[Publicado en: Norteamérica, vol. 4, núm. 1, ene-jun de 2009.]
Una mirada crítica sobre la Modernidad
Entrevista con Bolívar Echeverría
Ignacio Díaz de la Serna, José Luis Valdés Ugalde y Javier Sigüenza Reyes
En diversas ocasiones has indicado que la Modernidad fue primordialmente un proyecto civilizatorio. ¿En qué consiste dicho proyecto?
BE: No me atrevo todavía a hablar así, en pasado, de la Modernidad y la civilización. Pienso que, pese a lo mal llevado de la modernización de lo premoderno, junto con una rebarbarización de lo civilizado, se abren campos en todas partes que parecen conducirnos ineluctablemente a la catástrofe. De todos modos, la voluntad de vivir una vida civilizada y de hacerlo de manera moderna posee una fuerza que no debería menospreciarse, aunque su acción –gracias tal vez a una astucia suya involuntaria– sea difusa y escondida.
El proyecto civilizatorio que es necesario adjudicarle a la Modernidad es un proyecto de refundación radical. Un proyecto dirigido a rehacer y recomponer lo mismo el sentido de la relación entre lo humano y lo otro (lo no humano o “naturaleza”) que el sentido de la relación entre el individuo singular y el individuo colectivo. Es un proyecto que despierta con los primeros –incipientes– efectos de la revolución técnica de los medios de producción y consumo que, según los historiadores de la técnica, comenzó a esbozarse en la Edad Media europea, a comienzos del segundo milenio. Se trata de un proyecto que, más allá de la pareja que juntó por milenios la precaria sobrevivencia de los muchos con el fabuloso despilfarro de los pocos, persigue con visos realistas la construcción de un reino de abundancia generalizada; que persigue, en consecuencia, el reordenamiento de las relaciones de convivencia social de un modo tal, que su sistema no implique el sacrificio o la represión de las pulsiones individuales, sino tan sólo su conformación en un juego de formas capaz de sublimarlas.
El proyecto profundo de la Modernidad busca una vida civilizada basada en la abundancia y la emancipación. La vigencia o vitalidad del mismo se deja percibir bajo la forma de brotes o destellos “disfuncionales” en medio de la Modernidad “realmente existente” que se ha venido imponiendo desde el siglo XVI y que ha sido el resultado de una particular actualización de ese proyecto profundo: de su puesta en práctica mediante el modo de reproducción capitalista de la riqueza social. Una actualización paradójica que, para cumplirse a cabalidad, debió tergiversar e invertir el sentido de ese proyecto hasta hacer de él lo que hoy parece ser: un proyecto de aniquilación no sólo del sujeto humano –lo mismo en recurrentes empresas genocidas que en la miseria de muchas poblaciones y en la tortura del “bienestar cotidiano”–, sino también de su “entorno”, es decir, de la particular figura de la naturaleza en la que él surgió y se ha afirmado como tal.
También has señalado en varios escritos tuyos que la historia moderna siguió principalmente dos líneas de desarrollo: la línea europea y la línea norteamericana. ¿Cuáles son sus diferencias más notorias? ¿Son radicalmente distintas o tienen rasgos en común que las emparentan?
BE: Ambas son líneas del desarrollo de la Modernidad capitalista, ambas recomponen lentamente el mundo de la vida y los esquemas del comportamiento humano, adecuándolos al modo capitalista de llevar a cabo la revolución tecnológica que se inició en el Medioevo, pero la diferencia entre ellas es grande.
La línea europea cumple esta “tarea” en medio de fuertes resistencias provenientes de otras figuras del mundo de la vida y del comportamiento humano que poseen una larga vigencia y muestran una gran vitalidad, sobre todo en el orbe mediterráneo; la recomposición que ella introduce sólo puede avanzar si entra en compromisos con la composición tradicional preexistente, es decir, si cede parcialmente ante ella y permite, sin impacientarse, que ciertas formas híbridas “transitorias”, moderno–tradicionales, aparezcan y se desarrollen en la cotidianidad económica, social y político–religiosa de ese continente. La modernización capitalista de Europa es así una modernización impura y la línea que ella sigue es sinuosa y retardada. Ella misma se ve obligada a diversificarse, a “desdoblarse” en distintas versiones para poder avanzar en dirección a su télos.
