[Publicado en: Gomáriz et al., Democracia de Género. Una propuesta para Mujeres y Hombres del Siglo XXI, Fundación Heinrich Böll, El Salvador, 2000, pp. 82-92.]
Género: los conflictos y desafíos del nuevo paradigma
Marta Lamas
Comprender correctamente qué son el género y la diferencia sexual sigue siendo fundamental para desarrollar una concepción realista de los seres humanos, indispensable para el avance de una política democrática radical. El objetivo de este texto es mostrar que en el movimiento feminista existe un traslape conceptual de ambos conceptos y abogar tanto por una mayor precisión teórica como por la incorporación de autores no feministas. En este sentido, estas páginas deben leerse como una autocrítica y también como una invitación a romper la circularidad del debate feminista.
La diferencia entre sexo y género
Un gran logro del feminismo ha sido modificar no sólo la perspectiva política con que se abordaba el conflicto de las relaciones mujer-hombre, sino también transformar el paradigma con el cual se explicaba. El nuevo concepto género permitió entender que no es la anatomía lo que posiciona a mujeres y hombres en ámbitos y jerarquías distintos, sino la simbolización que las sociedades hacen de ella. El feminismo desarrolló el concepto de género como el conjunto de ideas en una cultura sobre lo que es “propio” de los hombres y “propio” de las mujeres y con él se propuso revisar cómo la determinación de género avala la dicotomía en la que se funda la tradición intelectual occidental. Dicha tradición es, además, androcéntrica, lo cual sesga la producción de conocimiento y genera ciertos postulados que legitiman mecanismos de dominación y exclusión.
Coincidiendo con las ideas postestructuralistas, pero producto de un largo proceso político, la reflexión crítica feminista se volcó a cuestionar los principios epistemológicos androcéntricos y sexistas que alimentan la historia de las ideas occidentales. Posteriormente las feministas utilizaron la desconstrucción para hacer un nuevo tipo de investigación, con un aliento teórico dirigido a desarmar los códigos patriarcales heredados de la ética y la política y a cuestionar las estructuras simbólicas que posibilitan y rigen las prácticas y reflexiones humanas.
Mientras las académicas y teóricas investigaban y criticaban la supuesta objetividad y universalidad del discurso científico, basado en la concepción de un sujeto teóricamente neutro pero simbólicamente masculino –el Hombre–, el movimiento feminista incorporó en su discurso político la perspectiva que tomaba el género como razón explicativa de la desigualdad. El movimiento luchaba porque se pusiera fin a las discriminaciones y opresiones específicas en el trato sexual, político, laboral y social, y argumentar que dichas desigualdades derivan no de la biología sino de la simbolización que se hace de ella permitió una intervención que rompía con el determinismo biológico y socavaba las nociones tradicionales de qué son las mujeres y los hombres.
Sin aspirar a que se considerara a las mujeres como idénticas a los hombres, se reformuló casi imperceptiblemente el punto central de disenso con dos preguntas que todavía hoy marcan las fronteras del pensamiento feminista: 1, si hay una igualdad esencial entre los sexos, ¿cuál es?; y 2, si hay una diferencia esencial ¿en qué consiste? De la denuncia básica del sexismo se pasó a plantear el dilema entre luchar por la igualdad con los hombres o reivindicar la diferencia como mujeres. Como bien señaló Joan Scott, este es un asunto irresoluble, y puesto que mujeres y hombres somos iguales en tanto seres humanos y diferentes en tanto sexos, no se puede optar, exclusivamente y de una vez por todas, por la igualdad o por la diferencia (Scott, 1992).
Para elaborar sus planteamientos teóricos, las feministas norteamericanas recurrieron a la diferencia de género, mientras las europeas, más influenciadas por el psicoanálisis lacaniano, se interesaron por analizar la diferencia sexual en toda su complejidad.2 Al circunscribir la definición de diferencia sexual a lo anatómico, limitándola a una distinción sustantiva entre dos grupos de personas en función de su sexo, o sea, a un concepto taxonómico, análogo al de clase social, o al de raza, las norteamericanas eludieron cuestiones claves de la constitución del sujeto. Al no usar el concepto psicoanalítico de diferencia sexual, que rebasa los límites de la mera interrogación de los papeles sociales, se ignora el papel del inconsciente en la formación de la identidad sexual, y la inestabilidad de tal identidad, impuesta en un sujeto que es fundamentalmente bisexual. Esto tiñó la forma en que la reflexión feminista distinguió entre sexo y género, y afloraron creencias poco razonadas, como la dicotomía cartesiana de mente y cuerpo.
