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[Publicado en: Replicante, no. 5, otoño de 2005.]

 

La pobreza del arte

Lo que queda del arte contemporáneo

 

Carlos Oliva Mendoza

 

 

Ahora, la pieza de la máquina quiere que la alaben.
Rilke


El arte, si es algo, es orden. Representación finita, a la que no se le debe añadir ni quitar nada. Es un eco y, por esta razón, no puede, in situ, separarse de su origen: el padecimiento de la materia transformada. Ésta es la descripción ancestral de arte.

Las artes plásticas, que deben su nombre a que no está en su naturaleza recuperar su forma —no son elásticas—, muestran, de manera radical, la situación del arte a principios del siglo XXI. Y hablo de arte en el sentido clásico del término: una interpretación del mundo que demanda un sacrificio para crear una pieza trascendente. Una forma que tenga posibilidades universales de comprensión, de comunicación y de interpelación. No importa que tales posibilidades sean negativas o positivas, importa que existan.

Podemos rastrear, entre los grandes relatos de lo bello y lo sublime, tres paradigmas en la historia de la obra pictórica: la representación, que ha sido la clave de identidad del arte; la expresión, que es el remate del arte sublime de Occidente, y el símbolo, la forma artística que no alcanzó a producir un sentido interno, independiente de la realidad exterior. Los tres paradigmas han fracasado y, desde las primeras décadas del siglo XX, no es claro cuál sea el sentido actual del arte, si es que tiene algún sentido.

La obra de arte en la llamada tradición occidental estaba regida por la noción de representación. La obra no imitaba algo dado, sino que, de forma especulativa, participaba de una idea trascendente. El arte tenía una función elemental: mostrar el movimiento de la materia, la caducidad y permanencia de las cosas. No me detendré en la categoría de representación, baste saber que el arte gráfico deja de ser narrativo y mítico a partir del siglo XVIII para dar lugar a una obra que se concentra en la imagen y la expresividad. Esto comienza, como lo ha sugerido Gadamer, con la aparición del bodegón. Lo más significativo de este tipo de pinturas es que disponen de las cosas para el acto de contemplación radical. Todo es puesto fuera de su orden natural. Todo es, como se dice de forma elocuente, naturaleza muerta. Puede observarse tal mortandad no sólo en los clásicos bodegones de flores y frutos, sino, especialmente, en los de caza y, de manera perturbadora, en las “representaciones” de los mercados. En estos últimos se observa a los animales dispuestos para el consumo. Cercenados y exhibidos desde un principio serial. Desde esta óptica ellos son los verdaderos padres y madres de la simpleza pop de Warhol o de las folclóricas escenas de mercado de Rivera. Unas y otras reproducen formas de pensamiento extremadamente violentas que almacenan la materia y la disponen a las refinadas o inciviles apetencias del consumidor-espectador.

No obstante, hay todavía un principio que da unidad al cuadro. No es ya la participación a través de la representación del mundo, sino de la imagen misma, que ya no relata o representa divinidades, épicas o mitos de fundación, sino que se expresa a sí misma y se regodea tanto en el detalle realista —lo cual preludia la fotografía—, como en la invitación a la lectura interior del cuadro. Este tipo de arte va aparejado, por ejemplo, al nuevo tipo de vivienda. No en balde su carácter decorativo. Es una especie de compañero de la fundación de la metrópolis, la gran antecedente de la megaurbe. Es un arte para llevar a casa. No hay participación moral en este tipo de pintura, hay un acto de apropiación que empieza con la disposición de los objetos, que hace el pintor y la pintora, y termina por el sitio de la pared donde el consumidor y la consumidora cuelga la obra.

Pero, insisto, el cuadro sigue ordenándose desde su interior. Ni siquiera a finales del siglo XIX, con la fuerza del impresionismo, puede ser rebasada la unidad expresiva del cuadro. La pintura se contiene en sí y encuentra el sentido en su interior. El cuadro no está confundido con la realidad. La obra de arte conserva su independencia formal.

El tercer cambio de paradigma se da apenas unos años antes de la Primera Guerra Mundial. Se trata del fracaso del expresionismo. No es casual que algunos de sus principales representantes, Braque, Picasso o Mondrian, hayan sido grandes expresionistas. Incluso Mondrian, quizá el autor abstracto más radical de la primera mitad del siglo XX, pinta muy temprano un par de bodegones realistas, en los que se ejerce una gran violencia en la manipulación del objeto. En general, aquellos autores llevan sus primeros periodos a momentos de una sublimidad incandescente que alcanza, por momentos, a rozar la vieja categoría de lo bello. Pero en la época donde se dan por terminadas las guerras y empieza el tiempo de las masacres, donde la cámara fotográfica emula las armas de asesinato a distancia o viceversa, ningún expresionismo es consecuente. El tercer giro de la pintura occidental es convertirse en escritura, en signo. La obra pictórica, por primera vez en la historia de occidente, pierde su autorreferencialidad. Similar al proceso de la música atonal o de la escritura post-psicológica (Cage, Stravinsky, Joyce, Eliot o el prekafkiano Melville), la pintura no encuentra significado en sus procesos naturales de representación. El máximo desarrollo de ese fenómeno se alcanza, sin duda, con el cubismo. Cuando Picasso y Gris renuncian a la unidad del cuadro, más aún, a la unidad del objeto representado, el espectador o la espectadora tiene que leer el cuadro y descifrar el objeto pintado. El resultado es obvio: el objeto no existe. Quien contempla la obra sabe que desde muchos planos el objeto se puede re-armar, pero que jamás será la cosa plena de sentido que fue trozada. Cosas similares se intentaron después en la literatura, por ejemplo Cortázar y su 62 Modelo para armar. Así, la mente entrenada para tales ejercicios debe de estar entrenada para el terror del resultado: el trozo, el fragmento, la pedacería del mundo es lo que nos queda. Existe un antecedente muy claro antes de la explosión final del cubismo. La pintura de las ciudades a principios del siglo XX. Ahí ya hay elementos que deben de ser leídos, que no pueden ser vistos.

