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La fuente bajo sospecha. Sobre hermenéutica y crítica en la investigación histórica

[Publicado en: Marialba Pastor y Francisco Quijano (coords.), La prueba histórica. Casos y reflexiones, Ciudad de México, Facultad de Filosofía y Letras UNAM, 2021, pp. 311-333.]

La fuente bajo sospecha

Sobre hermenéutica y crítica en la investigación histórica

Andrés Luna Jiménez


Los instintos que impulsan a salir de la falsa
situación tienden a encauzarlos hacia un
narcisismo satisfecho con la falsa situación.
Este es un gozne en el mecanismo del mal: una
debilidad que, donde es posible, se toma por
fortaleza. El carácter inteligible acaba por ser la
voluntad racional paralizada.
T. W. ADORNO, Dialéctica negativa

 

Entre un voluminoso archivo de papeles, fichas, anotaciones y otros materiales de trabajo, Hans Blumenberg dejó un proyecto inconcluso que pretendía ser un estudio sobre un conjunto de metáforas hídricas en la tradición occidental. Las líneas con las que comienza este texto, póstumamente publicado bajo el título Fuentes, corrientes, icebergs (2012), sirven como punto de partida para el presente ensayo.

Aun negándose a concederle a la “crítica” la distinción de ser la capacidad más sublime del humano con respecto a sí mismo y a otros, habrá que atender de todos modos al fenómeno histórico de los grandes “llamados al orden” y respetarlo. En ellos se manifiesta la facultad de autocorrección de la historia, aun cuando todavía no haya admitido el presupuesto de que ella misma en general es algo que se hace. Hay dos formas básicas de esos llamados al orden, raíces de todos los demás, que se pueden extraer cual preparados con toda precisión: el llamado “¡A las cosas!” (ad res) y el llamado “¡A las fuentes!” (ad fontes).1

La referencia a la historia en este fragmento no deja de resultar un tanto ambigua, aunque sólo sea en virtud de la polisemia del concepto. No obstante, es evidente que ambos llamados al orden, aquí relacionados de manera sugerente con el trabajo de la crítica, han sido largamente invocados y debatidos como demandas prescriptivas para la investigación histórica, como fórmulas de autocorrección —para usar el término de Blumenberg— de la disciplina frente a los riesgos y equívocos que acarrean la sobreinterpretación y la desmesura en la especulación teórica, entre otras tendencias. Por una parte, tenemos el llamado epistemológico que conmina al historiador a centrarse en las cosas o los hechos (en sí) mismas(os); por la otra, el llamado metodológico a ceñirse a las fuentes, es decir, a lo que ha quedado fijado en los documentos que sirven como materia prima para la reconstrucción del pasado. Una genealogía de estos dos imperativos supondría un recorrido por buena parte de los debates y problemas que han delimitado el campo reflexivo de la teoría de la historia desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.2 En este ensayo se toman como referente para una exploración de las proximidades que surjan entre la hermenéutica y la crítica como dos operaciones potencialmente implicadas en la investigación y la reflexión históricas. Para ello partimos de lo que, con base en los planteamientos de Blumenberg, denominamos —sin ánimo de exagerar la resonancia heideggeriana que la fórmula podría sugerir— el olvido de la metaforicidad de la fuente. Más adelante revisamos la lectura que Paul Ricoeur y Michel Foucault exponen sobre los métodos de trabajo de Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud, con miras a trazar las líneas generales de lo que, a nuestro parecer, puede entenderse como una hermenéutica crítica. Con ello esperamos definir las coordenadas teóricas que nos permitan, en trabajos posteriores, hacer una revisión de algunos autores y propuestas historiográficas que en las últimas décadas han puesto en práctica técnicas de interpretación que pueden ser analizadas como elaboraciones particulares de dicha hermenéutica.

I

El proyecto histórico-filosófico que Blumenberg denominó metaforología implica un posicionamiento categórico frente al problema epistemológico que supone el primer llamado al orden (ad res): existe una distancia infranqueable entre las palabras y las cosas, por lo que no es posible aspirar a una correspondencia o adecuación entre el sentido de nuestros enunciados y la realidad de la que pretenden dar cuenta. Ya la tradición crítica que se remonta a Kant parte de la premisa de que la cosa-en-sí (noúmeno) está fuera de los límites de la razón humana; los objetos de la realidad sólo nos son accesibles mediante los conceptos y categorías que dan forma a nuestra sensibilidad y entendimiento. De ello no se sigue, cabe enfatizar, que el conocimiento o la cientificidad sean imposibles, sino que su posibilidad se abre en la medida en que la operación cognitiva parta del reconocimiento de los límites que esta forma —que, para Kant, es la del sujeto trascendental— establece. La función de la crítica consistiría, precisamente, en identificar dichos límites; de ahí que se trate de una labor que funda su pertinencia en la premisa de una no-correspondencia entre nuestros enunciados o —en un sentido más general— entre el lenguaje y la realidad en sí misma.

Blumenberg suscribe esta premisa kantiana y construye su propio proyecto intelectual con base en la consideración de que esa distancia entre las palabras y las cosas abre el espacio de una distensión de sentido cuya estructura retórica profunda corresponde puntualmente, no a la de los conceptos o las categorías, sino a la de la metáfora. En otras palabras, el ser humano construye sentido acerca de los objetos y entidades que conforman su realidad mediante una operación que consiste, fundamentalmente —como ya había sugerido Nietzsche—, en metaforizarlas. De ahí que la metaforología sea planteada como el estudio de la multiplicidad de formas de producción de sentido y de mundo que los seres humanos han desplegado a lo largo de la historia.3