Al imaginar la mente como una página en blanco, sobre la cual la sociedad escribe un “script” con papeles diferenciados para mujeres y hombres, se pensó al cuerpo como mediador pasivo de estas prescripciones. Armar sus propuestas políticas sobre la conceptualización de mente y cuerpo como tabulas rasas (Gatens 1991) llevó a parte del feminismo a plantear como vía una especie de recondicionamiento social: una reeducación voluntarista y bien intencionada para transformar los códigos patriarcales arbitrarios y opresivos, y fomentar el aprendizaje de conductas y rasgos “políticamente correctos”.3 Esta actitud de buenos propósitos, cuestionada por las psicoanalistas feministas inglesas (Adams y Cowie 1990), responde a una división dentro del posicionamiento teórico del pensamiento psicoanalítico.
Aunque el psicoanálisis rebasa las dos perspectivas –la biológica (el sexo) y la sociológica (el género)– con las que se pretende explicar las diferencias entre hombres y mujeres, pues plantea la existencia de una realidad psíquica, muy distinta a una esencia biológica o a la marca implacable de la socialización, hay que precisar de qué psicoanálisis se está hablando. En la reflexión feminista se manifiestan claramente dos escuelas psicoanalíticas: la escuela norteamericana, que trabaja con el género y la teoría de las relaciones de objeto y la escuela lacaniana, que usa el concepto de diferencia sexual. El feminismo norteamericano, que ha tenido más influencia que otros en América Latina, ha desarrollado un psicoanálisis sociologizado, que no incorpora el concepto lacaniano de realidad psíquica. Esto lo lleva a pensar que lo que está en juego primordialmente son los factores sociales y, por tanto, el género, con su diferente “potencial de relación” entre los sexos.4
Esta corriente de psicoanalistas norteamericanas plantea que las personas están configuradas por la historia de su propia infancia, por las relaciones del pasado y del presente dentro de la familia y fuera de ella. Para ellas la diferencia sexual se reduce a las diferencias de sexo y los registros simbólico e imaginario no existen. Su concepción de lo psíquico las lleva a considerar las relaciones sociales de un modo muy simplista, como si el principio de igualdad fuera a modificar el estatuto de lo psíquico. Si bien es urgente una alteración crucial de las relaciones sociales, para lo cual hay que transformar el ámbito de lo social, es paradójico tomar lo social como el factor determinante de lo psíquico. La posibilidad de incidir políticamente se potencia justamente cuando se comprende la diferencia entre el ámbito psíquico y el social.
Por otra parte, las psicoanalistas inglesas lacanianas fueron quienes insistieron en la necesidad de utilizar la teoría psicoanalítica para abordar los problemas de la diferencia sexual. El grupo feminista nucleado alrededor de la revista m/f5, se propuso escudriñar los planteamientos feministas socialistas, y mostrar cómo el discurso da forma a la acción y cómo hace posibles ciertas estrategias. Este grupo desarrolló un proyecto desconstructivista en el sentido más amplio del término, y le negó una especificidad fundante al feminismo al cuestionar la idea de la Mujer. Aunque su adhesión al psicoanálisis le ganó acusaciones de elitista e indiferente a las urgencias políticas, m/f difundió las ideas psicoanalíticas para la teoría feminista.
Por su parte, las teóricas feministas norteamericanas, al reconocer la importancia de la explicación psicológica, trataron de encontrar una perspectiva para dar cuenta de lo psíquico capaz de “articularse” con recuentos sociales e históricos sobre las mujeres armados con otras categorías, como las de clase, raza y etnicidad. Por ello, sustituyeron la categoría psicoanalítica diferencia sexual por género, pues dicha categoría cumplía ese objetivo y les parecía menos compleja que diferencia sexual. El género se conceptualizó como una forma de referirse a los orígenes exclusivamente sociales de las identidades subjetivas de hombres y mujeres, y con él se eludió el papel del inconsciente en un sistema total de relaciones que incluye la subjetividad y la sexualidad.
En ese contexto, no es de extrañar, entonces, el éxito de los planteamientos de Judith Butler sobre el género, pues retoma cuestiones psíquicas para plantear el género como un hacer que constituye la identidad sexual. Para Butler el género es un proceso que articula sexo, deseo y práctica sexual en el cual el cuerpo es moldeado por la cultura mediante el discurso. De ahí su idea de la desconstrucción del género como un proceso de subversión cultural.
