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Modernidad: Versiones y dimensiones
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 [Reseña de: Gilly, Adolfo, Nuestra caída en la modernidad, Joan Boldó i Climent Editores, México, 1988.]

 

Adolfo Gilly: resistir la modernidad de fin de siglo

 

Rosa Isela Flores

 


México, afirma Adolfo Gilly en Nuestra caída en la modernidad, ha experimentado varias modernidades impuestas desde arriba. La primera, la del Renacimiento italiano, la Reforma protestante y el descubrimiento del Nuevo Mundo, llegó a este territorio con la Conquista. La segunda, la de la revolución industrial y la extensión del nuevo mercado mundial, la de las mercancías de ultramar, la del iluminismo, penetró trabajosamente a la Nueva España. La tercera, la del capitalismo posterior a la Comuna de París, la de la Belle Époque, el progreso, la ciencia, el positivismo y el imperialismo, estalló con el Porfiriato. También se han presentado en el país esfuerzos por alcanzar una modernidad alternativa a éstas. La historia de la muy larga transición todavía incompleta hacia otra modernidad comienza con Miguel Hidalgo y José María Morelos. Los episodios más destacados de esta inconclusa transformación son la revolución de Independencia, la revolución zapatista y la organización de trabajadores, maestros e intelectuales durante las reformas de los michoacanos Cárdenas y Múgica. 

 

En los años ochenta del siglo pasado, diagnostica Gilly, México se encontró nuevamente frente a una de las fronteras siempre huidizas de la modernidad. Tal situación se debía a la reestructuración capitalista sucedida a inicios de la década de los ochenta que sumió en crisis a este país y al resto del mundo. El capital y su Estado, dueños de la iniciativa desde el comienzo del decenio, planearon su salida de la crisis mediante una serie de proyectos modernizadores: la reestructuración de su economía, una nueva inserción en el mercado mundial y, en consecuencia, un nuevo modo de dominación. La nueva modernidad impuesta desde arriba buscaba volver a dividir en dos a la sociedad, la de los incluidos y la de los excluidos, la de los protegidos y la de los desprotegidos, la de los establecidos y la de los acampados, mediante el regreso al pasado anterior al Estado social y a las conquistas obtenidas por los trabajadores en la cuarta década del siglo. A través de los seis capítulos que integran Nuestra caída en la modernidad, publicado en la segunda mitad de los años ochenta, Adolfo Gilly se propone “explicar y poner en relación  la lógica y los proyectos de la reestructuración capitalista en la economía, la sociedad, la producción y la educación, esa modernidad que se nos viene encima como una pérdida, una soledad y una caída”. La reestructuración central de los proyectos quedó formulada en el Plan Nacional del Desarrollo 1983-1988 y consistía en exportar y desplazar el centro de gravedad de las exportaciones y el petróleo a las manufacturas.

 

La situación, según Gilly, posibilitaba sólo tres respuestas: asumir y sufrir la modernización desde arriba en aras del progreso; criticarla en defensa de aquello que destruye; o resistirla en nombre de otra modernidad, alternativa y solidaria, imaginada y posible. La última opción formaría parte de aquella transición iniciada por Miguel Hidalgo y José María Morelos. El académico marxista apostaba por esta respuesta.  

 

El tránsito hacia cada tipo de modernidad se realiza generalmente a través de vías diferentes: la “revolución pasiva” y la revolución. La primera es el camino clásico tomado para llegar a la modernidad de los de arriba. La revolución es la vía que lleva a la modernidad otra. Quien abre la puerta a las revoluciones –al menos este ha sido el caso de las mexicanas– es la paradoja inherente a las modernidades desde arriba. Ésta consiste en que las nuevas ideas que buscan imponer los dominadores atentan contra aquellas que sostienen el modo de dominación actual. El elemento ruptura, venido de los miembros de la comunidad de arriba, funciona como detonador de las revoluciones. Este fenómeno moderno se da efectivamente cuando los intelectuales, miembros de la comunidad de arriba, llevan sus cualidades a la comunidad de abajo y las utilizan para construir un futuro en favor de ésta. El profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM propone aprovechar el momento de reestructuración impulsado desde arriba para continuar la transformación hacia una modernidad alternativa.

 

En Nuestra caída en la modernidad, el también autor de La revolución interrumpida El cardenismo: una utopía mexicana, se vale del concepto de modernidad para nombrar una serie de proyectos de transformación nacional en la sociedad, la política, la cultura, pero principalmente en la economía, impulsados por la clase dominante mexicana en el marco de la crisis de la década de los ochenta. El objetivo principal de la reestructuración consistía en hacer entrar al país a una nueva fase del desarrollo capitalista a través de su inserción en el mercado mundial como exportador de productos manufacturados. Tales cambios significaban “una destrucción y una caída para los más, una edad de oro de progreso y poder para los menos”.  Modernidadademás hace referencia en este texto a dos maneras de cambiar al país, la de los de arriba y la de los abajo. La primera busca romper completamente con el pasado y la segunda utiliza el pasado para construir el futuro. Modernidad también significa aquí un futuro deseable, imaginado y posible.
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