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[Publicado en: Cinema Clío, número 1, octubre de 2015, pp. 61-74.]

 

El cine y la historia

Notas sobre historicidad, epistemología y semiótica

Comentario al libro El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de historia (1997) de Robert A. Rosenstone

 

Andrés Luna Jiménez

 


¿Cuál es el sentido histórico de la tendencia cultural contemporánea a abandonar los libros y la lectura de textos escritos para aprovechar las posibilidades comunicativas de los medios audiovisuales? ¿Cómo medimos las implicaciones socioculturales, de alcance incluso civilizatorio, de la decadencia del discurso escrito como medio de comunicación preeminente en el mundo actual? ¿Acaso no están estas preguntas ocultas en el fondo de las reflexiones contemporáneas en torno a la posibilidad de replantear las relaciones entre la disciplina histórica y la cinematografía? Abordar los problemas que dichas relaciones plantean supone, ya sea de manera implícita o explícita, posicionarse de algún modo frente al complejo desafío que significa hacer inteligible este fenómeno que, por su naturaleza, parece poner en crisis el mismo horizonte de pensamiento que históricamente nos constituye, ése desde el cual nos es posible problematizar y hacer inteligible cualquier fenómeno. ¿De qué manera pensar desde la disciplina histórica las implicaciones de la creciente importancia de la comunicación audiovisual y de la vertiginosa decadencia de lo escrito, cuando en esta transición parece entrar en crisis nuestra propia racionalidad analítica?(1)

El presente ensayo parte de esta inquietud y del interés por lo que nos sugieren al respecto las diversas aproximaciones –teóricas, prácticas, hipotéticas– que intentan identificar, analizar o proponer intersecciones entre los itinerarios de la historia y el cine. En estas páginas abordaremos someramente algunos aspectos que nos parecen relevantes en torno a la problematización de las relaciones entre historiografía e imagen cinematográfica,  mediante un comentario a las ideas expresadas por el historiador estadounidense Robert A. Rosenstone en el libro El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de historia (1997). Su propuesta será, pues, objeto de análisis y punto de partida para nuestras reflexiones.

Antes de dar pie al comentario conviene hacer algunas precisiones. Cualquier aproximación a los problemas que la cinematografía y la historia se plantean entre sí requiere de hacer alguna distinción de las modalidades en que la relación entre ambas puede producirse. Planteadas desde el lado de la historia, podemos esquematizar sus relaciones posibles en función de tres ámbitos: a) los films como fuentes para la investigación histórica; b) los films como medios de representación o de construcción de narrativas del pasado; c) los films como vehículos de producción o de problematización de los órdenes conceptuales con base en los cuáles se hace inteligible y representable el pasado, así como su relación con el presente y el futuro. Como se ve, los dos últimos ámbitos, si bien diferentes, pueden relacionarse cercanamente entre sí, mientras que guardan distancia respecto del primero. Tenemos entonces dos dominios claramente distintos que, si bien pueden tocarse en ciertos puntos, requieren un tratamiento analítico separado por los problemas que arrojan. El primer dominio (a) se relaciona con los procedimientos de la investigación histórica: ¿cómo es pertinente investigar sobre el pasado?; ¿de qué elementos podemos servirnos para formarnos una idea sobre nuestros objetos de estudio?; ¿en qué criterios basamos nuestra crítica de fuentes?; etcétera. El segundo dominio nos inscribe, en las dos modalidades referidas (b y c), en el problema de la producción y comunicación de discursos que buscan arrojar luz sobre el pasado y dotarlo de sentido: ¿cómo es pertinente dar cuenta de los resultados de la investigación histórica?; ¿mediante qué estructuras, conceptos, categorías, etc., hacemos inteligibles y comunicables los procesos históricos que estudiamos?; etcétera.

El problema del cine como fuente no constituye el interés central de Rosenstone en el libro que aquí analizamos por varias razones que él hace explícitas.(2) En parte, se debe a que este tema ha sido ya en alguna medida explorado y más de un autor relevante ha teorizado al respecto. No obstante, la razón que nos parece más significativa para la acotación del objeto de sus reflexiones reside en que el recurso al cine como fuente, como advierte el autor, se inscribe sin grandes dificultades en el programa de lo que denomina “historia tradicional”. Dentro de los límites de ésta se sitúan, plantea, las dos maneras más frecuentes de emplear el cine como una fuente para la historia, a saber: “la historia del cine como actividad artística e industrial y el análisis del film como documento que abre una ventana a aspectos sociales y culturales de una época”.(3) La metáfora que elige Rosenstone para caracterizar este último enfoque, resaltada por nosotros en cursivas, es intencionalmente sugerente: desea destacar la ingenuidad objetivista de la aproximación tradicional al pasado que concibe al documento como aquello que posibilitaría una relación directa del historiador con los fenómenos que estudia. Esta es la postura de la que Rosenstone tratará de distanciarse en su manera de tratar el problema que le interesa centralmente a lo largo del libro: la pertinencia y legitimidad del film histórico.

