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[Publicado en: Replicante, núm. 5, “El estado del arte”, otoño de 2005.]

 

El situacionismo y la muerte del arte

La década prodigiosa

 

Jorge Juanes

 


Analizado según sus propios términos, el espectáculo

es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda

vida humana, es decir, social, como simple apariencia.

Pero la crítica que llega a la verdad del espectáculo

descubre en él la negación visible de la vida; una

negación visibilizada de la vida.

Guy Debord


 

El arte moderno surgió —a finales del siglo XVIII— a contrapelo de la modernidad institucional: burguesa, logocéntrica, instrumental, mercantil. En efecto, los artistas no comulgaron con los nuevos tiempos. Si se quiere decir así, forjaron una contramodernidad con sus obras y con sus maneras alternativas de pensar y de vivir. Contramodernidad encabezada por individuos soberanos, autónomos y libres, que defendieron a capa y a espada la distancia y la diferencia del arte respecto del mundo de la vida, en tanto en éste se cumple puntualmente la enajenación y la masificación de la socialidad. El arte toma, pues, posiciones radicales y apela al despliegue sin cortapisas de obras nacidas de actos creativos y libres, que tienen por emblema la afirmación de valores contestatarios. Se parte aquí de que el arte se debe a un mundo propio y disonante que se justifica por sí mismo y libera tanto a la naturaleza como a los objetos y a los hombres de los grilletes de los poderes en turno. La consigna de la política de los márgenes es clara: hay que atreverse a vivir y a pensar por cuenta propia, incluso, de ser necesario, contra las mayorías.

 

La política artística de la diferencia y de la distancia se mantiene, al menos, hasta el advenimiento de Dadá y de los constructivistas, en tanto defienden la necesidad de acercar el arte a la vida. Y bien, el triunfo de los totalitarismos ideocráticos (fascismo, nacionalsocialismo, socialismo real) corta de tajo cualquier alternativa de vanguardia; cuanto más si con ello se busca la vindicación de lo cotidiano. Pero lo prohibido retorna con fuerza en los años sesenta. En el marco de un mundo infectado por nubes que escupen fango el arte pierde su aura y rinde culto, paradójicamente, a mitos prosaicos plantados al ras de la calle y que pueden ser manoseados y consumidos por el “uno de tantos”. Todo sucede ahora en el corazón de las descomunales capitales modernas, circundadas por rascacielos geométrico-funcionales que velan el sol y sólo dejan ver, a cambio, un panorama poblado de anuncios espectaculares.

 

Ciudades fascinantes y opresivas a la vez, en cuyas dantescas entrañas impera una economía del despilfarro impulsada por bancos y emporios industriales representantes del gran capital; a lo que cabe añadir las empresas dedicadas a la industria de la cultura, prestas a configurar múltiples objetos de consumo capaces de inducir en la masa deseos manipulados. Seducir, seducir es la consigna. Sometidos al golpeteo de consignas gregarias, los individuos terminan siendo integrados en la red que recorta el ojo virtual de los media, en los que la posibilidad de un resto incontrolado resulta aniquilada. Marcuse dio con el nombre propio, se trata de la sociedad unidimensional. Aquí no existe más que un presente que depende del sistema de la moda y que, por lo tanto, es permanentemente reciclado por las determinantes de la industria de la cultura empeñada en convencernos de que se vive en un mundo resuelto, posthistórico y sin enigmas, que cumple de forma natural con aquello que la gente siente y demanda.

 

Somos una gran familia y deseamos más de lo mismo. Cantidad sobre cantidad; a los muchos sólo se les pide una cosa: que cumplan a rajatabla con los horarios de la penuria codificada. Tenemos así que la mano temblorosa que de noche sostiene el vaso de whisky, a la hora de la jornada laboral se convierte en mano diestra condenada a someterse a la máquina productiva que sigue los ritmos impuestos por la necesidad imperante de producir plusvalía. Cosas signo, objetos, imágenes para atraer y poseer, aquí y allá, el glamour del automóvil, la envoltura luminosa, la oferta para potenciar el confort, el kitsch hollywoodense. Ofertas al alcance de quien cuente con los dólares suficientes para comprar. No hay que temer a la tentación de la mercancía; la ley del gasto y la ley del exceso están programadas con suma eficacia por los ingenieros de conciencias.

