[Publicado en: Estudios Políticos, cuarta época, núm. 13, octubre-diciembre de 1996, pp. 201-212.]
Las culturas políticas y su análisis: una perspectiva
Roberto Vallín Medina
A Lourdes Quintanilla, en agradecimiento por
su amistad y magisterio generosos.
Preámbulo
A lo largo de los años ochenta se evidenció -por lo menos de una manera más clara- la crisis de la visión y de los presupuestos que sustentaban el universalismo en el ámbito de las ciencias sociales. El caso más conspicuo fue protagonizado por el marxismo, en su propósito de constituirse como pretensa visión omnicomprensiva de la realidad. Como tantas veces se ha señalado, dicha crisis también ha sido la de una visión de la historia y del tiempo lineales; así, el concepto de progreso y el acervo de los presupuestos teóricos en los que se fundaba -lo mismo que las corrientes de pensamiento que se basaban en tal concepto-- fueron sometidos a una crítica intensa y desmitificadora. A este propósito, el campo de la política comparada, en el que se inscribe el análisis de la(s) cultura(s) política(s), no ha sido la excepción; de tal suerte, el hecho se ha traducido en la renovación de los paradigmas de la ciencia política.
Entre otras manifestaciones de dicha renovación, y como testimonio de ello, tiene lugar el redescubrimiento del análisis cultural desde una perspectiva estratégica -por lo menos desde el punto de· vista de la ciencia política europea continental. Juntamente con ello se verifica una reivindicación de la sociología de corte weberiano que marca una distancia crítica frente a un concepto abstracto de sociedad, y, en cambio, se afianza en el de acción social, definido- en términos muy generales- como el de una acción protagonizada por un actor en referencia o dirección a otro, en el ámbito interactivo de un sentido compartido por los actores involucrados. En consecuencia, se trata de una relación y de un juego interactivos basados en el sustrato que ofrece la cultura, en un sentido amplio, es decir, antropológico y sociológico.
El concepto de análisis cultural, cuyas prácticas se remontan a la segunda mitad del siglo pasado en la antropología anglosajona, tuvo como propósito analizar a las sociedades primitivas, pequeñas por definición, y con una gran integración comunitaria. Por ello mismo, tal perspectiva debía transformarse en la medida en que la cultura, entonces, era definida como el conjunto de los valores compartidos virtualmente por todos los miembros de una comunidad. La complejidad, la diferenciación y conflictividad de las sociedades industriales se avenía mal y no se correspondía con un sistema de valores homogéneo y unánime. Por tal motivo, la definición normativa de cultura necesariamente se ha transformado con el advenimiento de nuestras sociedades, mucho más complejas y cualitativamente distintas a aquellas otras.
Además, a la luz de sociedades mucho más complejas, la cultura no puede entenderse exclusivamente a partir de su definición histórica, es decir, como la herencia transmitida a lo largo de las generaciones, de acuerdo a un mecanismo ineluctable y previsible de reproducción de lo social. Esta definición se correspondía con las sociedades tradicionales, en las que indudablemente sólo la tradición era fuente de legítimo orden, mientras que en las sociedades modernas predominan los cambios sociales y la innovación, procesos en los que el desarrollo de las fuerzas tecnocientíficas han desempeñado un papel fundamental e irreversible. Además, apenas si vale la pena señalar que la cultura también es materia de cambio e innovación. En tal sentido, abrazar un concepto de cultura fundado en concepciones meramente históricas por reproductoras, supondría una visión estática de las culturas y de los modelos políticos afines o correspondientes.