La adopción de esta perspectiva sugiere una serie de reflexiones acerca del problema del olvido de la metaforicidad de la fuente en la investigación histórica. En principio, es evidente que la denominación fuente, como significante que hace referencia a los documentos, vestigios y demás materiales que emplea el historiador para formarse una idea acerca del pasado, es metafórica; no obstante, las implicaciones epistemológicas y metodológicas de esa metaforicidad no lo son tanto.4 El rastreo que hace Blumenberg —en una revisión que recorre, entre otras, las figuras de Sócrates, Cicerón, Vico, Schelling, Goethe, Heidegger, Benjamin y Freud— muestra la asociación —elaborada y debatida a tal punto que atraviesa toda la cultura occidental— entre la metáfora de la fuente y la búsqueda de un origen, de la pureza o la autenticidad.5 En esta tendencia podríamos inscribir toda forma de asunción ingenua o acrítica de ambos llamados al orden en la disciplina histórica —posiciones positivistas, por ejemplo, aunque no sólo ellas—, donde esa metaforicidad es pasada por alto y, por lo tanto, se busca en las fuentes la posibilidad de aprehender la realidad histórica tal como aconteció —las cosas o los hechos en sí mismos—, en su carácter originario, puro o auténtico. Asunciones de este tipo supondrían que es posible sortear la distancia y arribar a una correspondencia o adecuación, siquiera en términos lógico-formales, entre nuestros enunciados y el pasado, lo cual implicaría que la fuente es, en alguna medida, transparente.

Para pensar esta cuestión, resulta sugerente ampliar la lectura que hace Blumenberg del mito de Narciso en la genealogía de esta metáfora.6 Si la fuente de la ninfa Eco fuera transparente, el apuesto joven no observaría su reflejo en el agua, sino el fondo del estanque. Sin embargo, hay en la fuente una turbulencia, una opacidad en virtud de las cuales la luz —la razón, el entendimiento— se reflecta y, por lo tanto, su propia imagen le es devuelta. La analogía que puede establecerse entre este mito y la investigación histórica es elocuente: en aquello que media nuestra relación con el pasado —ese lugar en el que quizá estamos buscando un origen— existe algo que obstruye o distorsiona nuestra percepción y aprehensión de aquello que deseamos conocer. No es posible aprehender esa realidad pasada tal cual fue, en su pureza o autenticidad, como si aquello que nos posibilita acercarnos a ella fuese transparente. Por el contrario, dado que es más bien oscura, la fuente bien puede devolvernos un reflejo de lo que proyectamos en ella. Más aún, la fuente no sólo es turbulenta u opaca sino, como observó Schopenhauer, también silenciosa.7 Narciso le habla a su reflejo, del que se ha enamorado, pero éste no le responde: no habla. El joven ha construido esa figura especular de sí mismo como objeto de deseo y, ante la imposibilidad de poseerlo, ante el silencio y la no correspondencia de esa imagen, se ensimisma a tal grado que cae en la fuente; se sumerge en su opacidad y su silencio para morir ahogado en ella.8

Quizá esta lectura del mito de Narciso sirva como alegoría de los riesgos que trae consigo el olvido de la metaforicidad de la fuente y como ilustración de aquello que plantea la necesidad de las dos operaciones que interesan centralmente en este ensayo. Es ese carácter turbio y silencioso de las huellas, vestigios y escrituras que posibilitan nuestra aproximación al pasado lo que plantea la necesidad, por una parte, de una hermenéutica, como el trabajo metódico de la interpretación que se requiere en virtud de la opacidad o la notransparencia de la fuente; y, por otra, de una crítica, como analítica de la naturaleza y estructura de esa distancia entre palabras y cosas, pero también como la actitud que es necesario adoptar frente a la ilusión o la imagen especular que nos es devuelta desde nuestra propia proyección.

II

¿Cómo habría que entender la distancia semántica y retórica que implica esa metaforicidad de la fuente? En otras palabras, ¿cómo pensar la distancia y la relación que existen entre el objeto o la escritura que empleamos como fuente y ese sentido que persiguen las preguntas que le hacemos sobre el pasado? Con miras a abordar estos problemas y desarrollar las implicaciones de la alegoría del mito de Narciso, parece oportuno reflexionar en torno a las proximidades posibles entre la hermenéutica y la crítica en la disciplina histórica. Para ello tomamos como referencia los planteamientos expuestos por Paul Ricoeur en el libro Freud: una interpretación de la cultura (1965); en particular su distinción entre una hermenéutica entendida como recolección del sentido y otra como desenmascaramiento o desmitificación.

La investigación filosófica que Ricoeur desarrolla en este libro está guiada por la pregunta sobre qué significa interpretar para el fundador del psicoanálisis. En esta búsqueda, parte de un concepto general de interpretación que define por referencia al de símbolo. En términos generales, interpretar sería el trabajo que se requiere llevar a cabo para descifrar o hacer inteligibles las expresiones simbólicas, es decir, aquellas que presentan una estructura de doble o múltiple sentido: uno primario y manifiesto, directamente accesible, y otros latentes u ocultos, a los que sólo es posible acceder de manera indirecta.9 El símbolo sería, pues, toda expresión gráfica, inscrita en cualquier tipo de soporte o materialidad, que, por su composición retórica y semántica, remite, desde un significado primario, evidente o literal, a otros que no lo son y que requieren de un trabajo interpretativo para hacerse asequibles —por ejemplo, las fuentes empleadas en la investigación histórica—.