Si nos parece que la razón más relevante que motiva la acotación temática de las reflexiones de Rosenstone reside en el hecho de que el recurso al cine como fuente no trasgrede los límites de la historiografía tradicional, es debido a que el argumento del libro bien podría resumirse a partir de la siguiente premisa: sólo desde la ortodoxia que caracteriza a la historiografía tradicional es posible rechazar por completo la pertinencia y legitimidad del cine, no como fuente, sino como medio de representación del pasado. Sintetizamos a continuación lo que consideramos las líneas generales del argumento de Rosenstone,(4) de las cuáles partirá nuestro comentario.

Para este autor, el cine y la historia son discursos autónomos, radicalmente distintos y, en esa medida, no comparables ni equiparables mediante criterios unitarios (mismos que en la historiografía tradicional se establecen desde la escritura y se hacen extensivos a todo tipo de discursos). Como tales, no obstante, la historia y el cine comparten la imposibilidad de dar cuenta de lo real de manera objetiva. Se trata de dos medios de representación o reconstrucción de la realidad que, para tal efecto, ponen necesariamente en juego una dosis de estructuración ficcional, y que no pueden reclamar para sí –como se pretendería tradicionalmente con la escritura– un estatuto de superioridad en términos de validez o de cientificidad frente a otros discursos. En la argumentación de Rosenstone se establece que la falta de reconocimiento de estos elementos en el discurso histórico escrito está detrás de la renuencia de los historiadores tradicionales a admitir la posibilidad de que el cine sea un instrumento válido para representar el pasado.

Cada forma de discurso, en tanto que medio de representación, plantea Rosenstone, privilegia determinados elementos, posee determinadas reglas, y sobre estas singularidades se fundan sus posibilidades y cualidades comunicativas. Cine e historia tienen cada uno sus formas de construcción y, por lo tanto, deben valorarse en función de criterios distintos, autónomos, que respondan a sus estructuras y a sus lenguajes. Ambos entrañan posibilidades de verdad propias que, al estar fundadas en sus características singulares, resultan en última instancia vedadas para otros medios de representación del pasado. De modo que, como formas discursivas, el cine y la historia ni se sustituyen ni se complementan; antes bien colindan, afirma Rosenstone, en tanto vehículos no-equiparables en su manera de dar cuenta de las realidades pasadas. Y, dado que ya ni los alumnos del propio Rosenstone están dispuestos a leer libros –razón por la cual comenzó su acercamiento al cine desde la historia, según relata– es necesario, propone, que los historiadores tomen seriamente en cuenta al cine como productor de narrativas históricas, como un medio no sólo legítimo, sino también pragmático –dado que mucha más gente está dispuesta a ver films históricos que a leer lo que escriben los historiadores– de representar el pasado.(5)

Ahora bien, una serie de consecuencias más profundas que la legitimación del cine como vehículo de comunicación de relatos históricos se desprende de los argumentos resumidos. Si bien Rosenstone se interesa por esta legitimación, en realidad lo hace más por el potencial del cine como medio de problematización de la idea tradicional de historia que por su capacidad de comunicar narrativas de acontecimientos pasados. El film histórico común, plantea, ése que se esfuerza por narrar una historia, en lo fundamental, verídica, basándose en los mismos criterios de veridicción que se aplican al discurso histórico escrito, termina por adoptar las mismas limitaciones inherentes a la forma literaria de la historiografía tradicional. El resultado suelen ser historias lineales, causalmente concatenadas de un principio a un final, coherentes a la manera de un relato cerrado y en función de una univocidad de sentido. Quedan así desperdiciadas, plantea Rosenstone, las posibilidades comunicativas del cine como un medio singular y distinto a la escritura. Su potencial más importante reside, para el autor, precisamente en su capacidad de romper, de múltiples maneras, esa tradicional manera de hacer inteligible el pasado. Este es el valor que acredita a los que denomina “films históricos posmodernos”. Hablaremos sobre ellos más adelante.

Más detalles sobre el planteamiento general de Rosenstone se irán proporcionando conforme prosiga nuestro comentario. Hemos hecho hasta aquí un recuento suficiente de su propuesta como para comenzar a plantear los ejes que orientarán nuestra crítica. Como punto de partida, explicitamos a continuación lo que nos parece ser el basamento epistemológico que implica su argumentación. De nuestras diferencias con ese basamento se derivará el diálogo que entablaremos en este ensayo con su propuesta de problematización de las relaciones cine-historia.