El género como performance
En nuestra región, las teorizaciones europeas y norteamericanas en torno al género nos han llegado, más que con la avalancha de escritoras feministas, por un puñado de autoras. A principios de los noventa Judith Butler publica Gender Trouble, una obra que integra perspectivas filosóficas y culturales en torno a las reflexiones sobre el género, el feminismo y la identidad (Butler 1990). En un ensayo anterior (Butler 1982), ya se había preguntado hasta dónde el género puede ser elegido. Partiendo de la idea de que las personas no sólo somos construidas socialmente, sino que en cierta medida nos construimos a nosotras mismas, Butler perfila el género como “el resultado de un proceso mediante el cual las personas recibimos significados culturales, pero también los innovamos.” De ahí que, para ella, “elegir” nuestro género signifique interpretar las normas de género recibidas de tal forma que se las reproduzca y organice de nueva cuenta. Desde ese texto Butler plantea la provocadora idea de que el género es un proyecto para renovar la historia cultural en nuestros propios términos corpóreos. ¿Cómo interpretar esto? ¿Cómo la escenificación de los mitos culturales en nuestro ámbito personal? ¿Cómo la posibilidad de construir nuestras propias versiones del género?
El debate feminista sobre género recibe una sacudida con la propuesta de Butler de conceptualizar al género como performance. Ella argumenta que el género es algo que se hace, como un estilo corporal sólo en escasa medida involuntario, ya que está arraigado profundamente en scripts culturales previos. Butler se interroga sobre si la “naturalidad” se constituye a través de actos culturales que producen reacciones en el cuerpo (¿ser femenina es un hecho “natural” o una “performance” cultural?) e indaga cuáles son las categorías fundantes de la identidad: ¿el sexo, el género, el deseo? Para responder, Butler se propone analizar una serie de “prácticas paradójicas” que ocasionan la “resignificación subversiva” del género y su “proliferación más allá de un marco binario”. Ella desarrolla un muy buen cuestionamiento al esencialismo, con su búsqueda de “lo genuino”. Además, distingue el ámbito psíquico del social, y señala que no hay que frenar la tarea política para explorar las cuestiones de la identidad. Así, abre una vía fecunda para el feminismo al preguntarse ¿qué nueva forma de política emerge cuando la identidad como terreno común ya no restringe el discurso de la política feminista?
Butler construye su discurso con connotaciones teatrales y “performativas”, y utiliza la jerga filosófica para avalar la propuesta feminista de distinguir el comportamiento de género del cuerpo biológico que lo alberga. Aunque retoma posiciones de Freud y de Lacan, se apoya más en figuras críticas del psicoanálisis como Kristeva, Irigaray y Wittig. Parte sustantiva de su interpretación tiene resonancias de autores franceses, como Mauss y Bourdieu, a quienes no cita, aunque comparte conceptualizaciones similares.
Mucho del éxito del trabajo de Butler radica en la inteligente desconstrucción que lleva a cabo y en el hecho de que se posiciona de manera novedosa frente a las dos líneas de argumentación sobre las cuales el feminismo ha construido interpretaciones sobre el conflicto del sexo/género/identidad. Una, la que piensa que la “diferencia sexual” está relacionada con la experiencia corporal, y que hace hincapié en que hay algo específico de las mujeres en virtud de su ser sexual y su función materna. Esta línea reproduce la concepción convencional de la distinción cuerpo/mente en el uso de sexo/género. La biología se piensa como un dato material, sobre el cual se establece una simbolización que deriva en prescripciones sobre lo “propio” de los hombres y lo “propio” de las mujeres.
Pero la forma en que el dato biológico es simbolizado en el inconsciente no es tomada en cuenta.
La otra, la de las feministas influenciadas por el psicoanálisis lacaniano, considera que la determinación sexual está en el inconsciente. Esto no elimina la posibilidad de criticar la definición patriarcal de “lo femenino” dentro del orden simbólico; al contrario, muchas psicoanalistas han iniciado una búsqueda para registrar esa “otredad” o “diferencia” que no es lo femenino tal y como es dicho dentro de una cultura “masculina”. Esta corriente plantea que la diferencia sexual implica no sólo anatomías distintas sino subjetividades vinculadas a un proceso imaginario: el sexo se asume en el inconsciente, independientemente de la anatomía.