Otra reticencia es suscitada por la concepción comportamentalista o «behaviorista» de la cultura, que más bien cifra su atención en un modelo de comportamiento que previsiblemente deberían adoptar, si no todos los miembros de una cultura, sí su gran mayoría. En este sentido, resulta contraproducente y riesgoso invocar la existencia de este modelo de comportamiento dominante, ya que la cultura difícilmente puede ubicarse al nivel de 10 fácilmente observable, hipótesis en la que puede incurrirse si se sobrestiman los aportes de las técnicas de observación de una sociedad; en este mismo sentido, no es conveniente segmentar la cultura de acuerdo a tipos de comportamientos y volverla materia de conjeturas excesivas. Sin menoscabo del papel pionero y fundamental que han desempeñado Gabriel Almond y Sidney Yerba, "padres fundadores" de la perspectiva de análisis de la cultura "cívica" en la ciencia política, y concretamente asumiendo la importancia de su investigación pionera -The Civic Culture (1963)-, en la que se compara el comportamiento político de las sociedades de Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia y México, hay que señalar que los sociólogos norteamericanos incurren en presupuestos y sesgos que evidentemente deben ser objeto de crítica.
De manera sumamente debatible, Almond y Yerba integran a una cultura la no muy evidente regularidad observada en la producción de los comportamientos sociales, regularidad delimitada, a su vez, en forma dudosa y sin la suficiente consistencia; 10 hacen sin considerar las interacciones sociales, el papel que juegan las instituciones y de qué manera se originan las situaciones en que tienen lugar los comportamientos. Víctimas y victimarios en nombre de una visión desarrollista y etnocéntrica -por cuanto reivindican una identidad universal de los comportamientos-, desdeñan, o por 10 menos desatienden la especificidad de los modos de construcción de 10 político, característicos de cada sociedad. Por 10 tanto, los análisis de Almond y Yerba sin duda adolecerían de un etnocentrismo difuso, oculto tras el cortinaje de un universalismo exacerbado, e ineluctablemente reproducido por éste. Se trata de un conocimiento "universalizante" que sacrifica las «singularidades concretas» en nombre de "universales abstractos" y malentendidos que, como consecuencia lógica y en última instancia, excluyen las aportaciones históricas, culturales y antropológicas que ofrecen, a su vez, una perspectiva generosa en beneficio del análisis de la(s) cultura(s) política(s).
Entrada en materia
Los actos de los individuos en sociedad se inscriben en el ámbito de la cultura heredada y adquirida, en virtud de la que cobran sentido a partir de diversos instrumentos regulatorios y de orientación: códigos, valores, reglas: figuras que sancionan lo deseable y lo permisible, lo indeseable y lo interdicto, que asimismo indican el campo de lo posible y aun de lo pensable. Vinculada a la política, la cultura (u orden simbólico, ideología dominante, etcétera) alude a la coacción o sujeción interiorizada de los individuos, a la producción de subjetividades individuales que se añaden al ejercicio de la violencia explícita para garantizar el orden político y social. Las instituciones son los "mecanismos" que articulan esta sujeción, mismas que cumplen el papel de amalgama y memoria de la sociedad. Las conductas de los individuos -o mejor aún, de los actores políticos- están regidas por mecanismos interiorizados por vía de aculturación y de socialización. En este marco, la cultura política es el vínculo que une a la micro y a la macropolítica.
Por otra parte, las instituciones, los actores y los comportamientos políticos deben entenderse en el ámbito de la cultura política como un fenómeno plural y diverso. En este sentido, la formulación de "cultura política", en singular, entraña en sí misma una pluralidad cierta, si bien existe un factor común que se encuentra presente en la variedad de las culturas políticas, en el plano de lo micro social y en su traducción: la actitud hacia el régimen político, ya sea en términos de rechazo o de aceptación y del interés que la ciudadanía y los actores políticos dispensen a las reglas que regulan el funcionamiento del sistema político en cuestión. Las actitudes, que justamente tienen como telón de fondo al sistema cultural, vinculan la identidad ("esencia") y los intereses ("existencia") de los actores políticos. Las culturas políticas englobarían, así, las predisposiciones, las representaciones y los valores, identidades e intereses que orientan los comportamientos individuales y colectivos.