En los textos que componen el libro de Rosenstone se leen una y otra vez frases como las que citamos enseguida –el lector disculpará que se extraigan de su contexto y se agrupen para efectos ilustrativos–; resaltamos en cursivas las partes particularmente significativas en términos epistemológicos: “La historia no existe hasta que no se reconstruye, y su creación es fruto de ideas y valores subyacentes”.(6) “[…] aunque podemos cuestionar nuestros conocimientos sobre el pasado, nunca acabamos de desembarazarnos de nuestras cargas ideológicas o de cualquier índole.”(7) “[…] la idea de que un film pudiese ser un instrumento válido para representar el pasado era impensable.”(8) “[…] pocos historiadores han estudiado el cine como vehículo para reconstruir la historia”.(9)

No se trata sólo de una cuestión de vocabulario; lo que claramente revelan los fragmentos que acabamos de resaltar en las citas anteriores, y que en breve expondremos, se confirma fácilmente siguiendo las argumentaciones y los análisis de Rosenstone. Una última cita, particularmente ilustrativa:

“…la historia, incluida la escrita, es una reconstrucción, no un reflejo directo; la ciencia histórica –tal y como la practicamos– es un producto cultural e ideológico del mundo occidental en un momento de su devenir; dicha ciencia no es más que una serie de convenciones para pensar el pasado; las declaraciones de universalidad de la historia no son más que las grandilocuentes pretensiones de cualquier sistema de conocimiento; el lenguaje escrito sólo es un camino para reconstruir historia […].”(10)

Para efectos de este ensayo, nos interesa identificar las relaciones entre epistemología, lenguaje e historicidad que están a la base de las reflexiones y la propuesta de Rosenstone. Lo primero que cabe señalar al respecto es que, si bien el autor rechaza la posibilidad de dar cuenta del pasado de manera objetiva, de aspirar a un estatuto de cientificidad fundado en aquellas “grandilocuentes pretensiones” de universalidad que no son sino las de la ciencia moderna, de aspirar a una verdad entendida como correspondencia de nuestros enunciados con el objeto estudiado, Rosenstone, sin embargo, sigue instalado en el mismo horizonte epistemológico dentro del cual todo esto había sido considerado posible. Veamos por qué.

La diferencia entre lo que implica la propuesta de este autor y las posturas que explícitamente critica (llámense cientificistas, objetivistas, realistas ingenuas o como se quiera) es el rechazo a las fórmulas elaboradas por la epistemología moderna, en sus diversas vertientes, que establecían la posibilidad de que un sujeto, pese a ser incapaz de acceder directamente a la cosa-en-sí, a lo real –en nuestro caso, al pasado–, pudiese, sin embargo, constituirse como sujeto de conocimiento objetiva y universalmente válido. No obstante, el hecho de que, si bien rechaza dichas fórmulas y dicha posibilidad, Rosenstone permanece anclado al mismo modelo epistemológico forjado por la metafísica moderna, se constata, como expongo a continuación, por su insistencia en que toda representación estará siempre cargada de ideologías, valores, posturas políticas, etc., de quien la elabore. Rosenstone adopta la postura epistemológica que considera que la operación cognitiva –planteada en términos de la clásica dicotomía sujeto-objeto– no es capaz trascender el condicionamiento subjetivo. En otras palabras, no es posible, para esta postura, apelar a instancias universales, intemporales, a principios o reglas lógico-formales o del tipo que sea, en aras de que el sujeto se sobreponga a su sujetidad histórica, mundana, constituyéndose en una sujetidad trascendental –recuérdese a Kant–, metahistórica, desde la cual sería posible elaborar representaciones de validez objetiva y universal; en suma, científicas, en el sentido decimonónico. El sujeto, por el contrario, es entendido como un sujeto históricamente constituido, condicionado, y esta cualidad demarca los límites de la operación cognitiva y de toda representación. Se trata, no obstante, de la misma dicotomía sujeto-objeto construida por la metafísica moderna, del mismo modelo epistemológico, en la vertiente que, al reconocer la imposibilidad de acceder a la cosa-en-sí, a los objetos, a lo real, y de dar cuenta de ello de manera objetiva, se cierne por completo sobre la figura del sujeto.

Ahora bien, a este modelo corresponde una manera particular de entender el problema del lenguaje y, derivado de él, el de la representación; manera que ya se vislumbra en lo recién expuesto y que se ilustra inequívocamente con los fragmentos antes citados del libro de Rosenstone. A la epistemología moderna centrada en el sujeto, corresponde consecuentemente una concepción instrumental o representacional del lenguaje. Éste es entendido, pues, como un instrumento, un medio, un vehículo que el sujeto utiliza para representar lo real. Las diversas formas de entender la relación sujeto-objeto en este horizonte epistemológico implican la mediación instrumental del lenguaje, ya en términos materialistas o idealistas, pero siempre en función del concepto de representación y colocando en el centro de la operación cognitiva a la figura del sujeto.