Otras reflexiones feministas, que tratan lo que significaría la eliminación del marco binario con el que se piensa el género, no llegan a tener el impacto cultural de Butler, quien de pronto se convierte en un totem intelectual. Si bien Gender Trouble le consigue a Butler una cauda de admiradoras, también es muy criticada, porque su definición de género fundamentalmente como performance (como una actuación cuya condición coercitiva y ficticia se presta a un acto subversivo) deja de lado al cuerpo. Por eso en su libro siguiente, Bodies that Matter, ella responde a sus críticas planteando que aunque jugar con el género es una estrategia para resistir el esencialismo, “los cuerpos cuentan”. (Butler 1993)
Butler representa una ruptura con el discurso feminista sobre género, que durante los últimos años se había centrado en la denuncia o discusión sobre las consecuencias del género, dando pie a un corpus de teorizaciones y postulados parciales preocupados casi exclusivamente por el proceso de socialización. Pero aunque Butler rompe con la línea de privilegiar lo social sin visualizar lo psíquico –de ahí también su éxito–, no logra transmitir la complejidad de la adquisición de género por los cuerpos sexuados en una cultura.
Si bien comprender el género plantea la necesidad de analizar nuestro tejido intercultural — en el que se encuentran insertas costumbres y tradiciones sexistas, homófobas y machistas (además de racistas y clasistas)– hay completar dicha comprensión con una concepción no esencialista del ser humano, donde lo inconsciente juega un papel determinante. En la psique humana se condensan tanto las circunstancias y condiciones de vida que enfrentan los seres humanos, como las fantasías, angustias y miedos individuales.
Preguntarse cómo han sido inscritas, representadas y normadas la feminidad y la masculinidad implica realizar un análisis de las prácticas simbólicas y los mecanismos culturales que reproducen el poder a partir del eje de la diferencia sexual. Esto requiere desentrañar significados y metáforas estereotipadas, cuestionar el canon y las ficciones regulativas, criticar la tradición y las resignificaciones paródicas. Pero quienes se han interesado por desconstruir los procesos sociales y culturales del género requieren también comprender las mediaciones psíquicas y profundizar en el análisis sobre la construcción del sujeto. Para ello no basta la concepción del género como performance, como actuación con cierto grado de creación individual, sino que se requiere comprender la interpretación lacaniana sobre la construcción del sujeto.
El feminismo anglosajón (norteamericano y británico) ha escrito montañas de páginas sobre el género, sin embargo apenas empieza a poner al día su reflexión sobre la diferencia sexual. Ante la regulación de los cuerpos por medios políticos y legales, mucho del actual discurso feminista ha tomado como punta de lanza de su lucha el respeto a la diversidad (sobre todo en materia de prácticas sexuales), pero la manera voluntarista en que se formulan muchas demandas y análisis, como los relativos a la “preferencia sexual”, difumina la distinción biológica macho/hembra y, peor aún, ignora la complejidad que supone la diferencia sexual. Para explorar dichas cuestiones, quiero retomar el trabajo de Pierre Bourdieu cuya eficacia conceptual resulta crucial para el feminismo.
El habitus o la subjetividad socializada
Bourdieu es, tal vez, el científico social que con más cuidado ha analizado el proceso de constitución e introyección del género. Desde sus primeros trabajos etnográficos sobre los bereberes de Cabilia hasta sus reflexiones posteriores, en particular en su obra seminal El sentido práctico (Bourdieu 1991), plantea que todo conocimiento descansa en una operación fundamental de división: la oposición entre lo femenino y lo masculino. La manera como las personas aprenden esa división es mediante las actividades cotidianas imbuidas de sentido simbólico, o sea, mediante la práctica. Establecidos como conjunto objetivo de referencias, los conceptos cotidianos sobre lo femenino y lo masculino estructuran la percepción y la organización concreta y simbólica de toda la vida social; Bourdieu ofrece, con su investigación en Cabilia, ejemplos de analogías de lo femenino/masculino: húmedo y seco, frío y caliente, claro y oscuro, alto y bajo, estirado y encogido, ruidoso y silencioso, etc.
Bourdieu retoma parte del trabajo de su maestro Mauss, quien trabaja el tema del cuerpo en los años treinta. Para Mauss: “El cuerpo es el primer instrumento del hombre y el más natural, o más concretamente, sin hablar de instrumentos, diremos que el objeto y medio técnico más normal del hombre es su cuerpo” (Mauss 1971:342). En su ensayo de 1936 “Técnicas y movimientos corporales”, Mauss plantea que: “La educación fundamental de estas técnicas consiste en adaptar el cuerpo a sus usos” (Mauss 1971: 355). Él analiza la división de las técnicas corporales según los sexos, y no simplemente la división del trabajo entre los sexos, y afirma:
“Nos encontramos ante el montaje fisio-psico-sociológico de una serie de actos, actos que son más o menos habituales y más o menos viejos en la vida del hombre y en la historia de la sociedad.” (Mauss, 1971: 354).