El esquema que en este ensayo habrá de proponerse, en contribución al análisis de la cultura y de los fenómenos políticos, se basa en escalas de duración y de niveles de análisis que se relacionan entre sí, y evidencian un vínculo entre la identidad profunda e implícita en el actor político, y sus intereses, que se manifiestan explícitos en el ámbito microsocial de una situación concreta de interacción. La identidad profunda apela a la existencia de lo político en forma difusa e interiorizada; referente colectivo (clase social, comunidad local, generación ...) al que el actor se remite al afirmar su identidad o al defender sus intereses.
Así, la cultura contiene el repertorio de los elementos que conforman las identidades colectivas y, consecuentemente, los sistemas de actitudes que ya de manera individualizada se traducirán en conductas; de hecho, la duración de la situación de interacción es corta y puede ser sumamente breve. En la situación, la acción es causada por el desafío y la reivindicación de los intereses, que a su vez se traducen en conductas verbales y no-verbales. Por vía de identidades colectivas, la cultura -a través de la socialización y la aculturación- permea los sistemas de actitudes individuales. En el largo plazo el sistema cultural va construyendo las actitudes cognoscitivas, afectivas y evaluativas de los individuos o actores, mismas que predisponen a la acción, con orientación y sentido definidos. Tales actitudes influyen en las conductas y opiniones que se producen a partir de representaciones y valores.
Si la cultura constituye la variable independiente de análisis o referencia, y por tanto influye en los demás componentes, también es cierto que en relación al ámbito macrosocial o cultural, la reproducción microsocial de situaciones percibidas como iguales o muy semejantes modifica las respuestas individuales y colectivas por vía de cotejo y recensión memoriosa. Justamente es ésta la manera en que se construye la memoria de las sociedades. En tal sentido, la cultura es, asimismo, el resultado de un proceso de racionalizaciones, a posteriori de las conductas más o menos frecuentemente adoptadas en situaciones parecidas y por tanto comparables, así como de los efectos de dichas situaciones. En consecuencia, las identidades se construyen y modifican lentamente por la puesta en juego de intereses en toda situación de interacción, y, a su vez, las identidades posibilitan el reconocimiento de quienes asumen las mismas posiciones, de quienes toman el mismo partido.
Así, desde una perspectiva que rescata y vincula el acervo de las heredades culturales y de las situaciones de interacción, la cultura política es el conjunto de las actitudes, creencias y sentimientos que dan orden y sentido a un proceso político y que proveen las reglas y las convicciones subyacentes que ordenan o regulan el comportamiento en el sistema político. Las culturas (políticas) proveerían, entonces, las creencias fundamentales e interiorizadas, los principios subrepticios, no manifiestos, que gobiernan la distribución de las preferencias por una conducta o política particulares, y constituyen un eslabón fundamental entre los acontecimientos políticos y la conducta de los individuos o grupos; en este sentido, señalemos que si los actos del personal político afectan el comportamiento de individuos y grupos, desde un punto de vista cultural, dicha conducta 'está influida en alto grado por las significaciones sociales que se otorgan a dichos acontecimientos por los observadores. Se trata aquí de la influencia que ejercen entre sí las prácticas y los discursos, en el contexto de la sociedad instituida y de la sociedad instituyente. A este propósito, en ocasiones, las reglas contingentes que definen una situación de interacción, se imponen a las herencias culturales; otras -las más- éstas refuerzan la lógica que define los papeles que asumen los actores involucrados en una situación de acuerdo y/o enfrentamiento, o, dicho de otra manera, de careo de intereses.
La importancia de los valores es capital en el ámbito de vinculación entre la cultura, las identidades culturales y las situaciones de interacción, ya que constituyen figuras de lo deseable que a su vez entrañan la puesta en acto de aspiraciones y representaciones. Los valores son instrumentos o dispositivos que orientan a los individuos en la complejidad del mundo y brindan un sentido a la existencia, así como posibilitan al individuo su identificación con otros individuos y grupos. La identificación se cumple a través de un proceso psicológico inconsciente/consciente -del que rinde cuenta el psicoanálisis freudiano- que influye en el comportamiento político como ningún otro proceso psicológico: la identificación seria la expresión más primitiva de un lazo emocional entre sujetos, que parte de la identificación que el individuo experimenta en su niñez en relación del padre como ideal del yo.