En el horizonte del pensamiento filosófico y humanístico de los siglos XIX y XX existe un espectro amplio y heterogéneo de técnicas o procedimientos de interpretación. Como un momento metodológico de su investigación sobre Freud, Ricoeur extrae de esta multiplicidad una caracterización general de dos formas divergentes, dos modelos opuestos que engloban maneras distintas de interpretar que conforman tendencias o, incluso, “escuelas” hermenéuticas. La primera, dentro de la que ubica la antropología simbólica, la fenomenología de lo sagrado y sus propios trabajos, sería una hermenéutica entendida como recolección o restauración del sentido.10 Esta tendencia estaría animada por la convicción de que la expresión simbólica contiene una intención, una propuesta de sentido de segundo orden, que es posible recuperar en su plenitud. Esta intencionalidad estaría estructuralmente inscrita en el objeto por cuanto su sentido inmediato o manifiesto apunta hacia un segundo sentido no evidente a primera vista, que aguarda su explicitación por medio de una interpretación que, por lo tanto, sería vehículo de la realización o el cumplimiento de la intención significante. No se trata, entonces, de la pretensión de lograr la correspondencia en términos de sentido entre enunciados y objetos, sino de la expectativa de arribar desde un sentido primario a un sentido ulterior, realizado y pleno, por medio de un trabajo interpretativo centrado en el objeto.11

Lo anterior implica que esta escuela hermenéutica considera posible remontar la distancia —que puede ser lingüística, histórica, cultural, etcétera— que separa al intérprete de la comprensión de esa intencionalidad de sentido latente en la expresión simbólica. No es difícil percibir en esta expectativa, como el propio Ricoeur reconoce, los ecos, por una parte, de la reminiscencia platónica (anamnesis) y, por otra, de la fe en una revelación por medio de la palabra. Ambas resonancias dan cuenta de una confianza de orden metafísico en la realización del sentido; una espera de la manifestación, por vía del trabajo de la interpretación, de un significado pleno, auténtico u originario. Cabe señalar, no obstante, que no se trata propiamente de lo que en el apartado anterior sugerimos como un olvido de la metaforicidad de la fuente; antes bien, para esta tradición interpretativa es precisamente en virtud de que la fuente constituye una metaforización que es posible la manifestación de un sentido puro a través de ella, pues es sólo mediante una transmisión indirecta o encriptada del sentido —como sucede con el símbolo o la metáfora— que lo sagrado se manifiesta a los hombres.

Ahora bien, a esta hermenéutica entendida como recolección del sentido, Ricoeur contrapone una hermenéutica de la “sospecha”, de la que Marx, Nietzsche y Freud serían los tres “maestros”. Si la primera implica una confianza en la intención significante cifrada en el objeto, la segunda estaría movida por una desconfianza, por la sospecha de que su sentido manifiesto constituye una distorsión o un engaño que tiene la función de encubrir un sentido latente. Es por ello que la interpretación en esta tradición es concebida como un trabajo de desvelamiento o desenmascaramiento, es decir, como una reducción de las ilusiones o las máscaras que nublan u obstruyen la inteligibilidad de la realidad profunda que se desea conocer.12 Sus tres autores paradigmáticos compartirían esta actitud frente al sentido que se presenta como dado, natural o necesario, por lo cual elaboran técnicas de interpretación orientadas a la dilucidación de aquello que éste distorsiona u oculta.

Mientras la hermenéutica a la que Ricoeur se adscribe actualiza la genealogía que va de la reminiscencia platónica a la exégesis bíblica y la fenomenología de lo sagrado, la escuela de la sospecha se sitúa directamente en la estela de la filosofía crítica. Ya Descartes había sembrado la duda sobre el modo en que los objetos se presentan a nuestros sentidos; sin embargo, se sobrepone a ella para fundar la posibilidad del conocimiento —y, en buena medida, la epistemología moderna— mediante la autoafirmación de la conciencia (el ego cogito); lo cual supone, cabe añadir, que ésta es transparente a sí misma. Marx, Nietzsche y Freud desconfían no sólo del objeto, sino también de esta transparencia, y desplazan la duda hacia una conciencia a la que denuncian como conciencia falsa o encubridora, respectivamente, de la realidad socioeconómica, de la voluntad de poder y del psiquismo inconsciente. Asimismo, la crítica kantiana, que busca fundar en la forma trascendental de la razón las condiciones de posibilidad, no sólo del conocimiento, sino también de la libertad —entendida como autonomía de la voluntad—, cede terreno ante esta nueva forma de crítica que procede mediante una interpretación que descubre en esa racionalidad las cifras de la injusticia, la represión y la patología; en suma, el cifrado de las heteronomías, es decir, de las sujeciones del ser humano a poderes impuestos, irracionales e ilegítimos.13

Si bien el proyecto teórico de los pensadores de la sospecha resulta entre sí divergente en aspectos no menores, los tres comparten, plantea Ricoeur, cada uno en su registro de análisis, esta misma actitud y una técnica análoga de interpretación derivada de ella. En el Marx de El capital (1863), ello se elabora en la forma de la crítica de una ideología entendida como la falsa conciencia que, animada por la fantasmagoría y el fetichismo de la mercancía, mistifica el fenómeno de la enajenación y la reificación de las relaciones sociales estructuradas por el modo de producción capitalista. Nietzsche, en La genealogía de la moral (1888), procede mediante el desenmascaramiento de los contenidos latentes emanados de la dominación y la voluntad de poder que se encuentran sedimentados y ocultos en el lenguaje y los valores morales de la tradición occidental. El conjunto de la obra de Freud, por su parte, consiste en el desarrollo de un método de interpretación que va del sueño y el síntoma neurótico a las formas y los objetos culturales —el mito, el rito, la obra de arte, los usos y costumbres—; un método cuyo objetivo consiste en desmontar las ilusiones e ideales por referencia a las cuales se forma la consciencia y en sacar a la luz los contenidos inconscientes que han sido enterrados y cifrados por mecanismos psíquicos, como la represión, el desplazamiento y la condensación.14

Más aún, para Ricoeur estos tres autores coinciden también en que el trabajo de desciframiento persigue una ampliación de la conciencia por medio de la erradicación de las máscaras y de la clarificación de las distorsiones del sentido. Los tres apuntan, pues, a una apertura o extensión del entendimiento de las realidades humanas que habilitaría una praxis liberadora que, de momento, mientras pesen sobre ella la ilusión y el engaño, se encuentra reprimida o cancelada. En el caso de Marx, se trata de una toma de conciencia de la realidad socioeconómica que haría posible para la clase oprimida apropiarse de la organización de la base productiva y, en última instancia, del curso de la historia. Nietzsche persigue la liberación del ser humano de las cadenas de la moral judeocristiana para potenciar su espíritu en la clave dionisiaca y la del superhombre. Freud, por último, busca ensanchar los vasos comunicantes entre los estados consciente e inconsciente para permitirle al individuo una negociación más favorable con sus conflictos anímicos y una atenuación de la intensidad de la contradicción entre el principio del placer y el principio de realidad. Se trata, entonces, en la lectura de Ricoeur, de tres proyectos animados, en última instancia, por la proyección o expectativa de un estado, si bien no de plenitud, sí de disminución de la represión, la injusticia y la patologización del mundo de lo humano.