También en ese texto propone la utilización del término “habitus” y explica que:
“lo digo en latín, ya que la palabra traduce mucho mejor que “costumbre”, el “exis”, lo “adquirido” y la “facultad” de Aristóteles (que era un psicólogo). La palabra no recoge los hábitos metafísicos, esa misteriosa memoria, tema de grandes volúmenes o de cortas y famosas tesis. Estos “habitus” varían no sólo con los individuos y sus limitaciones, sino sobre todo con las sociedades, la educación, las reglas de urbanidad y la moda. Hay que hablar de técnicas, con la consiguiente labor de la razón práctica colectiva e individual, allí donde normalmente se habla del alma y de sus facultades de repetición” (Mauss 1971:340)
Bourdieu continúa el programa de investigación etnológica que Mauss legó a varios de sus discípulos. Con notable éxito muestra cómo las diferencias sexuales están inmersas en el conjunto de oposiciones que organizan todo el cosmos, la división de tareas y actividades, y los papeles sociales. Él explica cómo, al estar construidas sobre la diferencia sexual, estas oposiciones confluyen para sostenerse mutuamente, práctica y metafóricamente, al mismo tiempo que los “esquemas de pensamiento” las registran como diferencias “naturales”, por lo cual no se puede tomar conciencia fácilmente de la relación de dominación que está en la base, y que aparece como consecuencia de un sistema de relaciones independientes de la relación de poder.
A lo largo de sus diversas obras Bourdieu advierte que el orden social masculino está tan profundamente arraigado que no requiere justificación: se impone a sí mismo como auto-evidente, y es considerado como “natural” gracias al acuerdo “casi perfecto e inmediato” que obtiene de estructuras sociales tales como la organización social de espacio y tiempo y la división sexual del trabajo, y por otro lado, de estructuras cognitivas inscritas en los cuerpos y en las mentes (Bourdieu). Estas estructuras cognitivas se traducen, mediante el mecanismo básico y universal de la oposición binaria (en forma de pares: alto/bajo, grande/pequeño, afuera/adentro, recto/torcido, etcétera), en “esquemas no pensados de pensamiento”, los habitus. Estos habitus son producto de la encarnación de la relación de poder, que lleva a conceptualizar la relación dominante/dominado como natural.
En su obra más reciente sobre la dominación masculina (Bourdieu 1998), Bourdieu retoma su análisis sobre Cabilia, lo sistematiza y convierte su etnografía en un trabajo de socioanálisis del inconsciente androcéntrico mediterráneo. Los bereberes representan para él una forma paradigmática de la visión “falonarcisista” y de la cosmología androcéntrica, comunes a todas las sociedades mediterráneas, pues su visión y cosmología sobreviven hoy día en nuestras estructuras cognitivas y en las estructuras sociales de todas las culturas europeas.
Bourdieu documenta con insistencia cómo la dominación masculina está anclada en nuestros inconscientes, en las estructuras simbólicas y en las instituciones de la sociedad. Por ejemplo, muestra cómo el sistema mítico ritual, que juega un rol equivalente al sistema jurídico en nuestras sociedades, propone principios de división ajustados a divisiones preexistentes que consagran un orden patriarcal.
Desde su perspectiva, la eficacia masculina radica en el hecho de que legitima una relación de dominación al inscribirla en lo biológico, que en sí mismo es una construcción social biologizada. De entrada, el autor refrenda el conflicto epistemológico ya señalado: “Al estar incluidos hombres y mujeres en el objeto que nos esforzamos en aprehender, hemos incorporado, bajo la forma de esquemas inconscientes de percepción y apreciación, las estructuras históricas del orden masculino; nos arriesgamos entonces a recurrir, para pensar la dominación masculina, a formas de pensamiento que son ellas mismas producto de la dominación.” (Bourdieu 1998:11)
Bourdieu amplía la definición de Mauss y plantea que los habitus son “sistemas perdurables y transponibles de esquemas de percepción, apreciación y acción, resultantes de la institución de lo social en los cuerpos”. (Bourdieu, 1995:87) Bourdieu recurre al concepto clave de habitus, como una “subjetividad socializada” (Bourdieu, 1995: 87), y con el se refiere al conjunto de relaciones históricas “depositadas” en los cuerpos individuales en forma de esquemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción. La cultura, el lenguaje, la vida afectiva, inculcan en las personas ciertas normas y valores profundamente tácitos, dados por “naturales”. El habitus reproduce estas disposiciones estructuradas de manera no consciente, regulando y armonizando las acciones. Así el habitus se convierte en un mecanismo de retransmisión por el que las estructuras mentales de las personas toman forma (“se encarnan”) en la actividad de la sociedad.