Los valores posibilitan que el individuo se oriente en una dirección histórica, mientras los códigos de comportamiento le permiten conducirse en el seno de la sociedad y mantener con ella una relación de interpelación. Los valores le indican al individuo el sentido de la existencia y los códigos de conducta de qué manera vivirla. Por su parte, la identidad del grupo está conformada por valores, creencias y convicciones, es decir, por un ethos, mientras que los estilos (políticos) evidencian las diferencias sociales; asimismo, las creencias contienen a los intereses; éstos, a su vez, comprenden la manera en que son afirmadas las creencias, al margen de sus contenidos, y la forma de aplicar las creencias fundamentales a la política, aplicación que se verifica en el ámbito de contacto de la(s) cultura(s) política(s) y la situación de interacción. Así, los valores se traducen en conductas verbales y no-verbales, y estas formas se encuentran subordinadas a los sistemas de actitudes específicas del grupo al que se pertenece. Dichas formas pueden ser abiertas-cerradas, ideológicas-pragmáticas, explícitas-implícitas, tolerantes-intolerantes ... Así, en una situación de interacción predomina la identidad y la necesidad de su afirmación por el individuo cuando en tal situación las conductas se subordinan a los principios, más allá de las oportunidades que pudiera ofrecer.
Desde los ámbitos macro y microsocial, respectivamente, cultura y situación indudablemente influyen en los sistemas de actitudes y sistemas de conductas. Para que una representación social se convierta en un valor que justifique determinada convicción, los perceptos deben convertirse en conceptos y así lograr su permanencia; éstos, a su vez, deben ser revestidos por los afectos, para convertirse finalmente en normas. La cultura, asimismo, se construye mediante la agregación y superposición de actitudes y conductas de los agentes sociales que se identifican con un grupo de referencia. Esta realidad apela a la relación entre lo individual y lo social, relación que hemos de tratar desde el punto de vista no de los procesos psicológicos en sentido estricto, sino desde la perspectiva de los procesos simbólicos. El lenguaje simbólico se asocia a perceptos, normas, conceptos y afectos, y apela a procesos en los que el símbolo liga al individuo en una interación incesante en el que se apoyan y cobran su sentido las sociedades. En el símbolo, el significante no se adecua perfectamente a un significado, ya que éste desborda a aquél, por una parte; por otra, si el signo lingüístico nombra o designa, el símbolo indica, de tal suerte que a través del símbolo el pensamiento imagina lo que, más allá de todo lenguaje, es del orden de lo inefable y originario.
Abundando, diremos que los símbolos sirven a la conciencia para representarse el mundo de manera indirecta, de manera que el objeto no se presenta de "cuerpo entero" ante la sensibilidad o la percepción; así, en este caso el objeto ausente se representa, ante la conciencia de una manera indirecta, mediante una imagen, en el sentido más amplio del término. Los símbolos están presentes en los sistemas culturales de manera difusa, evidenciando la continuidad de los sistemas que componen el esquema de análisis de las culturas políticas; por lo tanto, los símbolos evidencian la ausencia de un corte entre lo individual y lo colectivo y lo psicológico y lo social. Retomando estas afirmaciones, se comprende que la(s) cultura(s) política(s) esté(n) definida(s) por una orientación subjetiva hacia la política, resultante de la interiorización de modelos de interacción que funcionan como estructuras sociales que se apoyan en valores políticos compartidos.