Toda la problematización que hace Rosenstone de las relaciones cine-historia parte de esta concepción: los lenguajes escrito y cinematográfico son siempre instrumentos mediante los cuales se puede representar el pasado en función de las posibilidades propias de cada uno. El estatuto instrumental del lenguaje, cabe insistir, deriva de la centralidad de la figura del sujeto en la operación cognitiva y comunicativa que implica esta postura. En otras palabras, los atributos del sujeto –su intencionalidad, su posición, la historicidad que lo constituye, sus valores e ideologías, etc.– predominan sobre el estatuto del lenguaje y, por lo tanto, lo funcionalizan: el sujeto utiliza el lenguaje, se sirve de él como de una herramienta para representar y comunicar aquello que, de suyo –dado que no se puede atribuir al objeto, a la cosa-en-sí, a la realidad histórica–, se origina en el propio sujeto. Esto está implicado en todas las afirmaciones en las que Rosenstone plantea que cualquier representación del pasado, construida por el medio que sea, estará siempre cargada de condicionamientos subjetivos.

La explicitación del basamento epistemológico de la propuesta de Rosenstone nos interesa en aras de subrayar que este autor se sitúa entre quienes, en contra de las pretensiones cientificistas de universalidad, fundadas por referencia a instancias trascendentales o lógico-formales, consideran que toda representación es histórica, y que esa historicidad, dado que el lenguaje se concibe como un instrumento, le viene –esto es fundamental– de la constitución del sujeto que la produce.

Difícilmente se puede decir, como Rosenstone parece suponer, que esta postura sea novedosa. Se trata de una actitud teórica que tuvo una relevancia y extensión considerables desde finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, y que se etiquetó con distintos nombres en función de sus derivaciones y de su presencia en campos específicos del saber (relativismo, escepticismo, perspectivismo, etcétera). Nuestro interés no está en las etiquetas, frecuentemente promotoras de confusiones, sino estrictamente en las concepciones del lenguaje y la historicidad implicadas, en este caso, en la dimensión epistemológica del problema de las relaciones cine-historia. Es cierto que, como plantea Rosenstone, los historiadores se han caracterizado, en general, por cierto conservadurismo teórico, muchas veces enraizado en la tradición positivista. Ello no justifica, no obstante, dejar de ver que una postura epistemológica como la que este autor adopta para reflexionar sobre estos temas en oposición a dicha tradición, no sólo se remonta al siglo XIX sino que, en realidad, no abandona, como hemos mostrado, el modelo forjado por la metafísica moderna, particularmente a partir de Descartes y de Kant. Ya incluso Nietzsche, por poner un ejemplo decimonónico, en textos como La genealogía de la moral (1887) –obra que sólo desde una postura ortodoxa y tradicionalista podría dejar de considerarse como un trabajo historiográfico– expresa una concepción, derivada de su lucha sin cuartel contra la metafísica moderna, que ya no es la clásica concepción instrumental o representacional del lenguaje, en la que Rosenstone claramente sigue instalado. No hablemos ya de la multiplicidad de formas historiográficas que desfilaron a lo largo del siglo XX –marginalmente, si se quiere, pero que son relevantes– que se afirman en un horizonte teórico que, en su polimorfismo, se demarca precisamente por una crítica programática a los postulados derivados de la denominada “metafísica de la subjetividad”.

No es el propósito de este ensayo hacer una crítica a los planteamientos de Rosenstone desde alguna de las posturas que componen dicho horizonte, sino entablar un diálogo con su propuesta partiendo de una serie de consideraciones que, dado el grado de generalidad que manejaremos, podemos decir que son compartidas por múltiples autores y corrientes que, desde el siglo pasado y hasta nuestros días, se han alejado, de maneras distintas, de aquel marco epistemológico en el que Rosenstone permanece. ¿Qué pasa si problematizamos las relaciones cine-historia fuera de aquella epistemología donde el lenguaje es concebido como un vehículo o un instrumento para elaborar representaciones, cuya historicidad es remitida o disuelta en la figura del sujeto? ¿Qué pasa si para tal efecto consideramos, como han hecho muy diversos autores, que el lenguaje tiene un estatuto y una historicidad irreductibles a la intencionalidad, la formación y los demás atributos del sujeto? ¿Qué pasa si, en vez de considerar que el discurso escrito y el discurso cinematográfico son medios de los que dispone instrumentalmente el historiador, consideramos que son lenguajes con atributos propios y con una historicidad constitutiva que no puede supeditarse en última instancia a la historicidad y la subjetividad propios del historiador? Lo que sucede, en nuestra opinión, al problematizar desde ahí las posibles interacciones entre la historia y el cine, es que surgen una serie de problemas –señalaremos sólo algunos en las siguientes páginas– que pasan inadvertidos para una posición como la que Rosenstone adopta.