Las consecuencias de esto son brutales. Bourdieu destaca la violencia simbólica como un mecanismo opresor sumamente eficaz precisamente por la introyección que las personas hacen del género. En su definición de violencia simbólica Bourdieu incorpora la definición de Gramsci de hegemonía: dominación con consentimiento y afirma que no se puede comprender la violencia simbólica, a menos que se abandone totalmente la oposición escolástica entre coerción y consentimiento, imposición externa e impulso interno.
Bourdieu rearticula culturalmente la idea de hegemonía, haciendo notar que la dominación de género consiste en lo que en francés se llama contrainte par corps, o sea, un constreñimiento efectuado mediante el cuerpo.
Así, con la lectura de Bourdieu el cuerpo aparece como un ente/artefacto simultáneamente físico y simbólico, producido tanto natural como culturalmente, y situado en un momento histórico concreto y una cultura determinada. El cuerpo experimenta, en el sentido fenomenológico, distintas sensaciones, placeres, dolores, y la sociedad le impone acuerdos y prácticas psicolegales y coercitivas. Todo lo social es vivenciado por el cuerpo, cuerpo que piensa y que siente.
Para Bourdieu, la socialización tiende a efectuar una somatización progresiva de las relaciones de dominación de género. Este trabajo de inculcación, a la vez sexualmente diferenciado y sexualmente diferenciador, impone la “masculinidad” a los cuerpos de los machos humanos y la “feminidad” a los cuerpos de las hembras humanas. Así, la somatización del arbitrario cultural también se vuelve una construcción permanente del inconsciente.
Según Bourdieu, en la persona se da una confrontación entre lo subjetivo y lo objetivo que la dispone a hacer “espontáneamente” lo que le exigen sus condiciones sociales. El habitus tiende a producir en las personas aspiraciones y acciones compatibles con la prescripción cultural y con los requisitos objetivos de sus circunstancias sociales.
Si comparamos la teorización de Butler con la de Bourdieu, podemos ver que ambos consideran que las diferencias esenciales entre mujeres y hombres obedecen a una inmersión profunda en las especificidades culturales e históricas del género. El orden social “naturaliza”, es decir, oculta su propia arbitrariedad como “natural”, mediante una dialéctica de aspiraciones subjetivas y estructuras objetivas. En sus lecturas interpretativas de los significados del discurso y del comportamiento de los seres humanos Bourdieu y Butler plantean la acción política como una opción. Butler, por su parte, subraya la dimensión de la transformación individual mientras Bourdieu habla de una revolución simbólica que cuestione los fundamentos mismos de la producción y reproducción del capital simbólico y señala que la liberación de las mujeres sólo se podrá realizar mediante una acción colectiva, una lucha simbólica capaz de desafiar en la práctica el acuerdo inmediato de las estructuras encarnadas y objetivas.
Género, sujeto y política
La construcción social de los deseos, discursos y prácticas en torno a la diferencia entre los sexos apunta, más que a una articulación de la mente con el cuerpo, a una integralidad que cuesta concebir. El psicoanálisis, que supera la concepción racionalista mente/cuerpo, propone concebir la diferencia sexual como cuerpo e inconsciente: un cuerpo pensante, un cuerpo que habla, que expresa el conflicto psíquico, que reacciona de forma inesperada, irracional; un cuerpo que recibe e interpreta percepciones olfativas, táctiles, visuales y auditivas que tejen sutilmente vínculos entre sufrimiento, angustia y placer. Para el psicoanálisis es imposible hacer un claro corte entre la mente y el cuerpo, entre los elementos llamados sociales o ambientales y los biológicos: ambos están imbricados constitutivamente.
La perspectiva psicoanalítica lacaniana ha servido a muchas feministas para descifrar el intrincado proceso de resistencia y asimilación del sujeto ante fuerzas culturales y psíquicas. En esta exploración es notable cómo destacan los mecanismos con los que las personas resisten las posiciones de sujeto impuestas desde afuera, como el género. El amplio y complejo panorama de fantasías, deseos e identificaciones detectado por la clínica psicoanalítica es un corpus que describe la necesidad humana de tener una identidad sexual y también muestra que las formas que esa identidad toma jamás son fijas.