Por un lado, la cultura política se despliega en el ámbito del orden social, es decir, en el espacio que constituye el patrimonio de una colectividad, de una nación, de un partido, etcétera. Por otro, pareciera que los sistemas de creencias están más comprometidos en los juegos interactivos de las economías existenciales y cotidianas que en las relaciones políticas. Frente al hecho de que la cultura forma un todo puede asumirse, por una parte, que es necesario distinguir entre cultura global y cultura política, y así concentrarse principalmente en el análisis de las actitudes, o bien, por otra, conocer la cultura en su sentido amplio y saber cuál es el impacto cultural en los sistemas de creencias políticas (la convicción de no poder controlar la naturaleza física o las relaciones sociales, lo que vulnera la confianza en las políticas públicas etcétera). En la medida en que estas convicciones -u otras recorren implícitamente el ámbito general de una cultura, tales valores y convicciones colectivos no se perciben como problemáticos.
La cultura política, por el contrario -y con ella la antropología política- amplía el ámbito de conflicto, pues define el espacio y los límites de la política, y, por lo tanto, se aboca a establecer qué agentes participan de manera aceptable; la confianza depositada en los responsables del sistema político; la manera en que se evalúan sus capacidades y competencias; se aboca a ponderar las expectativas que suscitan las políticas públicas; en qué forma alentar o desalentar la participación política; cómo debe canalizarse la violencia posible y las discordias a través de qué medios y establecer qué es lo legítimamente debatible en el sistema político. Una sociedad· puede compartir los valores centrales de una cultura, pero al momento de entrar en juego desafíos estratégicos de intereses, puede dividirse en "subculturas".
En el esquema analítico que hemos propuesto, las macropolíticas de regulación y las estrategias micropolíticas del conflicto tienen un lugar estratégico, y recorren el conjunto de las relaciones entre identidades sociales e intereses individuales, en el largo y el corto plazos; de manera que en el sistema de acción concreta (o situación de interacción) entran en con., tacto el sistema de identidades y el sistema de intereses. Otro de los espacios que pertenecen al ámbito de discusión de la cultura política es el ocupado por la democracia y la participación; concretamente por lo que se refiere a la existencia de una "cultura cívica" consustancial a la democracia; así, se trata de saber si a los regímenes conviene o no una participación débil o fuerte, si ello se vincula o refiere a cada sistema político en particular, etcétera. A este propósito enfaticemos que la perspectiva que ofrecen Almond y Yerba es limitada, ya que en todo caso se plantea como una teoría psicológica de la estabilidad democrática, al reivindicar una perspectiva universalista y etnocéntrica que no considera la historia y el desarrollo político de las sociedades concretas, como ya hemos señalado.
El propósito de los análisis de cultura política sería, por una parte, discernir en el espacio las leyes generales de funcionamiento de los sistemas políticos, y, por otra, analizar, en el tiempo, el "desarrollo político" que debe servir al conocimiento sobre las construcciones nacionales y estatales y no como escala evolutiva. Los politólogos dedicados al estudio de los sistemas políticos occidentales no se han distinguido particularmente por una voluntad de comprender los fundamentos culturales de los sistemas políticos de los países examinados, sino, más bien, de establecer los límites y delineamientos de actitudes más adecuadas a garantizar la estabilidad de las instituciones democráticas. Es decir, para los politólogos referidos, "trabajar sobre la cultura consiste en investigar el sistema de actitudes considerado como universalizable, capaz de asegurar el máximo de estabilidad y de integración al gobierno moderno". Así, la ciencia política se esforzaría en validar la progresión de los modelos occidentales de gobierno hacia la universalización, sin tomar en cuenta el carácter singular y concreto de las formaciones sociales.