Sería, por otra parte, interesante contraponer la propuesta de Rosenstone a la de aquellas posturas que, disuelta la rígida dicotomía sujeto-objeto, replanteado radicalmente el problema de la representación y alejadas de la apelación a instancias universales e intemporales, postulan la posibilidad de hablar de ciencia, objetividad, y de una verdad histórica relacionada con éstas. No obstante, en el presente ensayo nos limitamos a una más general y menos ambiciosa aproximación al problema del cine y la historia desde una perspectiva más historizada de los discursos escrito y cinematográfico que la que Rosenstone nos ofrece.

Como decíamos, desde muy diversos lugares teóricos es posible plantear que el discurso, los lenguajes, esos “medios de representación”, tienen una historicidad que es, en última instancia, irreductible a la intencionalidad y a los atributos del sujeto –baste mencionar a autores tan distintos entre sí como Wittgenstein, Gadamer o Foucault, quienes han tenido una influencia digna de consideración entre el gremio de los historiadores. No nos proponemos plantear que el sujeto está determinado absolutamente por los lenguajes o las formas de discurso de los que dispone, o que, en todo caso, disponen de él.(11) Basta con que admitamos que los sujetos pueden emplear los lenguajes, los discursos, sólo en función de una configuración histórico-concreta de los mismos que condiciona las posibilidades de uso y de intervención activa y creativa por parte de los usuarios. En otras palabras, no es que lo que expresan los sujetos sea el mero reflejo de lo que ya está prefigurado por la configuración y el estado histórico de los lenguajes –lo que significaría que el medio, vehículo o instrumento no fuese otro que el propio sujeto; esta sería, por lo tanto, la postura diametralmente opuesta a aquella en la que Rosenstone se mueve–, pero tampoco pensemos, como hace este autor, que los atributos del sujeto demarcan y condicionan completamente los límites de la representación y de la operación cognitiva. Partamos de la idea de que las posibilidades creativas y comunicativas de un sujeto mediante una determinada forma de discurso sólo pueden operar en función de un repertorio de posibilidades social e históricamente constituidas y limitantes. Esta idea puede parecer obvia, y el propio Rosenstone hace en ocasiones afirmaciones que parecen estar en consonancia con ella; no son tan evidentes, sin embargo, las consecuencias que de ahí se desprenden en términos de la problematización de las relaciones entre la disciplina histórica y la cinematografía, como trataremos de ilustrar.

¿En qué consiste la historicidad de la cinematografía y de la historia escrita, en tanto formas de discurso mediante las cuales es posible elaborar y comunicar narrativas sobre el pasado? Cabe reiterar, antes de aventurar tentativas de respuesta a tal interrogante, que este es un problema en el que Rosenstone no se detiene demasiado. El carácter instrumental que asigna como estatuto a ambos medios de representación lo lleva a plantearse el problema del potencial comunicativo de la historia y del cine de una manera, en el fondo, ahistórica. Para él, dicho potencial depende exclusivamente de las características inherentes a ambas formas discursivas: de sus reglas de construcción, del tipo de elementos que ponen en juego y de las maneras específicas como se conjugan o articulan dichos elementos para producir el discurso. Lo que puede y cómo puede ser expresado mediante los discursos escrito y cinematográfico depende, según Rosenstone, únicamente del uso que los sujetos hacen de estas características singulares. Frente a esta manera de enfocar el problema, consideramos importante hacer énfasis en que, si las posibilidades comunicativas de ambos discursos son radicalmente distintas, no sólo se debe a la diferencia entre sus características formales, estructurales, al tipo de elementos que los integran y a las formas de integrarlos, etc., sino, además, a que en los dos se condensa una experiencia histórica determinada y a que se insertan en contextos socio-cultuales específicos y diversos. Sin duda, como afirma Rosenstone, las imágenes poseen cualidades que están fuera del alcance de las palabras, y viceversa. Pero, ¿acaso esas cualidades no se configuran históricamente, a partir de las maneras concretas como las imágenes y las palabras han sido empleadas para dar lugar a formas de discurso que comunican cosas específicas en contextos determinados? ¿Acaso no sus posibilidades y las formas de racionalidad que ponen en juego se deben, en alguna medida, a la historia que se condensa en ellos en tanto formaciones discursivas? ¿Acaso no intervienen en la delimitación de lo que puede ser comunicado mediante un tipo determinado de discurso una serie de factores históricos extra-discursivos, que tienen que ver con las formas concretas como el discurso opera en las sociedades?