La oposición planteada por Ricoeur entre una interpretación entendida como recolección del sentido —guiada por la espera de la revelación de un significado estructuralmente intencionado en la expresión simbólica— y una interpretación que se lleva a cabo como desvelamiento —que parte de la sospecha de que, si existe una intención objetivada en el símbolo, ésta consiste en encubrir una realidad que es necesario sacar a la luz—, señala la distinción entre lo que puede entenderse como una hermenéutica fenomenológica y una hermenéutica crítica. Cada una sugiere una actitud particular frente a los problemas epistemológicos y metodológicos implicados en la investigación histórica que antes evocamos mediante la alusión a los dos llamados al orden y a la alegoría del mito de Narciso. Constituyen, pues, maneras determinadas de pensar y aproximarse a los objetos y las escrituras que nos permiten formarnos una idea sobre el pasado que queremos conocer. La primera aspira a sobreponerse a la opacidad de la fuente, a su falta de transparencia, mediante una exégesis animada, según revisamos, por esa confianza metafísica en la manifestación de un sentido pleno y auténtico. Se trata, claro está, de una metafísica distinta de aquélla que subyace a las posturas que pretenden que la correspondencia de los enunciados con la realidad está al alcance de un método y una crítica que, debidamente practicados, habilitarían un acceso directo o transparente al sentido. No obstante, esta hermenéutica fenomenológica persigue finalmente una correspondencia entre el enunciado al que la interpretación da lugar y un sentido originario inscrito en el objeto; correspondencia que estaría asegurada como manifestación de un simbolismo de orden sagrado —así sea este orden entendido, como sucede en el caso de Ricoeur, en términos seculares como “el Lenguaje”—.15

Una hermenéutica crítica, por su parte, supone de entrada un distanciamiento con respecto a ambas apelaciones metafísicas. Sin embargo, en la caracterización de Ricoeur, el perfil de esta interpretación que se practica como sospecha permanece hasta cierto punto incierto; no es, vale decir, su intención desarrollarla en profundidad, puesto que su investigación se identifica más bien con la tradición de la hermenéutica fenomenológica. En particular, no queda claro el estatuto de ese sentido ulterior a cuya consecución está orientada la operación de des-cubrimiento, des-engaño o desenmascaramiento. Cabe señalar que, si bien en Marx, Nietzsche y Freud no están presentes estas apelaciones a un orden trascendente como fuente de sentido, ni las aspiraciones epistemológicas de un realismo ingenuo, Ricoeur encuentra que sus técnicas de interpretación no son meras detractoras de la conciencia, sino que su finalidad consiste en despejar el horizonte para una “palabra más auténtica, para un nuevo reinado de la Verdad”.16

¿Cómo habría que entender estas referencias a la autenticidad y la verdad? ¿Querría esto decir que el sentido al que los pensadores de la sospecha arriban tras la reducción de las ilusiones es finalmente auténtico o verdadero, es decir, de manera última o definitiva? ¿Se trataría, más bien, de una autenticidad y una verdad referidas concretamente al estado histórico de la conciencia que se abre con la erradicación de las máscaras y, por lo tanto, tienen también fecha de caducidad? Planteado de otra manera, si la tradición crítica ha sembrado ya las dudas sobre el objeto y la conciencia, ¿qué duda cabe ahora introducir con respecto al sentido al que da lugar la operación de la sospecha?

III

Un año antes de la publicación del libro de Ricoeur sobre Freud, Michel Foucault presentó una conferencia en la que, en un ejercicio similar al que recién revisamos, traza una serie de analogías entre el método interpretativo y la hermenéutica que se inaugura con Marx, Nietzsche y Freud. Su lectura de los pensadores de la sospecha se inscribe en el proceso de elaboración de la arqueología del pensamiento occidental, la cual quedaría más tarde plasmada en Las palabras y las cosas (1966) y La arqueología del saber (1969). Por lo tanto, las rupturas que estos tres autores introducen en la tradición filosófica y de los saberes de Occidente son leídas en clave de la discontinuidad que la episteme moderna (siglos XIX-XX) constituye frente a las epistemes renacentista (siglo XVI) y clásica (siglos XVII- XVIII). En el marco de esta historización, Foucault parte de una premisa similar a la de Ricoeur, pero elabora acerca de este modelo hermenéutico una lectura distinta que vale la pena revisar desde la perspectiva sugerida por las preguntas con las que concluye nuestro apartado anterior.