 

El arte moderno surgió —a finales del siglo XVIII— a contrapelo de la modernidad institucional: burguesa, logocéntrica, instrumental, mercantil. En efecto, los artistas no comulgaron con los nuevos tiempos. Si se quiere decir así, forjaron una contramodernidad con sus obras y con sus maneras alternativas de pensar y de vivir.

 

El arte no escapa a la trampa. He aquí, entonces, que en los años sesenta se asiste al surgimiento apoteósico del arte de masas dirigido a las mayorías y producido mediante la tecnología moderna. El ejemplar único cede así el paso a la producción en serie. El arte se convierte, en pocas palabras, en una mercancía forjada por expertos en diseñar una cultura estándar, capaz de representar los estereotipos que pueden ser fácilmente asimilados y consumidos. Arte de entretenimiento, previsible y distractivo, formalmente simplificado y para cuya comprensión no se requiere de una educación especializada. Los amos del sistema se frotan las manos, pues se ha conseguido el objetivo de manipular a las masas mediante fórmulas y clichés digeribles. Y es que alentar el gusto homogéneo y uniformizador, a través de un arte que aletarga y adormece, contribuye a impedir la constitución de individuos singulares, imaginativos y críticos, dispuestos a comprometerse en procesos de emancipación. Sobra advertir que el arte de masas impone con maestría extrema los supuestos valores positivos que afirman al sistema: orden, progreso, bienestar, éxito.

 

Por supuesto, los nuevos ricos comparten también las emociones y los deseos baratos de los productos de la cultura de masas. Nadie escapa. El arte de masas llegó para quedarse e invade, incluso, el mundo de las sociedades preindustriales; no en balde los expertos intentan producir para un público universal. Y lo que es peor, artistas, críticos, curadores y dueños de los medios, directores de museos y galerías, se vuelven cómplices de la producción en masa de falsa conciencia; por supuesto, el sistema los premia con creces. El criterio para juzgar el arte se pierde. Los mandarines democráticos han dicho: todo vale, todo es arte; arte es lo que el sistema de la mercancía considera tal. La verdad es que tras la presunta democratización del arte se asiste a su fin. Vamos, si no fuera por las instituciones que viven del arte, el arte no existiría más.

 

¿El arte de hoy es la publicidad? ¿El arte es el mercado? ¿Las indigeribles ferias y bienales? ¿Las estúpidas exposiciones consagradas a exaltar el arte nacional? ¿La pedantería e incompetencia de los llamados curadores? ¿Todo es arte y por lo tanto el Arte ha muerto? No es éste el lugar para dar una respuesta a fondo, aunque sí para recordar que si bien los años sesenta consagraron el arte de masas, también trajeron una forma de la contracultura que no le hace ascos a la ley de la calle y que proclama, a los cuatro vientos, la necesidad de contrarrestar a la sociedad del espectáculo mediante una crítica de la vida cotidiana. La resistencia al sistema no se doblega así como así. Tenemos, pues, que las demandas de libertad y emancipación juegan en negativo en el territorio de la historia color de rosa. Se trata de otra fiesta, aquella en que la subversión de los márgenes toma por asalto la plaza pública y avanza por entre la reificación unidimensional: acepta el juego de la sociedad integrada y la desintegra desde adentro; o sea, potencia al infinito el despilfarro de los deseos radicales e intrasferibles y, desmarcándose de los poderes verticales (de izquierda y de derecha), defiende la autogestión de la vida y de lo social.