No así la línea histórica “americana” de la Modernidad capitalista, que comienza en el siglo XVII como un desprendimiento y una prolongación peculiar de la línea madre europea, para cuatro siglos más tarde llegar a ser ella la que, habiendo arrebatado a ésta la función predominante, la reciba como afluente principal de sí misma, convertida ya en una línea histórica cuya ambición modernizadora se ha vuelto un proyecto de alcance mundial. La línea “americana” de la historia moderna se caracteriza por la pureza que alcanza en ella la recomposición de la vida social y su mundo, según el ideal de la Modernidad capitalista. Su progreso no necesita vencer obstáculos provenientes de mundos premodernos, puesto que tiene lugar sobre la “tierra arrasada” que queda después de la eliminación de la población originaria y el “desbrozamiento” total del territorio. Idéntica a sí misma, no requiere tampoco de fisuras ni metamorfosis; avanza apresuradamente y en línea recta por una vía que parece haberle sido facilitada por Dios en persona. Pienso que lo peculiar de esta línea histórica modernizadora consiste en lo que podría llamarse la “hybris americana”, esto es, la pretensión de estar alcanzando la reconformación cualitativa de la vida civilizada y su mundo, pero sin la intervención del ser humano en tanto que sujeto político; una reconformación que resultaría de la pura proyección de una “voluntad” proveniente de las cosas, la “voluntad” del capital (del sujeto humano enajenado) en su proceso de acumulación. Una hybris que sin ser en modo alguno ajena a la modernización europea, debió esperar la maduración de las condiciones óptimas para su manifestación, una condición que sólo llegó a darse en el siglo XX, precisamente en la parte norte del continente americano.
En tu libro Definición de la cultura, pones en entredicho el concepto de cultura que formula el discurso moderno. Allí propones, ciertamente desde una perspectiva muy poco convencional, que en las sociedades llamadas “primitivas”, los procesos de producción y consumo se revelan como actividades innecesarias y disfuncionales. De ese modo, revelan un orden de valores distintos de los valores preconizados por la perspectiva racional–eficientista de la técnica. ¿Podrías ahondar en lo que denominas “dimensión cultural”?
BE: A lo que me refiero allí es al hecho de que todo un universo o una dimensión de fenómenos propios de la vida humana deben ser eliminados del horizonte moderno–ilustrado de comprensión racional de esa vida a fin de que tal comprensión –que es un conocimiento de inspiración puramente mercantil–técnica– resulte coherente y explicativa. Sólo más allá o por encima de ese horizonte, esa eliminación se revela como tal y muestra que consiste en un empobrecimiento de la experiencia de esa vida, en el sacrificio teórico de todo un hemisferio de la realidad humana en su interconexión con el conjunto de la realidad natural. A este universo de fenómenos, del que prescinde la racionalidad mercantil–técnica, una racionalidad propia de la Modernidad capitalista, es al que me refiero en ese libro como “la dimensión cultural de la vida social”. Esa “dimensión” es “cultural” –explico allí– porque cultiva la concreción de la identidad de un mundo social, identidad sin la cual este mundo sería incapaz de existir. La cultiva, es decir, no la conserva (y museifica), sino que la arriesga, la pone a prueba en su validez o vigencia, eligiendo para ello ciertos momentos o niveles de la vida social –unos pequeños, íntimos, “insignificantes”, otros grandes, públicos, “históricos”– a los que hay que llamar “de ruptura”; tiempos o planos en los que la rutina de esa vida, con su reproducción automática de la identidad, se interrumpe y se mantiene sólo entre paréntesis, dado que sus normas y sus reglas están siendo sometidas a un proceso vertiginoso de destrucción y reconstrucción que acontece en términos virtuales o imaginarios. La cultura, el cultivo autocrítico de la particularidad concretizadora del ser humano, pertenece al ámbito de la existencia festiva –con su antecedente en el juego y su derivación en el arte–, es decir, al ámbito en el que la libertad es reactualizada enfáticamente como fundamento del ser humano. Así resulta comprensible que una aproximación cognoscitiva de corte ilustrado a la realidad social tienda a dejar de lado la dimensión cultural de esa realidad: lo cultural reactualiza precisamente aquello que la Modernidad capitalista, a la que pertenece esa aproximación cognoscitiva, está interesada en suprimir y olvidar: la libertad del ser humano, su resistencia a la enajenación.
Uno de los elementos señeros del trabajo teórico que has realizado, creemos, ha sido tu elaboración de la teoría crítica del cuádruple ethos. Cuádruple, en efecto, porque estableces la diferencia entre el ethos clásico, el barroco, el romántico y el realista. En dicha teoría caracterizas actitudes concretas de vivir la Modernidad, las cuales están aterrizadas en zonas geográficas específicas. Nos gustaría que te explayaras en las principales afirmaciones que contiene dicha teoría.