Para Foucault, el problema de la interpretación, que atraviesa la tradición occidental desde los gramáticos griegos hasta la hermenéutica del siglo XX, nace de la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice; de que el sentido que éste transmite de forma inmediata encierra un sentido de otro orden, profundo o subyacente.17 Ésta sería la inquietud, acechante a toda reflexión sobre el lenguaje, que las técnicas de interpretación elaboradas por Marx, Nietzsche y Freud actualizan en el tránsito del siglo XIX al XX. Con dichas técnicas se inaugura toda una nueva forma de hermenéutica que tendría como uno de sus elementos fundantes la negación de un Origen (Ursprüng) —ya sea entendido en términos de esencia o bien de sustancia o temporalidad—; es decir: el descreimiento o rechazo de la existencia de una fuente originaria del sentido que se busca. Antes bien, serían precisamente las fórmulas que se postulan como cifras de lo originario lo que tiene que ser puesto, por principio, bajo sospecha, en la medida en que dichas fórmulas hacen pasar por esenciales, naturales y necesarias las configuraciones históricas de la reproducción social, de la moral y las formaciones anímicas represivas o patológicas.18

Asimismo, Foucault señala como característica común a estos tres autores el hecho de que el objeto del trabajo interpretativo es siempre, a su vez, otra interpretación.19 Es decir, la crítica de la economía política de Marx, por ejemplo, no interpreta directamente la realidad histórica o las relaciones sociales de producción, sino que comienza con un análisis y desmontaje de las fórmulas que la economía política clásica había propuesto como explicación del funcionamiento de la circulación mercantil capitalista y de la riqueza que ésta produce. Lo que interpreta es, entonces, la interpretación que hacía pasar por natural y armónico el ordenamiento capitalista de la economía y de las relaciones sociales. El psicoanálisis, por su parte —dado que la dimensión de lo inconsciente no es accesible de manera directa—, es siempre un trabajo vinculado con el relato del paciente o con la expresión cifrada que constituye en sí mismo el síntoma, ya sea en sus manifestaciones individuales o histórico-culturales; tiene que realizarse como lectura de las interpretaciones que el individuo o la cultura formulan a partir de las expresiones de sus propios conflictos inconscientes. El más radical en este sentido es, sin duda, Nietzsche, quien considera, según reza la célebre sentencia de sus escritos póstumos, que “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Para este autor, no sólo no existe un significado originario, sino que, dado que el lenguaje —aquello que establece una relación de sentido entre nuestro entendimiento y la realidad— es fundamentalmente metafórico, toda significación es siempre ya una interpretación.20 Esto implicaría que el trabajo metódico de la sospecha sobre cualquier entramado de signos no puede nunca conducir, finalmente, a la cosa o realidad a la que aspira a hacer referencia, sino siempre a nuevas interpretaciones.

Foucault sigue de cerca al Nietzsche de La genealogía de la moral y adopta para las investigaciones históricas de su etapa genealógica esa misma actitud que sospecha de las palabras que, en el entendimiento común de una época, establecen con aparente naturalidad o transparencia el sentido o la explicación de ciertos aspectos de la realidad y del mundo de lo humano.21 Éstas son leídas como interpretaciones que han sido históricamente impuestas por los poderes y las clases dominantes con el fin de fijar una inteligibilidad o un sentido hegemónicos y, de esta manera, normar u ordenar los comportamientos, el pensamiento y el deseo de los individuos. Esta premisa, sobre la que Marx, Nietzsche y Freud trabajan en grados y registros distintos, sugiere que el lenguaje no es sólo portador de ilusiones y máscaras que se han sedimentado como capas de sentido e historicidad en las palabras, sino que también entraña una suerte de malicia. A contrapelo de la confianza en una intencionalidad benévola del lenguaje, como la que anima la interpretación de la episteme renacentista y la hermenéutica fenomenológica de Ricoeur, Foucault encuentra en Marx, Nietzsche y Freud la sospecha de que en las palabras hay siempre cifrado algo de malévolo o malintencionado. En tanto el lenguaje y los entramados de sentido que median la relación de los seres humanos con el mundo no se desprenden de un origen ni son el vehículo de la expresión de instancias trascendentes o supramundanas, sino que, por el contrario, son formaciones históricas y contingentes, se encuentran cargadas de la historia de los conflictos sociales, de las luchas, opresiones y formas de ejercicio del poder y la dominación.22

Finalmente, Foucault subraya que si no hay un sentido primario ni último que descubrir, si el trabajo de desciframiento conduce siempre a interpretaciones subsecuentes, la interpretación se convierte entonces en una tarea infinita.23 A diferencia de Ricoeur, que observa una suerte de télos estructural en las dos hermenéuticas que contrapone —en tanto que ambas persiguen y parecen concluir con la dilucidación del sentido latente en la expresión simbólica—, Foucault encuentra que Marx, Nietzsche y Freud nos arrojan a un trabajo de interpretación siempre inacabado o inconcluso. Esto se ilustra con especial claridad en la concepción freudiana del análisis de la psique individual, el cual, sobre todo en la medida en que sea exitoso, no puede llegar a término, dado que nunca se resuelven por completo los conflictos anímicos y, por ello, se requiere de un trabajo continuo de interpretación de la cambiante sintomatología que cifra las expresiones del inconsciente.

Ahora bien, Foucault sugiere que este carácter inconcluso del trabajo de la sospecha estaría, no obstante, encaminado hacia un momento de imposibilidad. En el curso de esta serie de desmontajes sucesivos, la interpretación se topa eventualmente con un límite; llega a un punto en el que, ante el riesgo de su imposibilidad, tiene que detenerse y volver sobre sí.24 Este riesgo, tematizado al menos en Nietzsche y Freud, apunta a la posibilidad de que la unidad que constituye al sujeto se escinda o fragmente, lo que equivale a su disolución como sujeto interpretante. En la evocación un tanto vaga de este momento, que para dichos autores refiere a la experiencia de la locura o de la disociación radical del principio de realidad, resuena también —además del trágico destino de Narciso— la imagen de la disolución de la figura del hombre con la que Foucault concluye Las palabras y las cosas, que sería signo del fin de la episteme moderna.25