 

Estamos: no todo es unidimensional en la cultura del capital y de la tecnoburocracia, puesto que la contracultura irrumpe para reventar la reproducción estandarizada de los cuerpos. Los años sesenta viven así un conflicto entre complacencia y subversión. Por una lado la apoteosis de Las Vegas y el encumbramiento de Disneylandia; por el otro, el viaje beat y la propuesta apasionada y pública de la sociedad de hombres libres. Tierra de nadie en donde conviven los integrados con los apocalípticos; los integrados que aceptan sin chistar la manipulación como bandera, el conformismo como norma, la vida sedentaria como el anhelado eterno retorno a lo mismo. Los apocalípticos que en el auge de la cultura de masas detectan el fin de la cultura crítica, la amenaza de la creación, la muerte de la diferencia y del estilo, y el advenimiento del arte destinado a envilecer la existencia y a castrar la imaginación.

 

¿El arte de hoy es la publicidad? ¿El arte es el mercado? ¿Las indigeribles ferias y bienales? ¿Las estúpidas exposiciones consagradas a exaltar el arte nacional? ¿La pedantería e incompetencia de los llamados curadores? ¿Todo es arte y por lo tanto el Arte ha muerto?

 

El mundo avocado a la disposición combinatoria, democrática y estándar de los soldaditos intercambiables no puede evitar la violencia encarnada en el asesino que acecha o en el accidente de tránsito; no en vano suenan y resuenan las sirenas de la policía o de la Cruz Roja. Hay catástrofe. Hay tragedia. Hay violencia. La bolsa de valores revienta. La inflación sube y sube. Los integrados temen que el sistema con el que están plenamente identificados se derrumbe. Pero hay también revuelta. Resisten los vietnamitas, los estudiantes, las feministas y los homosexuales, los afroamericanos y el Tercer Mundo en su conjunto; por doquiera estalla la subversión. Recordemos el canto de batalla de la contracultura: crear situaciones, tomar la calle y acercar en lo posible el arte a la vida. Cualquier técnica o cualquier medio disponible valen para la empresa: serigrafía, cartel, objeto seriado, publicidad, cómic, fotografía, diseño industrial, graffiti; el cine y la música disonante; el teatro del cuerpo y las artes alternativas. La preeminencia de la contemplación abre paso aquí a la preeminencia de la acción: el arte no está ya frente a nosotros, nosotros estamos en él.

 

Leo a la contracultura como la pesadilla del mundo normal, como un bastardo que saca a plena luz aquello que el mundo oficial censura u oculta, y que se vale por igual de los espacios impolutos habilitados por la industria de la cultura, como en las inquietantes y sucias estaciones del metro. Se asiste así a una revuelta que afirma el margen en una ciudad que súbitamente carece de dueño, en cualquier instante, a la vista de cualquiera y valiéndose de letras y signos negros que parodian o destruyen las imágenes que aniquilan y atentan contra la libertad y la creatividad. Y caben todos los expulsados: vagabundos, jipis errantes, militantes del amor y de la paz, rockeros, izquierdistas antiautoritarios… La revuelta se produce en los no lugares donde se toca el clarín del juicio final contra las costumbres reactivas, y son muchas las evidencias cuestionadas: el poder, la familia, los partidos guías, la rutina.

 

Son, ciertamente, otras formas de percepción, otras propuestas, otra manera de tratar con el cuerpo y con el deseo. Allí, donde las imágenes fotorrealistas tan del buen gusto burgués, se erige una gris arquitectura urbano-funcionalista, apenas sensualizada con el color de los anuncios forjados en el mundo de la publicidad. Allí mismo la contracultura mancha las paredes con la poética del graffiti, borrando al paso las representaciones del simulacro. Se trata de romper o rasgar algo que provenga de la autoría del poder, de inscribir en las paredes públicas nuestro signo rebelde y hermético —“Yo, se trata de mí, Jorge”. Significa, en efecto, salirse del límite impuesto por la ley de la intolerancia que vampiriza los cuerpos. Traidores a la sociedad de consumo, instalados en el espacio marginal de la provocación, cansados de ver y de volver a ver lo mismo de lo mismo, los afirmadores de la diferencia tachan los espacios oficiales, desequilibran, desfiguran, hieren; profieren un ¡basta ya! a la lógica combinatoria del cálculo mercantil e instrumental: sus cuentas, sus técnicas, su arsenal de artefactos y de modelos de comportamiento codificados.