BE: La idea de un “cuádruple ethos histórico” de la Modernidad capitalista es una derivación de la explicación que intento hacer, en el ensayo Quince tesis sobre Modernidad y capitalismo, de la peculiar relación de afinidad y de hostilidad que es posible distinguir entre la esencia de la Modernidad, por un lado, y el capitalismo, por otro, como vía de realización de esa esencia. Fundamentalmente, la Modernidad se presenta como una transformación civilizatoria que promete romper con toda una era e iniciar otra –con poner fin a la “prehistoria” e iniciar al fin la historia, diría Marx–, en la que la escasez absoluta, la relación de enemistad a muerte entre lo no humano y lo humano deje de ser la plataforma de partida y la base de sustentación del cosmos, al menos en todas sus versiones conocidas hasta ahora. En su actualización real, sin embargo, es decir, en su actualización capitalista, la Modernidad se comporta con el sentido contrario, no sólo como una reconfiguración “perfeccionada” de ese cosmos construido como fortaleza para la defensa y el ataque frente y contra lo otro, sino como una restauración artificial de esa escasez absoluta que ya no tiene por qué existir. La experiencia individual de esta Modernidad “realmente existente” es, en el fondo, la de una situación contradictoria hasta el grado de lo insostenible: vivir en este mundo moderno equivale a estar desgarrado entre el que respeta la “lógica” civilizadora propia de la Modernidad esencial y el que se rige por la “lógica” introducida por la realización capitalista de la misma. El primero sigue un principio concreto, cualitativo y “natural” de organización de la vida, mientras el segundo se rige por un principio organizativo abstracto, puramente cuantitativo y “artificial”. El ethos histórico moderno tiene como función permitirle al individuo resolver ese desgarramiento; convertir en vivible, sin superarla realmente, una situación que es en sí misma invivible. Se trata de un ethos cuádruple porque cuatro son en principio las posibilidades que esa solución tiene ante sí: la de denegar o de otra manera reconocer la contradicción entre las dos “lógicas” o principios organizativos de la vida civilizada y la de someterse o de otra manera resistirse a los efectos de esa contradicción. Me explico: la mejor manera de ir por encima del conflicto desquiciante entre dos proyectos de vida contrapuestos consiste en comportarse con él como si no existiera, como si uno de ellos, el proyecto dependiente, el de la modernización holística y cualitativa, no fuera otra cosa que una derivación insustancial y transitoria del proyecto dominante, el de la modernización económica y cuantitativista, una derivación que por lo demás sería perfectamente reabsorbible en él. Si el proyecto de un mundo norteamericano interconectado por una red de transporte, a más de eficiente, cómoda y “amigable” con el ambiente y el resto del mundo de la vida pudo ofrecer en la segunda posguerra alguna resistencia al proyecto prepotente de la General Motors Co., la misma duró lo que el pragmatismo de “la vida misma” tardó en demostrar que “lo que es bueno para la General Motors es bueno para el mundo estadounidense”, es decir, el tiempo que le tomó al “realismo” conformar una esquizofrenia colectiva capaz de percibir alucinadamente como “bueno” aquello que parece ser “malo” y, viceversa, como “malo” aquello que se presenta como “bueno”. Ya una simple percepción ocasional de la contradicción entre el proyecto de una América à la General Motors y el conjunto de la vida social americana comenzó a resultar no sólo absurda sino incluso “peligrosa”. El ethos moderno “realista”, denegador de la contradicción entre la esencia de la Modernidad y su realización capitalista y asumidor militante de esa denegación es así el ethos ideal para la afirmación óptima de esa misma realización; su mensaje implícito, embebido en todo el quehacer cotidiano, es el de que vivir en el capitalismo, estar en él, es lo mismo que vivir con él, que ser capitalista. Pero, como decía, no todos los que viven en el capitalismo viven con él, lo que no los exime a ellos también de la necesidad de desarrollar algún ethos o estrategia de vida que les permita atravesar por la contradicción que desgarra en el fondo la existencia social moderna. Desarrollan, por ejemplo, un ethos “romántico”, que deniega también esa contradicción básica, pero de una manera muy especial, subsumiendo la “traición” capitalista a la Modernidad como un momento necesario del despliegue de esa misma Modernidad, como el dragón pestilente sin el cual no habría lugar para la proeza del San Jorge cristiano. El ethos “romántico” percibe la contradicción como si ella fuera lo contrario de lo que es, como si fuera una manera de afirmación de la propia creatividad de la Modernidad esencial. O se inventan un ethos “ilustrado” o “neoclásico” que, si bien permite percibir la contradicción en toda su pureza, la muestra a la luz de una necesidad universal exterior al ser humano, que gravita sobre él sin permitirle ninguna resistencia que no sea “constructiva”. O un cuarto ethos, el “barroco”, que lleva a percatarse de la contradicción moderna, resuelta siempre a través del predominio devastador del capitalismo sobre la Modernidad, pero en medio de un acto de resistencia, en un vuelco contra–alucinado, que rescata en lo imaginario la razón de ser de la totalidad cualitativa del mundo de la vida.
