalidad ulterior, exterior a él mismo, que lo desvirtúa, la de asegurar la continuidad de la especie.

El utopismo de García Ponce -no hay que olvidar que eligió ser el traductor de Eros y civilización de Marcuse- consiste en pensar que si bien esto no es posible en la monstruosa realidad que vivimos todos los días, devendrá posible en el momento en que, a través del arte y de la literatura, la sociedad se vuelva ella misma una creación humana libre, una obra de arte.

Junto con Marcuse, García Ponce piensa que la literatura sí tiene una función liberadora: que ella es capaz de abrir la percepción, de liberarla de las ataduras que la religión y la sociedad han construído para ella y que inhiben la sensibilidad, bloquean los sentidos, clausuran y cauterizan el acceso a la experiencia erótica.

García Ponce, a pesar de que muchos lectores dirían lo contrario, sí cree en la revolución. No cree que la revolución pueda provenir de una revuelta política sino que ella, el cambio radical de la sociedad, puede venir en el momento en que la palabra, la literatura, el arte, liberen los sentidos y devuelvan a la gente la capacidad de mirar, gustar, sentir, de una manera renovada.

En este sentido, García Ponce se vincula a aquellas propuestas del 68 que se encaminaban a pensar que la sexualidad debe ejercerse con libertad y las tematiza y les propone un sentido. Tematiza el sentido del eros libre, del eros liberado en su literatura, y él mismo es -en tanto que él, como suele decir, escribe para ser su primer lector- el primero en liberar sus capacidades perceptivas, en derivar un aprendizaje de su propia literatura. Su literatura es así, antes que nada, el reflejo y la transformación de su propia vida.

Notas


^ 1.  García Ponce, Juan. Cuentos completos, Seix Barral Editores. México. 1997, p.176.

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