 

La policía persigue, el Estado brama, el gran capital pide un escarmiento. Para los defensores del simulacro, la física del graffiti semeja un horrendo crimen, una mancha pestilente. El uno de tantos teme, ciertamente le teme a los signos que acometen, provocan, desafían. Pero la mancha crece, se infiltra en la sociedad de consumo como un disolvente e intenta lo imposible: pervertir por entero a la moral gregaria e integradora, desarticulando sus coartadas. Seguramente los críticos de arte esterilizados podrán probarnos, con la ayuda de los modelos egregios de la historia, que el arte de los márgenes es a menudo convencional, dado también al estereotipo, etcétera, y que, en consecuencia, no da la talla. Hay casos y casos. Por fortuna, nadie puede borrar la aventura de la insurgencia intempestiva.

 

Los hay que van hasta el final, y por lo que respecta a la irreverencia del graffiti tenemos que nombrar al más radical: Jean-Michel Basquiat (1960-1988), de ascendencia puertorriqueña y haitiana, negro y yonqui, muerto por una sobredosis de heroína en Nueva York a la edad de veintisiete años. Es la odisea de un artista salido de las cloacas de la urbe de hierro que, sin recibir lecciones de nadie, le devolvió a la pintura la espontaneidad y la energía perdidas en el simulacro de la pintura adocenada: trazos de color que acogen palabras escritas, lo mismo en español que en inglés, auténticos dardos subterráneos, sin faltar máscaras que muestran los dientes y encubren rituales arcaicos, frases inconexas por doquiera, todo ello sostenido en un andamiaje estructural cuya arquitectura responde a toscas pinceladas plásticamente expresivas que reposan sobre una textura en estado bruto, sin decantar, instintivamente manchada; borrones, gestos incontrolados. Pintura de golpe que recuerda la energía y el tono imprevisible del saxo jazz. Warhol acoge la apuesta del Rey Zulú. El artista cínico protege al héroe. Los dos extremos se hacen eco, trenzan juntos la doble imagen del simulacro: uno eleva las artes plásticas al estado de mercancía absoluta, el otro pone ante los ojos el lado oculto e inconfesable que subyace al escenario significante / insignificante de los media. La estrella y el héroe, el cínico y el rebelde forman el díptico de la era del vacío.

 

Desde luego, el criterio para distinguir a los rebeldes de los cómplices del sistema depende de la relación que se tenga con el sistema capitalista (dejo para mejor ocasión el examen de los sistemas ideocrático-totalitarios). Tomando en cuenta que la razón histórica moderna se encuentra cegada por el fetichismo de la mercancía, que lleva a considerar las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza como algo ajeno a la praxis humana, como una especie de segunda naturaleza cuyas leyes se cumplen de un modo fatal, podemos decir que el pensamiento crítico se caracteriza por desmontar la apariencia fetichista de lo social. Tras la operación desmitificadora lo que parecía natural se revela como una relación histórica que puede y debe ser cambiada. Lo cual poco o nada tiene que ver con la idea de un espectáculo que puede ser contemplado, pero nunca transformado. Y nadie como el movimiento situacionista procedió a la crítica de la sociedad del espectáculo al hilo de una crítica de la vida cotidiana.

 

Guy Debord (La sociedad del espectáculo): La creatividad liberada en la construcción de todos los momentos y acontecimientos de la vida cotidiana es la única poesía que podemos reconocer, la poesía hecha por todos, el inicio de la fiesta revolucionaria.