Todavía hoy existen serias dificultades para integrar el saber psicoanalítico en las concepciones — teóricas y cotidianas– sobre las personas. Freud descubrió que lo que percibimos no entra todo en la conciencia sino que buena parte permanece inconsciente. Pero esto que percibimos inconscientemente actúa y deja su marca. Aunque la determinación somática de la identidad de género que opera al nivel de la mente no es capaz de reconocer los esquemas inconscientes que la constituyen, eso no quiere decir que no tengan un efecto. Por ello algunas experiencias corporales, que no necesariamente tienen una significación cultural fija, cobran relevancia simbólica en relación con la feminidad y el ser mujer, y con la masculinidad y el ser hombre. La etnografía documenta divergencias entre la experiencia de género vivida en cuerpo de mujer o en cuerpo de hombre12, y reconoce la distinción entre lo que Bárbara Duden enuncia como el cuerpo percibido y el entorno perceptivo (Duden 1992:471).
Analizar los rasgos ostensibles del género, su apariencia y su actividad como performance, representación, o habitus, rutinizado e integrado, son formas similares de apuntar a algo básico: a pesar de cuerpos de mujer y de hombre, no hay esencia femenina ni masculina. Aunque el género está inscrito culturalmente e inculcado inconscientemente, es transformable, alterable y reformable, no a voluntad, sino histórica, cultural y psíquicamente. Esta maleabilidad permite aligerar algunas de las prescripciones de género vividas como opresivas por más de una persona. Por eso, hoy el dilema político del feminismo pasa de dejar de pensar toda la experiencia como marcada por el género a pensarla también marcada por la diferencia sexual, entendida no como anatomía sino como subjetividad inconsciente.
Lo que está en juego, como siempre, es la concepción que se tiene del sujeto. El sujeto es producido por las prácticas y representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales dadas. El imperativo sexual es retomado y simbolizado de maneras diferentes en distintas culturas, pero no es, en sí mismo, una convención cultural. Es crucial comprender que la diferencia sexual no es una invención humana, no es cultura (cómo sí lo es el género), y por lo tanto no puede ser situada en el mismo nivel que los papeles y prescripciones sociales.
El género produce un imaginario con una eficacia política contundente y da lugar a las concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y feminidad que son la base del sexismo, la homofobia y la doble moral sexual. Confundir diferencia sexual con sexo o con género, utilizar los términos indistintamente, oculta algo esencial: que el conflicto del sujeto consigo mismo no puede ser reducido a ningún arreglo social.
Una aspiración feminista es avanzar en el conocimiento de nuestra realidad y afinar nuestro quehacer teórico para alcanzar objetivos ético-políticos. Urge tener claridad conceptual para promover una intervención político-cultural capaz de hacer converger procesos de identificación social y política con procesos de individuación subjetiva. El proyecto desconstructivo sensibiliza respecto de las formas en las que los habitus, asumidos sin cuestionamiento, gobiernan nuestra vida. Aunque en las sociedades más desarrolladas empiezan a obtenerse las condiciones propicias para eliminar la desigualdad sexista, es indudable que en América Latina mujeres y hombres vivimos existencias marcadamente distintas sólo por el hecho de pertenecer a un sexo. Nuestras sociedades, mucho más que las llamadas del primer mundo, estructuran más rígidamente la vida social en torno a la diferencia anatómica y las mismas conductas tienen una valoración distinta si las realiza un cuerpo de hombre o uno de mujer6.
Adoptar posturas voluntaristas que busquen la rápida des-generización de la cultura no sirve para enfrentar las resistencias irracionales, ni para tomar distancia respecto de habitus seculares producidos por instituciones de carácter patriarcal en culturas con inconsciente androcéntrico. Para enfrentar seriamente ciertas prácticas, discursos y representaciones sociales que discriminan, oprimen o vulneran a las personas en función de la simbolización cultural de la diferencia sexual hay que revisar los lugares comunes y los mitos consagrados, e intentar comprender el significado de lo simbólico. Las conquistas de derechos civiles, políticos, sociales y humanos sumadas a los frutos positivos de la ciencia y la tecnología, favorecen el cuestionamiento de las creencias y prescripciones de género.
El actual desafío político requiere una labor constante de crítica cultural para transformar esos códigos culturales, que nutren los estereotipos de género vigentes. Una bisagra que articula lo social y lo psíquico es el género. Allí se encuentran sexualidad e identidad, reproducción y libertad. Por eso, a partir de la comprensión de esa bisagra psíquico/social se puede plantear la construcción de la ciudadanía moderna.