Tal manera de observar al mundo ha contaminado a tal grado nuestras formas de ver y mirar que ahora leemos lo que se encuentra a nuestro alrededor, tratamos de no perder ningún detalle, como reacción al vértigo y a la angustia de la virtualidad y velocidad de repetición, y no transformación, de la vida en las ciudades. Aun los momentos más triviales se niegan a darnos un punto de unidad para el juicio y los leemos a partir de frivolidades: el poder, la fama, la biografía, el rumor o la red, esa experiencia comunicativa que parte de un axioma negro: el cuerpo no existe, sólo su transmisión virtual.

Como han señalado los principales críticos de arte del siglo XX, la obra enmudece. Malevich lo decía de manera precisa: debemos de investigar para conocer “la razón de la desintegración y destrucción de los elementos del objeto”. Es como si la obra tuviera algo que decir pero que no puede ser alcanzado por la representación narrativa, por la imagen o por el signo. Los ejemplos son un lugar común a estas alturas, la culminación es el cuadro blanco sobre fondo blanco que pintara Malevich en 1918. Nada hace más explícito el carácter silente y fracasado de la obra.

(Y, sin embargo, no hay que perder de vista que esto no deja de ser una experiencia particular del occidente moderno, fruto maduro del nihilismo bélico y, a la par, ensimismado de la fracasada Europa del siglo XX, que preludió la bufonada en que se ha convertido Europa en el explosivo siglo XXI).

 

Coda

¿Después de aquello, qué hay en el arte contemporáneo? ¿Qué permanece después del agotamiento de todo sentido: el del mito, el de la imagen y el de la escritura? Quedan los intentos de regresar al expresionismo. Si la creación ha salido de los marcos de la obra, parecen sugerir algunos artistas, la obra tiene que iniciar y concluir en la realidad. Son, simplemente, sofismas, en el peor de los casos; divertimentos y nuevas formas de militancia, en el mejor. Se trata de expresiones que van desde resacas dadaístas hasta nuevas performances. Por ejemplo, los reality shows o los actos donde la obra se centra en la experimentación con el cuerpo. Se intenta que tales actos performativos tengan efectos traumáticos y, se cree cándidamente, morales. Este tipo de arte es un ejercicio anacrónico, en el que se intuye que poner el acento en la expresividad puede crear sentido. En resumen, es vano desde cortarse un dedo, permanecer días en un puente hasta que el hambre y el cansancio obligue al “artista” a suicidarse, quitarse un ojo, perforarse en horarios triple AAA de televisión restringida, tragar mierda, tatuarse en la piel el mundo rosa, negro o extranjero, grabar, actuar, escribir o pintar entre los límites de la pornografía y el erotismo, matar. Aquellos tiempos pasaron. Quien los liquidó fue Velázquez con sus Meninas.

En ese cuadro, más allá de la famosa interpretación de Foucault sobre la multidimensionalidad barroca, lo que hay es la condena de todo expresionismo. Todos los planos están dados y los reyes son sólo un reflejo en el espejo. Se sabe que cuando uno ve el cuadro, uno ocupa el lugar de los reyes, después se va a su casa y ese espejo se sigue llenando infinitamente, hasta cuando se apagan las luces del museo, el espejo se llena. Aquél es el reino de la expresividad: la repetición soberbia de todo lo que ha sido y de todo lo que será. Nada alcanza sentido a través del expresionismo y la imagen.

Queda, también, la última fase del arte: el experimento. Hace algunos meses cenaba con un grupo de artistas. Después de que hablaron mal de los críticos y de que no compartieron mi punto de vista sobre lo relativo de la autointerpretación de la obra, comenzaron una discusión perturbadora. Cambiaban puntos de vista sobre el accidente en sus obras. El debate giraba en torno a lograr las condiciones propicias para que el accidente ocurriera y se preguntaban si esto dirigía el azar, en el sentido que podrían alcanzar sus cuadros. Sin duda alguna, su noción de “accidente” estaba muy lejos de la temida y antigua noción de azar. Ellos entendían por accidentalidad (como la hacen algunos músicos y escritores que confiesan cómo someten sus procesos “al caos”) un acto sorpresivo que se da dentro de sus “laboratorios” de trabajo. No creo que estuvieran muy de acuerdo, acaso sólo retóricamente, con que el accidente fuera causado por cualquier lego que no entendiera la naturaleza “ontológica del accidente”. Lo revelador para mí fueron dos cosas. Primero, que parecía comprobarse, en parte, la idea de que el arte, al ser más pobre en su significado, igual que lo es la vida del siglo XXI, se ha vuelto más formal y se ha convertido, de facto, en un experimento. No en una imagen, no en un símbolo, no en una forma de sentido, simplemente en lo que nos hemos vuelto casi todos los que vivimos en una megaurbe: un experimento donde la lógica está hecha de casualidades, de sinsentidos, de formas arbitrarias. Y segundo, que había un secreto anhelo por el azar, por la inserción de cierto caos en la obra de arte. No pude dejar de pensar, una vez más, que eso es el arte: el orden que se posa, trémulo y frágil, sobre el caos.

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