A propósito del cuádruple ethos, Max Weber y el historiador francés Fernand Braudel han sido referentes importantes para tu teoría. ¿Qué fue lo que te “inspiró” en la obra de cada uno de ellos?
BE: La conexión que Max Weber establece entre la ética protestante y el “espíritu” del capitalismo es sin duda impecable y convincente: “Si quieres vivir afirmativamente en el mundo moderno, es decir, cuidar e incrementar la riqueza que se te ha encargado y que te permite un bienestar, tienes que prestar oídos a las exigencias que la reproducción de esa riqueza le plantea a tu vida, y cumplirlas a cabalidad. En términos modernos, esa riqueza se llama ‘capital’, dinero que sólo existe si se encuentra generando más dinero, dinero dotado de un ‘espíritu’ que consiste en la persecución de un plusvalor para sí mismo. Si quieres algo más que sólo sobrevivir en la sociedad moderna, debes ser rico, aunque sea en una mínima medida y para ser rico debes organizar toda tu vida con sentido ‘realista’, de acuerdo con ese ‘espíritu’ del dinero–capital. Esta organización es precisamente la que se alcanza mediante la ética de la autorrepresión productivista concebida por el cristianismo protestante”. Se trata de una conexión que parte de una premisa: “todos queremos, a toda costa, no sólo sobrevivir, sino vivir afirmativamente en el mundo moderno que existe realmente”. Una premisa que, sin embargo, no siempre ni en todos los casos se cumple en el mundo moderno, como lo constata el propio Weber en el caso del sur de Alemania y como para otros, desde otros miradores con mayor cercanía a lo mirado, resulta más que evidente. Una premisa, por lo demás, que entonces parecía llamada a generalizarse, pero que cien años más tarde sigue siendo más bien excepcional en el planeta. ¿Qué hacer teóricamente con toda esa población que vive en el mundo moderno, que escucha el llamado del “espíritu del capitalismo”, pero que no lo entiende o no responde a él afirmativamente, que carece de “realismo” y se resiste a aceptar la ética protestante como principio estructurador de su comportamiento? Esta pregunta, que sólo puede plantearse a partir de la conexión establecida por Weber entre capitalismo y ética, es la que dio lugar al planteamiento teórico de la posibilidad de reconocer en la vida social moderna la vigencia de una o varias éticas de los “carentes de ética”, de aquellos modernos que deben vivir bajo la gravitación del capitalismo en la vida moderna, pero que no colaboran con ella, que la sufren pero no la afirman; que si, irremediablemente, tienen algo de “capitalistas”, no es por su voluntad, sino a pesar suyo.
En cuanto a Braudel, lo que resulta fascinante e inspirador en su magna obra es, entre otras cosas, el planteamiento del transcurrir histórico como un devenir en el que se combinan e interactúan al menos tres niveles de temporalidad, correspondientes a tres historias que, poseyendo cada una su autonomía, su propio aliento, según el conflicto que se resuelve en ellas –la una rápida y de eventualidades, la otra más detenida y de hechos más consistentes y la tercera de larga duración y de transformaciones radicales–, tres historias que terminan por conformar una sola. Hablar de la Modernidad como un hecho histórico de muy larga duración; ver cómo, dentro de él, el capitalismo tiene también su larga historia, cuyos ciclos se entrelazan con los de ella, pero que es diferente de ella y puede separarse de ella, desaparecer incluso, sin afectarla en su esencia, es algo que viene sin duda de la lectura de la obra de Braudel, pero, sobre todo, su insistencia en que el capitalismo tiene su verdadero locus en la esfera de la circulación y que, cuando lo desborda y pasa a la esfera de la producción, lo único que logra es causar estragos en ella. Una insistencia que Marx aprobaría, pues, para él, “producir estragos” en la vida social es consustancial al capitalismo, algo que sólo se alcanza a observar plenamente cuando el capital abandona sus “formas antediluvianas” de capital comercial y capital usurero, y adquiere la forma moderna de capital productivo. Los estragos directos causados en la vida humana por este capital productivo –ante todo la conversión del ser humano en esclavista de sí mismo, debido al trabajo asalariado– permiten reconocer retrospectivamente, dejando corto a Braudel, que también indirectamente, desde la esfera puramente circulatoria, el capitalismo alteraba ya negativamente esa vida.