 

Tal es la apuesta, intervenir en la cotidianidad sin pedir permiso, pues el espacio de la calle, en tanto no pertenece a nadie, pertenece a todos. Se trata de ocupar, invadir e interrumpir las prácticas del poder poniendo en juego la manifestación espontánea de las fuerzas emancipadoras.

 

Detenerse en los escaparates, atender señales, perderse entre concurridos espacios saturados de bienes de consumo diseñados para satisfacer apetitos inducidos, minuto a minuto, circunstancial, efímeramente, cada vez como si fuera la primera. Por doquier zonas rojas, zonas blancas, zonas negras; bares, parques de recreo. Drogadictos y “gente bonita”. Transportes, medios de comunicación, el eterno de la moda y la persistencia reiterativa del colorido cartel publicitario prometiéndole futuros promisorios por igual a la canalla, al drogadicto o a “la gente bonita”. Territorio de la banalidad donde todo se rehace y se desvanece, y en que costumbres y tradiciones diversas se entrecruzan. La nación, la historia, el mundo que viene de lejos y lo actual encarnados, confundidos en la presencia agobiante de la estetización espectacular de la mercancía. En efecto, estamos ocupados por la inmensa acumulación de espectáculos dedicada a organizar el sistema de la apariencia y a aniquilar la autonomía de los individuos mediante simulacros de felicidad colectiva. Resulta urgente, pues, desmontar los consensos identitarios que propician el espejismo de vivir en una auténtica comunidad.

 

Y el arte disidente tiene mucho que hacer en la tarea desconstructiva: lo primero, desterrar estereotipos; lo segundo, recuperar los lenguajes artísticos abiertos, complejos e imaginativos; lo tercero, traer al mundo lo que quiere ser abortado y apuntar más allá del sistema. Cuestionamiento propositivo, que debe poner de manifiesto dos cosas: los fundamentos del espectáculo y lo que queda fuera de éste. Si hablamos de arte es porque el domino del espectáculo ocupa el plano de la seducción estética, mediante una oferta de imágenes que convierte la enajenación en un atractivo deseable. Y para destruir la enajenación hay que practicar el entrismo, o sea, meterse en sus entrañas y destriparlo. No es de extrañar el surgimiento de prácticas artísticas crítico-activas que ligan el arte a la vida y ponen en jaque a la sociedad del espectáculo; pienso ahora mismo en el happening, el perfomance, fluxus y el teatro del cuerpo. Prácticas completadas por informaciones alternativas y desvíos existenciales rizomáticos. Todo esto en el corazón del ámbito cotidiano-concreto en que se desenvuelven, segundo a segundo, las relaciones básicas entre los hombres. Como señala Guy Debort en La sociedad del espectáculo, hay que atreverse a bajar el arte y el pensamiento de las alturas: “Hasta ahora, los filósofos y los artistas no han hecho más que interpretar las situaciones; de lo que se trata en adelante es de trasformarlas”.

 

Tal es la apuesta, intervenir en la cotidianidad sin pedir permiso, pues el espacio de la calle, en tanto no pertenece a nadie, pertenece a todos. Se trata de ocupar, invadir e interrumpir las prácticas del poder poniendo en juego la manifestación espontánea de las fuerzas emancipadoras. Todo lo que el arte marginal y distanciado prometió como alternativa debe estar ahora presente en la vida: “No queremos trabajar en el espectáculo del fin del mundo, sino en el fin del mundo del espectáculo”. Ni torre de marfil. Ni alquimia estético-purista embelesada en perfecciones imposibles. Ni ensimismamiento extremo y estéril. Quizás lo más pertinente consista en realizar un arte que esté en todas partes; o sea, que dinamite la banalidad allí donde ejerce su dominio; a saber: en el mundo del uno de tantos cuya vivencia se encuentra atravesada por efímeras imágenes profanas, por símbolos fugaces que cubren el espacio de la nada espectacular.