Tal vez lo más relevante sea que con la comprensión del género surge una nueva lectura de las relaciones sociales marcadas por la diferencia sexual, esas relaciones que se dan entre mujeres y hombres, pero también únicamente entre mujeres o únicamente entre hombres. Intentar esclarecer los procesos psíquicos y culturales mediante los cuales las personas nos convertimos en hombres y mujeres dentro de un esquema que postula la complementariedad de los sexos y la normatividad de la heterosexualidad conduce a definir de nuevo nuestra comprensión de la libertad.
Por eso, poner al día la reflexión sobre las condiciones de la libertad de las personas requiere en la actualidad tomar en cuenta el género (lo social/cultural) sin olvidar la existencia de la realidad psíquica (la manera inconsciente de elaboración de la diferencia sexual). Para obtener mayores márgenes de libertad, debemos estar conscientes de cuán poco autónomas son nuestras elecciones, qué tan arraigados están los habitus, con cuánta frecuencia cedemos a los incentivos, las intimidaciones, las tentaciones y las presiones de nuestra cultura y nuestro inconsciente. La posibilidad de un cambio aparece ante la aceptación de nuestros límites y potencialidades -nuestra mutua vulnerabilidad e incompletud- no para aspirar al antiguo modelo de complementareidad, sino para reconocernos como seres humanos escindidos y castrados, necesitados de solidaridad y de vida social.
Este texto ha sido tomado de “El siglo de las mujeres”, Ana María Portugal y Carmen Torres, editoras, ISIS Internacional, Ediciones de las Mujeres número 28, 1999.
BIBLIOGRAFÍA
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Nancy Chodorow. El Ejercicio de la Maternidad. Psicoanálisis y Sociología de la Maternidad y Paternidad en la Crianza de los Hijos. ED. Gedisa, Barcelona, 1984 Bárbara Duden. “Repertorio de historia del cuerpo” en Feher, Nadaff y Tazi, Fragmentos para una historia del cuerpo humano. tomo 3, pps. 471-575.
Michael Feher con Ramona Naddaff y Nadia Tazi. Fragmentos para una historia del cuerpo humano. Taurus Ediciones, Madrid; Tres tomos (1990, 1991 y 1992).
Moira Gatens, “A critique of the sex gender distinction”, en A reader in feminist knowledge. Sneja Gunew editora, Routledge, Londres, 1991. pps. 139- 157.
Marta Lamas, compiladora. El género: la construcción cultural de la diferencia sexual, Miguel Angel Porrúa y UNAM, México, 1996.
Marcel Mauss, Conferencia dada el 17 de mayo de 1934 en la Sociedad de Psicología, publicada en el Journal de Psychologie XXXII números 3-4, 15 marzo-15 abril, 1996. Publicada como en español en Sociología y Antropología, Editorial Tecnos, Madrid, 1971. pps.337 a 356.
Joan W. Scott. “Igualdad versus diferencia: los usos de la teoría postestructuralista”, en debate feminista número 5, marzo de 1992, pps. 85-104.
Referencias
↑1 | Para una aproximación al debate, remito a los ensayos de la compilación sobre género. (Lamas 1996). |
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↑2 | Una exigencia para avanzar en la teoría es ponernos de acuerdo en qué conceptos corresponden a qué términos, dentro de ciertas disciplinas o perspectivas teóricas. Por ejemplo, diferencia sexual desde el psicoanálisis es una categoría que implica inconsciente; desde la sociología se refiere a la diferencia anatómica y los papeles de género; y desde la biología implica otra serie de diferencias ocultas (hormonales, genéticas, etc.), que pueden corresponder a algo distinto de la anatomía aparente. |
↑3 | Un caso paradigmático de esta postura es el de “El ejercicio de la maternidad” de Nancy Chodorow, cuya popularidad en América Latina fue impresionante. (Chodorow 1984) |
↑4 | Por ejemplo, para Chodorow las diferencias entre masculinidad y feminidad son resultado de que las mujeres desempeñen el papel de madres; ella declara: “el hecho de que las mujeres hacen de madres es el único factor de su subordinación y el más importante”. (Chodorow 1984). |
↑5 | La revista m/f se publicó en Inglaterra durante nueve años, de 1978 a 1986. Muchos de sus ensayos más importantes fueron publicados posteriormente en un libro (Adams y Cowie, 1990). |
↑6 | Socialmente se reconocen únicamente dos cuerpos (los intersexos y hermafroditas no están simbolizados, aunque un sector de personas sepa que existen) y las manifestaciones de ambigüedad sexual suelen ser tratadas con crueldad, por lo menos fuera de ciertos espacios ritualizados: carnavales, ciertas ferias, etc. |