En el ethos barroco sucede un mestizaje de las formas culturales, dando lugar a una verdadera transculturación. Durante el periodo de la colonia, en América Latina, las sociedades originarias, ante la imposición de una cultura ajena, se vieron obligadas a transfigurar lo ajeno en lo propio. ¿Acaso la cultura criolla constituyó una cultura genuinamente propia?
BE: No estoy seguro de que el término “transculturación”, que se refiere eufemísticamente a la migración de un sujeto social de una sustancia identitaria a otra, sea el adecuado para nombrar ese proceso de refundación de identidad social que tuvo lugar en el siglo XVII americano y que sigue aconteciendo desde entonces en la América de trasfondo indígena. Lo propiamente barroco, me parece, está en la escenificación espontánea de la civilización europea que los indios vencidos, sometidos y sobreexplotados en las ciudades criollas montaron en la práctica cotidiana; escenificación que venía a sustituir el cosmos en el que habían vivido antes de su aniquilación en la conquista, y que en su “trabajo” de mímesis y suplantación se las ingeniaba para alterar a su manera la civilización puesta en escena. El mestizaje como codigofagia: dejarse devorar para, a su vez, devorar desde dentro al que devora. Asumir la derrota ante lo europeo para triunfar sobre él al encargarse de su reconstrucción. La identidad refundada por los indios citadinos es la que fascinará a ciertos criollos, los aindiados, que la asumirán como propia; criollos muy diferentes de aquellos otros, los hispanizantes, que mirarán hacia ella como si sólo se tratara de una aberración.
Has sostenido que los procesos de transculturación no sólo son perceptibles en el terreno de las artes; también lo son, y muy significativamente, en el ámbito de la vida cotidiana. ¿Podrías ahondar más a este respecto y referirte al caso de la América hispana y la América anglosajona?
BE: Reconozco que la reconstrucción de identidad que ha tenido lugar en la América de antecedentes prehispánicos, sobre todo a partir del siglo XVII, se hace sin duda ostensible en lo que conocemos en la historia del arte como el barroco hispanoamericano, con sus diferentes escuelas, de Puebla a Guatemala, de La Habana y Cartagena a Quito y el Alto Perú; pero pienso que esa repetición alterada de las formas artísticas del barroco europeo sólo saca su originalidad del hecho de que la vida cotidiana en esa América genera por sí misma formas barrocas en su comportamiento, emparentadas, a través del shock modernizador del siglo XVI, con las que aparecieron en el orbe mediterráneo europeo. La vida en familia, la obtención de los sabores o formas culinarias, el uso de la lengua, las prácticas religiosas, las negociaciones lo mismo comerciales que morales y políticas, se encuentran inspiradas por esa teatralidad barroca implícita en la refundación identitaria de la que hablábamos. El español americano, por ejemplo, retoma de allí, pacientemente, a través de su habla o uso en la vida práctica, el principio que guía la construcción de su especificidad. Desde la tendencia a prescindir de la mención directa a la segunda persona en la conjugación verbal y a representarla con la tercera, hasta la preferencia por procedimientos menos evidentes como la resemantización, a través de juegos sintácticos, el barroquismo lingüístico se impone en el habla cotidiana y se proyecta hacia arriba, gravitando sobre el uso “culto” y literario de la lengua española. La sobredeterminación indígena de los usos y costumbres peninsulares bajo el techo familiar, y no sólo en la preparación de los sabores; la reteologización ultramariana del catolicismo, sobre todo del guadalupano; la predilección por lo “informal” en la economía, por lo maleable de las instituciones y lo negociable de las leyes, son todas características de corte barroco. El barroco artístico y literario resulta incomprensible sin ellas.
El “barroquismo” de la Modernidad en la América mestiza contrasta diametralmente con el “realismo” desaforado de la Modernidad en la América de la “blanquitud”; a tal punto, que lo que es Modernidad para la primera es visto como una pre, o incluso, una antimodernidad para la segunda, que se presenta como la única y verdadera Modernidad posible por el hecho de estar ella construida en torno a la confusión del vivir en el capitalismo con el vivir para el capitalismo. La Modernidad “americana” se genera y desarrolla como una prolongación depurada de la Modernidad capitalista europea; la Modernidad “latina”, en cambio, como una reconstrucción de la misma que, lejos de perfeccionarla en su sentido “realista”, más bien añade a las impurezas europeas otras más, provenientes de la experiencia del mestizaje. En los años cincuenta del siglo XX, cuando la “americanización” de la Modernidad vence definitivamente y se consolida a todo lo ancho del planeta, esa contraposición diametral entre las dos modernidades prevalecientes en el continente americano se vuelve evidente con la derrota de la Modernidad latinoamericana en su función de principio estructurador del comportamiento cotidiano productivo y consuntivo. El “sentido práctico” de la Modernidad “(norte–)americana”, una mezcla de convicción progresista y voluntad pragmática, irrumpió con ímpetu vandálico en medio del mundo tradicional latinoamericano con la fascinante promesa de airear, iluminar y dinamizar recintos encerrados; ese mundo en el que, pese a todos los esfuerzos positivistas del siglo XIX, la desconfianza de las oligarquías en su propia legitimidad había llevado a que las innovaciones técnicas, con sus efectos desquiciadores de lo establecido, fuesen integradas sólo timorata y cautelosamente. Una Modernidad latinoamericana reprimida y desvirtuada por el catolicismo medieval vergonzante de las “repúblicas independientes”, fingidamente ilustradas y liberales, y convertida de este modo en una pre– o una anti– Modernidad, pareció entonces esfumarse bajo la acción de la “verdadera” Modernidad, la “(norte–)americana”.