En el caso paradigmático del análisis sistémico se trata de imponer un criterio analítico de transculturación a partir del que deben ser entendidas las relaciones políticas, criterio del que se deducen, consecuentemente, tipos o tipologías cuya utilidad remite a la clasificación de sistemas bajo el criterio de capacidad y solvencia políticas. Estas construcciones sólo servirían para reforzar las capacidades del sistema. El concepto de desarrollo político que se desprende de ello, describiría, en última instancia a partir del etnocentrismo de las sociedades industrializadas y de una racionalización sobre todo meramente instrumental, el cumplimiento de una concepción universalista en todas aquellas sociedades no occidentales o no plenamente occidentalizadas. Además, yen consecuencia, desde tal perspectiva los periodos de autoritarismo que experimentaran dichas sociedades serían interpretados como forzosamente transitorios, en la medida en que, más allá de cierto punto, y según una lógica progresiva, pretendidamente ineluctable, dichas formaciones sociales desembocarían en la democracia verdadera.
El análisis de las culturas políticas se pregunta por los apoyos en que se asientan los sistemas políticos, sean o no democráticos; en otras palabras, trata de discernir si estos apoyos son productos culturales o estructurales. Asimismo, la "cultura cívica", como teoría psicológica de estabilidad democrática, se constituye en un modelo ideal basado en un equilibrio que se traduce en moderación y que es capaz de producir sus propios apoyos. En esta concepción, la "cultura cívica" como ideal de moderación política ha sido identificada, por una parte, con un consenso legitimador de las instituciones; por otra, con el sentido y contenido de las políticas públicas, que debe atender las necesidades del mayor número posible de electores, y, asimismo, con un ejercicio de tolerancia incluyente que acepte a la pluralidad de los intereses en un sistema político bajo la premisa de que son conciliables.
Para explicar la estabilidad de un gobierno democrático sería necesario considerar, además de éstos, otros factores como la pasividad, la lealtad, la deferencia hacia la autoridad y la competencia. Podemos afirmar, apartándonos de las concepciones "ortodoxas" de la cultura cívica (i.e. Almond y Yerba), que estos dos conjuntos de atributos son, en realidad, una mezcla de características modernas y tradicionales, una combinación de temperamentos que presumiblemente responden -en una perspectiva histórica- a las relaciones entre la sociedad y el Estado y/o los centros de poder en sistemas políticos concretos. De esta manera, la relación de los grupos sociales y dirigentes en diferentes sociedades, y sus relaciones internas, están articuladas según se encuentren confrontados a un Estado fuertemente institucionalizado, o a un centro de poder que ejerza funciones de coordinación.
La discusión de la(s) cultura(s) política(s) aborda, asimismo, "las percepciones subjetivas de la historia y la política, las creencias fundamentales y los valores, los objetos de identificación y las lealtades, el conocimiento político y las expectativas de la experiencia histórica de naciones y grupos". La cultura política reflexionaría, por tanto, sobre la influencia que pueden ejercer las convicciones políticas en los sistemas políticos, sobre la manera en que las experiencias históricas influyen en los individuos respecto a lo que piensan en general, y en particular sobre la política, y la vinculación entre pensamientos y actos vinculados a lo político y a la política. En este contexto, los pensamientos pueden traducirse en racionalizaciones a posteriori de los acontecimientos, mismos que al cabo si convierten en hechos históricos, de manera que se transforman en materia de la memoria individual y colectiva; así, al convertirse en experiencia, e acontecimiento influye en la conformación de las actitudes y en el largo plazo en el propio sistema cultural.
Puede afirmarse, de igual manera, que entre más estrecha sea y parezca la vinculación entre el sistema político y los hechos históricos más significativos, en el marco de la continuidad cultural del pueblo, que engendra los apoyos al sistema político, la adhesión que dispensen los individuos a éste será más evidente y firme. Los hechos significativos, que con frecuencia se presentan como mitos fundadores y en los que los pueblos representan su pasado, indican el grado y el objeto de sus lealtades. De hecho, para saber por qué razones una sociedad es leal a su Estado, es necesario que el análisis de las culturas políticas se apoye -más allá de la historia que privilegia los acontecimientos- en la historia antropológica, cuya visión es de profundidad y largo aliento.
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