La instrumentalidad más bien abstracta que Rosenstone asigna a la escritura y a la cinematografía como medios de representación lo detienen de plantearse a profundidad este tipo de interrogantes. Aunado lo anterior a su rechazo a la superioridad que tradicionalmente se concedía de antemano a la escritura como vehículo de la verdad científica, los discursos cinematográfico y escrito quedan simplemente equiparados en términos de validez sin una consideración suficiente sobre su historia. Cabe al menos preguntarse si el discurso escrito en general, y el historiográfico en particular, no tienen, como vehículos de comunicación posible, un potencial expresivo y cognitivo mucho más vasto que el cinematográfico, no ya justificado por prejuicios tradicionalistas o logocéntricos, sino por la enorme asimetría que se aprecia entre ambos en términos de densidad histórica, de experiencia semiótica contenida. No sobra, en este sentido, recordar que la escritura, vehículo por antonomasia del lógos en la tradición occidental, condensa una inconmensurable experiencia histórica y de producción de conocimiento, y que la escritura científica de la modernidad, desde aquellas pretensiones de universalidad y objetividad –si bien desacreditadas–, ha sido, en términos culturales, aquello mediante lo cual las sociedades humanas han transformado su medio y a sí mismas de las maneras más radicales y vertiginosas que haya conocido la especie humana. Mientras que, por su parte, el discurso audiovisual, y específicamente el cinematográfico, es un producto exclusivo de la sociedad industrial avanzada y altamente tecnificada, que cuenta apenas con poco más de un siglo de historia.

Es incuestionable que la emergencia histórica de los medios audiovisuales tiene como condición de posibilidad el horizonte civilizatorio construido por la modernidad de la mano de la cultura escrita; la consolidación y planetarización del proyecto moderno es inconcebible sin ella. Si bien lo anterior no se traduce necesariamente en una superioridad de la escritura frente a la cinematografía en términos comunicativos o cognitivos, esta asimetría en cuanto a sus densidades históricas tiene que ser una coordenada insoslayable para la reflexión sobre el potencial expresivo de ambas formas de discurso. Sus alcances epistemológicos no dependen, está claro, de su posibilidad de vincularse, como  medios de representación, con entidades trascendentales o fórmulas universales que posibiliten representar objetivamente el pasado, tal como se pretendió vincular exclusivamente a la escritura con el conocimiento, la objetividad y la verdad. Sin embargo, cabe admitir que, al menos en cierta medida, las posibilidades comunicativas y cognitivas que están al alcance de una forma de discurso están condicionadas por su historia y sus modos sociales de operación, y que con base en ello podemos establecer distinciones entre discursos.

Consideramos entonces pertinente, en términos de la problematización de las relaciones entre la cinematografía y la disciplina histórica, preguntarnos por la manera en que ambas son constituidas por su historicidad en tanto formaciones discursivas; preguntarnos en qué medida incide en sus posibilidades semióticas cómo y para qué han sido empleadas en contextos específicos y cómo se han insertado en un determinado contexto civilizatorio –pues es resulta difícil negar que tanto la cultura escrita como la audiovisual, en su despliegue histórico, se insertan en los diversos contextos sociohistóricos de maneras que implican una dimensión civilizatoria, en toda su extensión, y no sólo específicamente social, cultural, económica o política. Esta perspectiva de problematización de las relaciones entre el cine y la historia contrasta notablemente con la que Rosenstone adopta. En una de sus muy pocas consideraciones extra-discursivas, este autor esgrime, como argumento a favor de que los historiadores contemplen seriamente la posibilidad de emplear el cine como medio de representación de acontecimientos históricos, el hecho de que nos encontramos en una “época posliteraria”. Este argumento nos parece difícil de sostener, en principio, como no sea circunscribiendo la mirada exclusivamente a la recepción o al consumo de discursos. Se trata, pues, de una consideración estrictamente unilateral en términos semióticos, dado que si se toma en cuenta no sólo la recepción sino todas las fases del proceso comunicativo, y particularmente la producción del discurso, se advierte fácilmente que el mundo contemporáneo está lejos de haber rebasado o abandonado la escritura a tal grado.(12) Resulta un argumento fallido como parte de una reflexión sobre el discurso cinematográfico, mismo que cuenta, como muchas otras formas del discurso audiovisual, con un guion escrito como una de sus condiciones indispensables de producción. Pensemos en la relevancia que tiene el guion de un film histórico en términos de lo que, como historiadores, tomaríamos en cuenta para valorar su pertinencia, rigor o validez, independientemente del criterio que empleemos para llevar a cabo valoraciones de este tipo.