A propósito del ethos barroco, viene a cuento la definición que Theodor W. Adorno da del barroco; habla de él como un momento en que lo ornamental se divorcia de lo secundario y se convierte en lo esencial. ¿Hasta qué punto ha sido Adorno también un referente imprescindible en tu reflexión sobre la cultura?
BE: La idea de un ethos “barroco” como la teatralización absoluta de la vida moderna normalmente insoportable en el capitalismo no es otra cosa que una radicalización del apunte de Adorno acerca del barroco como una “decorazione assoluta”. Pero, aparte de ello, es evidente la influencia del tratamiento que él y Horkheimer hacen en la Dialéctica de la Ilustración de la cultura como una realidad que subyace bajo lo que generalmente se conoce como cultura, sea ella “alta” o “baja”, es decir, una herencia de formas de vida sublimadas en el arte y la literatura; una realidad que pertenece originalmente al nivel del trabajo y el disfrute prácticos y que en el capitalismo adquiere la figura desoladora de la “industria cultural”.
Otro autor que sin duda ha sido importante para ti es Walter Benjamin, quien tuvo la extraña capacidad de dialogar con diferentes tipos de discurso y, dicho sea de paso, nos parece que tú también, como pensador, has mostrado cabalmente esa capacidad. ¿Qué aspectos del pensamiento de Benjamin te resultaron adecuados y sugerentes para tu análisis sobre América Latina?
BE: En su ensayo sobre el “materialismo histórico”, Benjamin nos enseña a reconocer, admirar y asumir la “nobleza del fracaso”, a mirar la historia al revés, no como la de los promotores del progreso, sino como la de las víctimas del mismo que se resisten a él, puesto que el progreso, el avance del bien triunfador, ha sido a lo largo del tiempo el proceso de despliegue y afirmación del sistema de explotación, cuya figura más acabada, la figura capitalista, ha llevado al extremo la destrucción y el sufrimiento humanos. Adoptando esta mirada, la historia de la Modernidad latinoamericana se presenta como la historia de una posibilidad reprimida, burlada, acallada, que esconde en su fracaso una nobleza digna de rescatarse, dado el contravalor que implica respecto del valor establecido.
Asimismo, ha habido otros autores relevantes en tu recorrido intelectual y en tu reflexión hasta hoy: Marx, Heidegger, Sartre, Jakobson… La mayoría son alemanes, lo que llama la atención entre algunos de ellos es una supuesta “incompatibilidad”. ¿En qué momento o aspecto de tu propia reflexión han logrado conjuntarse?
BE: Es muy difícil precisar dónde termina el pensamiento de los otros, los que uno ha leído con admiración, y dónde comienza la reflexión propia. Se diría incluso que hacerlo es intentar algo no sólo imposible, sino inútil. Si no es para efectos de autocomplacencia del autor y del copyright que la aprovecha, ¿quién necesita, aparte de los estudiantes encargados de clasificar el material intelectual, precisar la autoría última de una idea? Es más, ¿pueden las ideas tener autores originarios o ellas son más bien como mariposas que se posan caprichosamente en una cabeza y luego en otra, fingiendo en cada caso que han salido de ellas? Motivado por Unamuno, llegué tempranamente a Sartre y Heidegger; obligado por lo insoportable de la situación concreta, recurrí a la obra de Marx; deseoso de completar su proyecto teórico, recurrí a la antropología de un Caillois o un Kerenyi y a la semiótica de un Jakobson o un Hjelmslev. Todo ello acicateado por la lectura de obras literarias y desquiciado por una melomanía incontenible.