Este punto límite sería entonces, en términos epistemológicos, el límite histórico de todo constructo del pensamiento humano, el límite infranqueable que mueve a la interpretación a detenerse y a volver sobre sí misma, es decir, a reflejarse. Foucault se pregunta, a modo de conclusión, si acaso esta hermenéutica de la sospecha, que es siempre inacabada —como si estuviese animada por una falta o ausencia que intenta continuamente subsanar sin éxito—26 y finalmente se refleja sobre sí, conduce al ser humano, como sujeto interpretante, a un nuevo juego de espejos, a un entramado de imágenes que le son reenviadas desde su proyección como sujeto que sospecha. Estas alusiones a un retorno especular de la interpretación y a la disolución del sujeto interpretante, nos devuelven, pues, a la alegoría del mito de Narciso. De modo que Foucault se pregunta si los pensadores de la sospecha, “al envolvernos en una interpretación que se vuelve siempre sobre sí misma, no han constituido para nosotros y a nuestro alrededor estos espejos, que nos reflejan imágenes cuyas heridas inextinguibles forman nuestro narcisismo de hoy”.27

En un pasaje célebre, Freud se refiere a las tres grandes heridas que han sido infligidas al narcicismo de Occidente: primero, la de Copérnico, que descentró cósmicamente el mundo que habitan los hombres; después, la de Darwin, que aterrizó la filogénesis del ser humano, como un animal más, en la historia natural y evolutiva de las especies; y, por último, la del propio Freud, por cuanto el psicoanálisis muestra que la conciencia, de tantas maneras hipostasiada por la tradición occidental, se encuentra inadvertidamente gobernada por la dimensión de lo inconsciente.28 La inquietud con la que Foucault concluye su análisis de este modelo de interpretación nos advierte, entonces, sobre el riesgo de que, en su dinámica de desmontajes subsecuentes, llegue al punto de proporcionar los reflejos que conformen nuevas figuras del narcisismo.29

Así pues, ¿la práctica de esta hermenéutica crítica conduce de manera necesaria, bien a su agotamiento histórico y disolución, bien a una nueva condición especular y narcisista, donde el entendimiento guiado por la sospecha, en lugar de continuar desenmascarando interpretaciones hipostasiadas, deviene ella misma hipóstasis? Si es razonable pensar en evadir ambos desenlaces, ello se debe a la posibilidad de que la interpretación retorne, no en forma de reflejo sino como sospecha de sí misma, como interpretación crítica de sí; de que se someta a la operación de desmontaje de los cifrados inconscientes que necesariamente va produciendo en su ejercicio, como sucede en cualquier práctica y disposición reflexiva histórica y culturalmente codificada. De esta manera, Foucault sugiere —aunque no lo desarrolla demasiado en esta conferencia— que ese carácter infinito o siempre inacabado del trabajo interpretativo puede tramarse en una dinámica cíclica en la que, ante la confrontación con su límite, vuelve sobre sus pasos y se autoconstituye como objeto de sospecha, tras lo cual, en el mejor de los casos, tendrá que comenzar de nuevo.30 En este sentido, más que hacer una invitación a distanciarse del horizonte hermenéutico abierto por Marx, Nietzsche y Freud —que podría ser la conclusión de una lectura poco profunda—, las observaciones de Foucault previenen contra una interpretación ensimismada, que corre el riesgo de devenir autorreferencial o autocomplaciente, y apuntan a la necesidad de una crítica histórica continuamente renovada a la luz de los límites demarcados por su propia historicidad.31

A modo de conclusión

Iniciamos este ensayo con la alusión de Blumenberg a los llamados “¡A las cosas!” y “¡A las fuentes!”, cuyas elaboraciones como demandas prescriptivas para la disciplina histórica, al ser reflexionadas, abren toda una serie de discusiones epistemológicas y metodológicas. El primer llamado puede decantarse en el problema de la relación de sentido entre las palabras y las cosas —los acontecimientos o hechos pretéritos— que la operación historiográfica se propone establecer. El segundo conduce a preguntarnos sobre el modo en que concebimos y leemos las fuentes que empleamos para formarnos una idea y escribir sobre el pasado. La evocación del mito de Narciso —que, por supuesto, puede ser desarrollada mucho más de lo que se ha hecho en este ensayo— permite alegorizar los riesgos que entrañan las asunciones irreflexivas o ingenuas de ambos llamados, así como los abordajes que no reconocen aquello que, siguiendo a Blumenberg, caracterizamos como la metaforicidad de la fuente; es decir, esa brecha que se abre entre lo que es, a primera vista, legible del significante y el sentido latente que buscamos descifrar en los materiales que median nuestra relación con el pasado. El olvido de este carácter metafórico o la disposición acrítica frente a él, pueden conducir a la disciplina histórica, sobre todo cuando se configura como una práctica discursiva institucionalmente sancionada, a su constitución como dispositivo de producción de ficciones de la identidad del sujeto humano y, en esa medida, de preservación de su opacidad, de negación de su contingencia e historicidad.

Son estos riesgos, entre otros, los que plantean la necesidad de un trabajo reflexivo sobre las operaciones de la hermenéutica y la crítica en la investigación histórica, entendidas, la primera, como el método de interpretación que se requiere para descifrar, a partir de los contenidos manifiestos en la fuente, sus sentidos no evidentes; y la segunda, como analítica de las relaciones (im)posibles entre enunciados y realidades pasadas, pero también como la disposición —la sospecha— que es preciso adoptar frente a aquello que en esos sentidos manifiestos puede conducirnos a equívocos. En principio, si atendemos a sus genealogías en la tradición de los saberes de Occidente, la hermenéutica y la crítica se nos presentan como operaciones distintas e, incluso, en algunos contextos teóricos, contrapuestas. No obstante, a la luz de lo que hemos desarrollado en este ensayo, la pertinencia de sus proximidades, confluencias o, más aún, de su fusión en una misma operación, puede advertirse por contraposición a la perspectiva de una hermenéutica sin crítica, y viceversa; es decir, de una práctica interpretativa que no se somete a sí misma a examen y, en esa medida, puede acabar por devolvernos las imágenes de lo que proyectamos en ella, y de un ejercicio de la sospecha que no asume su condición necesariamente interpretante y que, por lo tanto, puede conducir a la pretensión de remontar la distancia entre las palabras y las cosas para lograr, finalmente, su correspondencia.