La importancia del discurso escrito para la producción del discurso audiovisual, en sus diversas formas, es del todo comprensible si se mira el asunto desde la perspectiva que proponemos explorar. Precisamente por la centralidad y relevancia de la escritura en la conformación del horizonte civilizatorio en el que nos vemos inmersos, ése que posibilita la aparición de los medios audiovisuales en el tránsito del siglo XIX al XX, es que el discurso escrito invade, en mayor o menor medida pero de manera determinante, todos los canales semióticos, todas las formas de comunicación, de las que disponen los sujetos en las sociedades modernas y contemporáneas.(13) En este sentido, la notoria decadencia de la cultura de la lectura de textos escritos en el mundo de hoy no representa –al menos no todavía– la superación de la escritura. No nos parece del todo acertado hablar de una época posliteraria –cabe insistir, como no sea centrándose sólo en la recepción del discurso, que no es sino la fase final del proceso semiótico–, cuando el discurso audiovisual no ha cobrado suficiente autonomía con respecto del texto escrito. No se ha emancipado de él en esa medida en la que Rosenstone supone, debido al papel desempeñado por la cultura escrita en la conformación de las condiciones históricas de aparición del discurso cinematográfico.  Nos referimos, por una parte, al papel de la escritura en la conformación y desarrollo de la totalización civilizatoria de la modernidad, cuya técnica y saberes posibilitan en términos materiales la aparición de los medios audiovisuales. Por otra parte, al hecho de que la cinematografía, al emerger históricamente como discurso, en términos conceptuales nace nutriéndose de las estructuras provenientes de la literatura, así como del imaginario tecno-científico característico del tránsito del siglo XIX al XX. Tras aproximadamente un siglo de historia en la que cine se ha singularizado cada vez más como formación discursiva, difícilmente se puede aducir que lo ha hecho a tal grado como para haberse autonomizado de la escritura tanto como implican los planteamientos de Rosenstone. Insistimos: ¿qué tanto de lo que, como historiadores, tomaríamos en cuenta de un film histórico para determinar su legitimidad o su validez en términos cognitivos no está ya prefigurado o estructurado desde su guion escrito?

Lo anterior, por supuesto, no le resta lo fascinante al hecho de que cuando se construye un discurso audiovisual con base en uno textual entran en juego, al menos potencialmente,  una serie de cualidades expresivas completamente vedadas para cualquier discurso escrito; cualidades que vale la pena no soslayar, tanto en términos reflexivos como prácticos. Sin dejar de reconocer, no obstante, que la riqueza del lenguaje cinematográfico desborda en ciertos aspectos a la escritura, y aun analizando los films en función de sus propias estructuras y elementos, no podemos obviar el hecho de que el discurso escrito invade en una medida considerable las posibilidades expresivas del cine como productor de narrativas sobre el pasado.

Ahora bien, la propuesta de Rosenstone apunta en el sentido de que sea la escritura la que se deje invadir por las posibilidades creativas y narrativas del cine, en aras de dinamizar sus formas y, en el caso de la relación con la historiografía, aportar nuevas maneras de dotar de sentido a las realidades pasadas.(14) Se trata, sin duda, de una idea sugerente. No obstante, y sin negar que las implicaciones de esta idea puedan perseguirse de diversas maneras con resultados interesantes, la argumentación de Rosenstone en este sentido es discutible; la resumimos a continuación.(15) En la antigüedad, plantea, la historia se transmitía oralmente y en términos esencialmente poéticos; posteriormente, en la modernidad, se comenzó a practicar de manera escriturística y pretendidamente científica, con base en estructuras narrativas lineales y dotando de sentidos unívocos a los procesos históricos. Dado que este modelo se encuentra en crisis, es necesario renovar conceptualmente nuestra relación con el pasado, y el cine nos aporta elementos para llevar a cabo tan urgente revolución. Es aquí donde Rosenstone hace entrar en escena a los “films históricos posmodernos”, aquéllos que, a diferencia del film histórico tradicional, que adopta las mismas limitaciones de historia tradicional, nos llevan a problematizar nuestras certezas, la linealidad, la causalidad simple y la univocidad de sentido, mediante el tramado de historias fragmentarias y discontinuas, que juegan con la semántica o la significación de los acontecimientos.

Una crítica a la argumentación anterior nos permite apuntalar algunas de las ideas que sosteníamos páginas atrás. En primer lugar, cabe subrayar la ligereza y el esquematismo con los que Rosenstone construye a lo largo del libro la oposición entre la historia escrita y el cine histórico posmoderno. Su caracterización de la historia escrita como aquella que adolece de linealidad, continuismo, univocidad de sentido y pretensiones cientificistas, da cuenta, en rigor, sólo de una parte limitada del espectro de corrientes historiográficas que se han cultivado desde el siglo XX hasta nuestros días. La historiografía positivista no constituye la totalidad de la historiografía escrita que existe. En segundo lugar, Rosenstone tendría que convencernos –no ve, sin embargo, la necesidad de hacerlo– de que los elementos que atribuye al cine histórico posmoderno (la problematización de la temporalidad lineal y de las certezas conceptuales de la epistemología moderna; la apuesta por la fragmentariedad, la discontinuidad, la polivalencia semántica y de sentido de los acontecimientos pasados, etc.) no son elementos que, no sólo no son exclusivos del cine o de los discursos audiovisuales en general, sino que provienen originalmente de la propia escritura. ¿Acaso no es posible encontrar todos esos elementos y críticas en los discursos que comienzan a aparecer a partir de la crisis de aquella epistemología decimonónica, y en una diversidad tan amplia que quizá el único común denominador ente ellos probablemente sea que se trata de discursos escritos? Rosenstone tendría que convencernos de que ni en el discurso escrito de la filosofía, la física cuántica o la lingüística –por poner ejemplos heterogéneos–, y, muy especialmente, en el de la literatura, se ha problematizado y ensayado, mucho antes, todo eso que él atribuye a la creatividad de los directores del cine histórico posmoderno. Ello nos devuelve al problema de la asimetría de experiencia histórica condensada en ambas formaciones discursivas: ¿qué tanto de todos esos elementos que impugnan la concepción histórica positivista no tiene ya una historia –y a veces bastante larga– en el discurso escrito, e incluso en el discurso específicamente historiográfico? ¿No será acaso que, si resulta posible para los directores y guionistas –a los que Rosenstone atribuye la aportación elementos que pueden revolucionar nuestra concepción de la temporalidad y de la semántica del pasado– integrar estos elementos a sus filmes, es debido a que están inmersos en un universo discursivo por el que ya han pasado Freud, Einstein, Heidegger, Joyce o Proust? Mencionamos estos nombres para ilustrar que no es necesario remitirnos a la crítica posestructuralista de la segunda mitad del siglo XX, a la que Rosenstone alude en el libro,(16) dado que toda esa problematización ya se encuentra en múltiples formas del discurso escrito desde los albores del siglo pasado.