Al mirar retrospectivamente tu trayectoria, creemos que pueden distinguirse tres momentos en tu trabajo reflexivo: primero, tu estudio de la obra de Marx y especialmente, la atención que dedicaste a El capital durante varios años; el segundo, tu interés por el ámbito de la cultura; y por último, el tercero, cuando te adentras en el estudio del barroco en general, y en particular, su desarrollo tanto en México como en América Latina. Esta derivación última hacia nuestro país y hacia América Latina, ¿obedeció al hecho de ser latinoamericano e interesarte en nuestra peculiar situación histórica y geopolítica?
BE: La reflexión sobre el país propio, sobre lo que sucede en él, sobre su historia, es el trasfondo indispensable de toda otra reflexión, y más aún si ella la ejerce un latinoamericano, un andino, en Europa, el reino de la universalidad aparente (para no usar otra palabra). Sean temas filosóficos, antropológicos, estéticos o económicos, si son abordados críticamente, su tratamiento necesita reconocer sin hipocresías que son temas atados a una concreción histórica. Este anclaje ha estado siempre allí en mi reflexión, y no sólo cuando ella se concentró en el barroco latinoamericano.
No hace mucho abordaste el tema de la blanquitud. Uno de los puntos centrales que has afirmado en torno a ella establece que la blanquitud es de orden cultural y no solamente un asunto de color. Por eso tiene una dimensión política innegable. En ese sentido, la blanquitud abarca actitudes y comportamientos esperados, previsibles. ¿Consideras que Barack Obama constituye un giro inesperado en esa corriente? ¿Se trata de un político postracial?
BE: Si pensamos lo racial en términos premodernos, que es lo que hace por lo general el “hombre moderno”, la raza es una determinación puramente animal, que tiene que ver con ciertas características del cuerpo humano que comienzan en el color de la piel y se extienden hasta el comportamiento sexual y la capacidad intelectiva, permitiendo una clasificación del género humano de acuerdo con la mayor o menor presencia de las mismas en los individuos que lo componen y justificando la consolidación de grupos identificados en torno a ellas y dispuestos a convertir a los humanos diferentes en enemigos, sean ellos ignorables, sometibles o suprimibles. La Modernidad capitalista practica, sin embargo, un racismo que, por debajo de este racismo evidente, discrimina a los individuos sociales según su falta de pertenencia o de cercanía a un modelo de comportamiento y apariencia, la “blanquitud”, en el cual predomina abrumadoramente el ethos “realista” o “protestante”. Un modelo que incluye por supuesto ciertas características raciales nordeuropeas, pero sólo en calidad de expresiones de ese comportamiento, como rasgos externos que bien pueden aparecer de manera quinta esenciada en medio de apariencias humanas completamente extrañas. Una versión caricaturescamente exagerada de este modelo es la que encarna el wasp.
La figura de Barack Obama, un hombre evidentemente negro, como figura presidencial nada menos que en Estados Unidos, el Estado enemigo de los negros por antonomasia, parece venir a ratificar solemnemente una supuesta ruptura con el racismo que se habría dado paulatina y calladamente en la sociedad estadounidense, que la pléyade de actores negros en papel de triunfadores parecería documentar, pero yo creo que ése no es el caso; la instalación de un negro en la Casa Blanca indica solamente una modernización del racismo en ese país, un paso del racismo de la blancura al racismo de la “blanquitud”, pero no la abolición del racismo. Obama no es un político “postracial”, sino un político “neorracial”. La ostentación que hace a la menor provocación de su maestría en el manejo de los rasgos corporales negros como expresiones de un alma puritana à la Harvard es más que evidente.
El movimiento de la contracultura que comenzó en los años sesenta en Estados Unidos, el cual ha sido fundamental para ciertas generaciones, tanto en Europa como en América Latina, ¿te parece que ese fenómeno podría ser interpretado en “clave barroca”?
BE: Tal vez sí. En la medida en que se empeñaba en confundir lo imaginario con lo real, en pensar que lo que la realidad ficticia creada por la teatralización de la vida que él proponía puede llegar a ser más potente que la realidad pragmática, en creer que bastaba con levantar los adoquines de las calles de París para encontrar la arena de la playa.
La clara tendencia de “americanización” que ha experimentado la Modernidad desde el siglo pasado y que prevalece hasta nuestros días, ¿estimas, haciendo un balance general de ella, que ha resultado una tendencia principalmente positiva o perjudicial para el discurrir de la historia contemporánea?