Dichas proximidades y confluencias son las que se prestan a ser exploradas en la figura de la sospecha, como una hermenéutica crítica, en sus distintas elaboraciones y lecturas. Mientras que para Ricoeur esta técnica de interpretación apunta al desvelamiento o desenmascaramiento de una realidad oculta —aunque no queda claro si ésta es, finalmente, verdadera o auténtica—, para Foucault no puede sino dar lugar a máscaras sucesivas, por lo que el sujeto interpretante se ve conducido a ese juego en el que las apariencias que va quebrando van haciendo aparecer nuevas imágenes de sí, nuevas ficciones de su propia identidad. Con todo, esta observación no conduce a renunciar al empeño en esta operación que parece no tener fin; por el contrario, señala la necesidad de llevar a cabo un ejercicio continuamente renovado de la crítica; un trabajo perenne de autorreflexión y confrontación de la interpretación con sus límites históricos y epistémicos.

Queda pendiente, como materia para futuros trabajos, realizar una exploración de las maneras en que lo que aquí hemos caracterizado como una hermenéutica crítica o de la sospecha, ha sido puesto en práctica de maneras concretas, por demás diversas y sugerentes, en el horizonte de la investigación y la escritura de la historia en las últimas décadas.

Notas


^ 1.   Hans Blumenberg, Fuentes, corrientes, icebergs, ed. de Ulrich von Bülow y Dorit Krusch. Trad. de Griselda Mársico. México, Fondo de Cultura Económica, 2016, p. 13. “Auch wenn man >Kritik< nicht als die erhabenste Fähigkeit des Menschen gegenüber sich selbst und anderen ausgezeichnet wissen möchte, wird man doch dem geschichtlichen Phänomen der großen >Ordnungsrufe< Beachtung und Achtung zuwenden müssen. In ihnen demonstriert sich die Fähigkeit zur Selbstberichtigung der Geschichte, auch wenn von ihr die Voraussetzung noch nicht angenommen worden ist, sie werde durchgängig selbst gemacht. Zwei Grundformen solcher Ordnungsrufe lassen sich, als die Wurzeln aller anderen, aufs präziseste herauspräparieren: der Ruf >Zu den Sachen!< (ad res) und der andere >Zu den Quellen!< (ad fontes)” (H. Blumenberg, Quellen, Ströme, Eisberge. Herausgegeben von Ulrich von Bülow und Dorit Krusche. Berlin, Surkamp Verlag, 2012, p. 9). La traducción de este fragmento al español plantea toda una serie de dificultades de carácter teórico y filológico. Cabe señalar especialmente la ambigüedad del concepto de historia, sobre cuya polisemia no es necesario ahondar aquí; por otra parte, ocurre lo mismo con la traducción de la fórmula latina ad res, que puede traducirse, como consta en la edición que aquí citamos, como “a las cosas”, mientras que en otros contextos puede aludir “a los hechos”. Ambas traducciones posibles tienen importantes implicaciones, distintas en cada caso, con respecto a los problemas tratados en el presente ensayo. Nos ceñimos mayormente a la traducción “a las cosas” en virtud de su pertinencia en términos epistemológicos más generales. No obstante, en ocasiones tomamos como referencia la traducción “a los hechos”, debido a su relevancia para los problemas propios de la teoría y la metodología de la disciplina histórica. Quede el lector al tanto de la ambigüedad de este “llamado al orden”, que en cualquier caso será importante considerar en ambos sentidos. Agradezco a Marialba Pastor, Horst Kurnitzky y Miranda A. Martínez Bonfil por su ayuda y sus valiosos comentarios acerca de los problemas que supone la traducción de esta cita, así como de sus implicaciones con respecto a lo que se desarrolla a lo largo de este texto.

^ 2.  Blumenberg recuerda que: “‘La escuela de las fuentes’ era el mote respetuoso dado a la generación de Ranke y sus discípulos por los historiadores de la generación inmediatamente posterior. La naturalidad con la que aquella había creído que podía extraer el hecho histórico directamente de las fuentes controladas por la crítica, liberadas de todo elemento interpretativo, fue sustituido por el lema: ‘El verdadero hecho no está en las fuentes’”, que aparece en la Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia de Johann Gustav Droysen (Hans Blumenberg, Fuentes, corrientes, icebergs, op. cit., p. 15).

^ 3.  H. Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, 2da. ed. Trad. y est. introd. de Jorge Pérez de Tudela Velasco. Madrid, Trotta, 2018, pp. 33-37.

^ 4.  “El llamado ‘¡A las fuentes!’ es una metáfora y es la quintaesencia de una demanda que sólo es posible en el plano retórico. Las fuentes siempre están perdidas, siempre quedan a espaldas de la historia” (H. Blumenberg, Fuentes, corrientes, icebergs, op. cit., p. 14).

^ 5.  Ibid., pp. 13-84

^ 6.  Ibid., pp. 14-15, 62-66.

^ 7.  Ibid., pp. 51-52.

^ 8.  Al igual que Sócrates, “tampoco Narciso bebe de la fuente de la ninfa Eco, solamente mira en el interior y muere por no entender el secreto del reflejo” (Ibid., p. 62).

^ 9.  P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, 10ma. ed. Trad. de Armando Suárez. México, Siglo XXI, 1999, pp. 22-28.

^ 10.  Más específicamente, Ricoeur piensa en la epoché husserliana, los trabajos de Maurice Leenhardt, Gerardus van der Leeuw, Mircea Eliade y sus propias investigaciones sobre la “simbólica del mal” (Ibid., pp. 29-32).