 

El tiempo de las vanguardias políticas y de las rutas únicas ha llegado a su fin, pues si algo se pretende con la crítica del espectáculo es alentar la diferencia que anida en cada uno. Diferencia que exige que la represión, la intolerancia y la banalidad simple y llana cedan el paso a relaciones sociales antijerárquicas, a lenguajes no colonizados y, sobre todo, a lo intempestivo. Gracias a la irrupción de lo intempestivo podemos descubrir que el tiempo de la diferencia existe y, en consecuencia, que la espacialización del tiempo intrínseca al espectáculo es una mera apariencia paralizante que contribuye a postrarse ante el hechizo de los despotismos en oferta. Con el ejemplo del arte insurgente como bandera, el situacionismo reconoce que cada individuo, cada acontecimiento, se debe a lo original e irrepetible y que no debemos considerar a la historia, por lo tanto, como una línea continua, recta y vacía, sino más bien como el advenimiento perpetuo de discontinuidades transgresoras. La intempestividad que afirma la existencia del tiempo finito y del acontecimiento único debe abrir, al menos, una herida en el cuerpo eterno y fatal de la mercancía triunfante.

 

Pero los hechos, hechos son. Por donde enfoquemos el asunto de la modernidad consumada topamos con la presencia insoslayable de un paisaje estético artificial conformado por fetiches compartidos. Si aludimos al sistema capitalista sobrepasando el mero modo de producción es porque ese sistema aspira a convertirse en cultura general. En cierta medida, lo ha conseguido ya. Si algo lo impide —y no sabemos por cuánto tiempo— es la persistencia del arte que aún no ha caído en las garras de los perros guardianes. Para el que esto escribe (lo expuesto hasta aquí es buena muestra), acercar el arte a la vida le abre la posibilidad a ésta de romper los barrotes de la reificación unidimensional. Hablo del carácter desmitificador del arte, a sabiendas de que hoy en día hay un sinnúmero de aves de mal agüero —incluidos no pocos artistas— que insisten en proclamar la muerte del arte, o lo que es lo mismo, en considerar al arte y a la vida como entidades equivalentes, lo cual condena al primero a caer en las redes de la cultura del espectáculo: momento en que el sistema se convertiría en un absoluto en donde lo otro ha sido, por fin, aniquilado.

 

Y no, no se trata de ser ingenuos. Estoy con Baudrillard (La ilusión y la desilusión estéticas) en que el gran reto del arte estriba hoy en reconocer y gestionar su muerte. Lo primero que tiene que hacerse al respecto es dejar de simular que lo que ofrece la industria de la cultura es arte. Cuando se proclama que todo es arte es el fin del arte: pintores que simulan que pintan, poetas que quieren convencernos de que las musas siguen inspirándolos, músicos que no se quedan atrás en la apoteosis del simulacro, lo mismo puede decirse de “los artistas alternativos”…, y, consumando la parodia, el arte conceptual consagrado a legitimar lo banal. Y siguen y siguen: los quince minutos de fama están a la vuelta de la esquina. Puede ser que los consumidores de museos sean los sepultureros del arte. De acuerdo: ya no hay alteridad ni diferencia ni imaginación ni ausencia ni silencio, y ni siquiera es necesario, puesto que el mercado y el mundo mediático tienen la última palabra. Ahora bien, disimular que el arte existe y se expande por los cuatro puntos cardinales (ahí están los nuevos y espectaculares museos para comprobarlo) es una tendencia inmanente a la cultura del espectáculo. Pero quedarse ahí es ser víctima de esa cultura.

 

Por mi parte, creo que hay un arte sin complacencias que entierra lo que está muerto y nos invita a radicalizar la crítica de la sociedad administrada, teniendo por cómplices al cuerpo, a la naturaleza y a la cibercultura. Pero de este arte inesperado hablaremos en otra ocasión, por de pronto, dejemos las cosas en suspenso.

Publicado originalmente en Replicante no. 5, “El estado del arte”, otoño de 2005.

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