BE: A mí me parece que, siendo positiva para el progreso de la civilización, entendida ésta como el triunfo del hombre sobre la naturaleza, ha sido una tendencia profundamente negativa que vino a radicalizar lo peor de la Modernidad capitalista, su pretensión de ahogar la “forma natural” de la vida social. La “Modernidad americana” trae consigo una hybris, una “desmesura ontológica”, una tendencia a sustituir esa “forma natural” de la vida, que es en verdad “social–natural”, con una forma puramente artificial o una forma natural referida a una “naturaleza artificial”, sobre los restos de la “vieja” naturaleza, vencida y devastada, privada ya de toda posibilidad de dialogar con lo humano. La “Modernidad americana” se genera actualmente, de manera “espontánea”, en todos los rincones del mundo globalizado, incluso en aquellas regiones que por su extensión y su tradición parecían inmunes a ella, como China o la India. El desierto, como decía Nietzsche, ha crecido indeteniblemente.
¿Cuál es tu autor estadounidense predilecto, si acaso lo tienes?
BE: Como ustedes lo sospechan, es un estadounidense “antiamericano”, un sureño: William Faulkner.
Antes de concluir, retomando una pregunta que lanza Adorno al comienzo de Dialéctica negativa: ¿consideras que aún es posible la filosofía?
BE: Creo que sí lo es, pero sólo en su versión socrática, irónica, como crítica del mito que las sociedades generan incansablemente y que, en nuestros días, es el cuento que narra la necesidad o legitimidad del sacrificio exigido por la forma capitalista de la civilización. Que no lo es, en cambio, en su versión de origen aristotélico, como ancilla de la ciencia o, peor aún, de la teología, la versión que se ha cultivado desde la edad media hasta nuestros días en los seminarios y las facultades de filosofía y que en nuestros días languidece amenazada por los planes de optimización del gasto social en la educación superior.
Por último, nos gustaría tu opinión sobre el reciente proceso político en Estados Unidos. ¿Consideras al presidente Obama un actor con la capacidad para ordenar y eventualmente civilizar al “sagaz cíclope sediento de sangre”, como afirmó Octavio Paz a propósito de ese país, vecino nuestro?
BE: Lo primero, creo yo, es recordar los límites del poder que el presidente de un Estado capitalista tiene sobre la marcha de ese Estado, a fin de “no pedirle peras al olmo”. Distinguir y jerarquizar la sujetidad (enajenada) del capital y la seudo sujetidad del Estado capitalista y sus gestores. En el mundo moderno prevalece una dictadura implacable, la dictadura del capital. Éste, el sujeto que, a su manera –¡y vaya manera!–, “dirige los destinos de la humanidad” es un ente que consiste en la sujetidad política del ser humano, pero en tanto que enajenada de él, abandonada y entregada por él, en un acto de claudicación permanente, a la máquina de producción de plusvalor económico que es la acumulación del capital. Los Estados modernos tienen una sujetidad refleja y disminuida, otorgada a ellos por el sujeto real, el dictador. Por más poderoso y prepotente que sea un Estado, su estatus subordinado de simple corporización del capital no desaparece. El presidente de Estados Unidos es, a su vez, un empleado de este seudo sujeto político, de este “sagaz cíclope sediento de sangre”; su poder, los márgenes de su acción están muy acotados, como se ha visto ya en estos primeros meses de su gestión. Más que ser él quien “dome” al monstruo, parece que será el monstruo quien lo aplaque a él.
Muchas gracias por haber ofrecido esta entrevista a Norteamérica, la cual será de enorme interés para nuestros lectores.
↑1 Reconocido filósofo, escritor e investigador. Realizó sus estudios de Filosofía en la Freie Universität Berlin y en la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde 1988 es profesor titular de tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras en la licenciatura y el posgrado, de la UNAM. Entre los premios que ha recibido están el Premio Universidad Nacional a la Docencia (México, 1997), Premio Pio Jaramillo Alvarado (Flacso–Quito, 2004) y Premio Libertador al Pensamiento Crítico (Caracas, 2007). Recientemente obtuvo la distinción de Profesor Emérito por parte de nuestra casa de estudios. Algunas de sus obras más significativas son Las ilusiones de la modernidad (1995), Valor de uso y utopía (1998), La modernidad de lo barroco (1998), Vuelta de siglo (2006), y sus trabajos como autor y compilador: La mirada del ángel (2005) y La americanización de la modernidad (2008). Además de dedicarse al trabajo académico, ha formado parte de grupos de intelectuales para la creación de revistas culturales y políticas. Sus investigaciones recurrentes parten del estudio de la obra de Heidegger y Sartre, de una relectura de El capital de Marx y de un desarrollo de la Teoría Crítica de Frankfurt; se extienden a los campos temáticos de la teoría de la cultura, la definición de la modernidad y la interpretación del barroco latinoamericano. Actualmente coordina, en la UNAM el seminario universitario “La modernidad: versiones y dimensiones”.