^ 11.  Sin duda, la consigna de la fenomenología y la epoché husserliana de centrarse en los objetos representa una actualización en el siglo XX del llamado “¡A las cosas!” (ad res).

^ 12.  Ibid., pp. 32-35.

^ 13.  Acerca del distanciamiento de la hermenéutica de la sospecha con respecto a la crítica de Kant, Ricoeur hace un señalamiento más puntualmente epistemológico: “ya no es la cuestión kantiana de saber cómo una representación subjetiva puede tener una validez objetiva; esta cuestión, central en una filosofía crítica, retrocede en beneficio de una cuestión más radical: el problema de la validez permanecía en la órbita de la filosofía platónica de la verdad y de la ciencia, a los que se oponían como contrarios el error y la opinión; el problema de la interpretación se refiere a una nueva posibilidad que ya no es ni el error en sentido epistemológico, ni la mentira en sentido moral, sino la ilusión” (Ibid., p. 27).

^ 14.  Cabe destacar que el proyecto hermenéutico del psicoanálisis, orientado a la comprensión de esa interioridad opaca del ser humano que constituye la dimensión de lo pulsional y del inconsciente, es profuso en metáforas hídricas, particularmente la de la fuente. Como recuerda Blumenberg, el lenguaje de Freud está lleno de fuentes: fuentes psíquicas, fuentes oníricas, fuentes de estímulo, etcétera (vid., H. Blumenberg, Fuentes, corrientes, icebergs, op. cit., pp. 34-37).

^ 15.  “Finalmente, lo que está implícito en esta espera es una confianza en el lenguaje; es la creencia de que el lenguaje que lleva los símbolos es menos hablado por los hombres que hablado a los hombres, que los hombres han nacido en el seno del lenguaje, en medio de la luz del Logos ‘que ilumina a todo hombre que viene a este mundo’. [...] Debo decir, en verdad, que ella es la que anima toda mi investigación” (P. Ricoeur, op. cit., p. 30).

^ 16.  Ibid., p. 33.

^ 17.  M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx. Trad. de Alberto González Troyano, est. prelim. de Eugenio Trías. Barcelona, Anagrama, 2009, p. 28.

^ 18.  “Negación de la ‘Robinsonada’, decía Marx; la distinción, tan importante para Nietzsche, entre el comienzo y el origen; y el carácter siempre inacabado del desarrollo regresivo y analítico en Freud” (Ibid., p. 39).

^ 19.  Ibid., pp. 42-43.

^ 20.  F. Nietzsche, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, 2da. ed. Ed. de Manuel Garrido, trad. de Manuel Valdés et al Madrid, Tecnos, 2010, pp. 11-38.

^ 21.  M. Foucault, “Nietzsche, la genealogía y la historia”, en Microfísica del poder, 2da. ed. Ed. y trad. de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Madrid, La Piqueta, 1991, pp. 7-22.

^ 22.  “¿Por qué Nietzsche genealogista rechaza, al menos en ciertas ocasiones, la búsqueda del origen (Ursprüng)? [...] Buscar un tal origen, es intentar encontrar ‘lo que ya estaba dado’, lo ‘aquello mismo’ de una imagen exactamente adecuada a sí; es tener por adventicias todas las peripecias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los disfraces. Es intentar levantar las máscaras, para desvelar finalmente una primera identidad. Pues bien, ¿si el genealogista se ocupa de escuchar la historia más que de alimentar la fe en la metafísica, ¿qué es lo que aprende? Que detrás de las cosas existe algo muy distinto: ‘en absoluto su secreto esencial y sin fechas, sino el secreto de que ellas están sin esencia, o que su esencia fue construida pieza por pieza a partir de figuras que le eran extrañas’” (Ibid., pp. 9-10).

^ 23.  M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, op. cit., pp. 38-41.

^ 24.  Idem.

^ 25.  “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. [...] si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, 2da. ed., correg. y aum., 32da. reimp. Trad. de Elsa Cecilia Frost. Buenos Aires, Siglo XXI, 1968, p. 375).

^ 26.  Resultaría sugerente poner esta idea en relación con el planteamiento que Michel de Certeau desarrolla en algunos de sus textos, donde refiere a la ausencia o la pérdida como una suerte de pulsión historiográfica que anima en lo profundo la investigación. Vid. Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción, 2da. ed., 2da. reimp. Ed. de Luce Girard, trad. de Alfonso Mendiola y Marcela Cinta. México, Universidad Iberoamericana, 2003. 168 pp.

^ 27.  M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, op. cit., p. 34.

^ 28.  S. Freud, Obras completas, tomo 17, 2da. ed., 3era. reimp. Ord., coments. y notas de James Strachey, trad. de José Luis Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 131-135.

^ 29.  Cabe recordar también la sugerente alusión de Freud a lo que denomina el “narcisismo de las pequeñas diferencias”. Con este concepto se refiere a un modo de singularización o afirmación patológica de la identidad del sujeto que, para llevarse a cabo, necesita enfatizar su diferencia con respecto a las alteridades más parecidas a él, hasta el punto de constituirlas como objeto de odio, desprecio o, incluso, de actitudes violentas. ¿Puede esta interpretación infinita devenir la proveedora de las imágenes con las que se construye este narcisismo hostil con las diferencias, incluso las más próximas? Vid. S. Freud, Obras completas, tomo 18, 2da. ed., 4ta. reimp. Ord., coments. y notas de James Strachey, trad. de José Luis Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 213-226.

^ 30.  M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, op. cit.., pp. 48-49.

^ 31.  En la etapa final de su obra, Foucault desarrolló de manera más consistente esta perspectiva sobre la crítica. Vid., M. Foucault, “¿Qué es la Ilustración?”, en Estética, ética, hermenéutica. Obras esenciales. vol. III. Intro., trad. y ed. de Ángel Gabilondo. Barcelona, Paidós, 1999, pp. 335-352.

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