Rosenstone se confiesa como un historiador de formación positivista que comenzó a cuestionar sus certezas epistemológicas en su encuentro con el cine, discurso que “desafía nuestra idea de la historia”.(17) Nos parece, sin embargo, que el desafío al que se refiere no es ni exclusivo ni original del lenguaje cinematográfico o del discurso audiovisual, sino que viene originalmente de la propia escritura. Claro que, no obstante, al explorar esas formas de problematización y ruptura de la narración histórica tradicional a partir del lenguaje cinematográfico –pese a no constituir un discurso autónomo respecto de la escritura, ni en términos semióticos ni conceptuales–, entran en juego posibilidades expresivas que no se pueden agotar mediante palabras. Por ello y, pese a todo, estamos de acuerdo con Rosenstone en que el potencial más interesante al que puede apuntar una exploración de las relaciones entre el cine y la historia no tiene tanto que ver con la construcción de narrativas, sino con la producción o problematización de los órdenes conceptuales que hacen inteligible el pasado y su relación con el presente y el futuro. Lo más sugerente que plantea el cine, como discurso audiovisual, a la disciplina histórica, no sería entonces el problema de los contenidos históricos representados –asunto no deja de remitirnos en buena medida a lo textual–, sino su manera de conceptualizar el pasado y estructurar una temporalidad codificada en un lenguaje cuyas posibilidades, en términos de la experiencia que puede generar en un receptor, están vedadas para el texto. Esta posibilidad, no obstante, trae a la discusión problemas que conviene no dejar de lado; a continuación mencionamos algunos.

Rosenstone señala que en la actualidad depende cada vez más de los medios audiovisuales la idea que se forman los espectadores sobre su pasado. Ello parece un síntoma quizá irreversible de la decadencia de la cultura escrita. Cabe, no obstante, preguntarnos algo que Rosenstone da por sentado: ¿eso que se produce en los espectadores al consumir cine histórico se parece a lo que antes sucedía con la lectura de libros? No nos referimos a la experiencia sensible, evidentemente distinta, sino a la operación conceptual o intelectual que dicho consumo conlleva o provoca. Quizá esta suerte de relevo historiográfico no sucede de la manera simple y continuista que la propuesta de Rosenstone supone. ¿El discurso audiovisual toma simplemente la estafeta de la misma operación conceptual que la narrativa histórica de la modernidad había consolidado? ¿No hay acaso algún tipo de desfasamiento que se traduce en que las narrativas cinematográficas no pasan simple y neutralmente a cumplir la misma función que antes se resolvía en la lectura de textos escritos?

La propuesta de Rosenstone resulta optimista ante estas interrogantes; nosotros seríamos, en principio, escépticos. En las sociedades contemporáneas, ¿eso que se produce en los espectadores al consumir cine histórico se parece a la idea o a la experiencia de sentirse producto del pasado representado o de sentirse interpelado por la propia historicidad, a la manera en que esto sucedía –o se pretendía que sucediera– en las formas modernas de conciencia histórica, indisociables de la escritura? Cabe, por lo menos, ponerlo en duda. Al respecto de este problema, vale la pena recordar los “regímenes de historicidad” de los que nos habla Francois Hartog.(18) Particularmente, pueden darnos alguna guía sus planteamientos en torno a la sustitución del régimen moderno de historicidad –cuyo marco temporal de vigencia es delimitado por el autor con las fechas de 1789 y 1989– por el régimen presentista.(19) Si bien Hartog construye su propuesta fundamentalmente a partir de la historia francesa, algunos de sus planteamientos tienen un alcance más amplio, en buena medida en virtud de la mundialización que caracteriza los tiempos actuales; y, de manera peculiar, lo tienen sus ideas en torno al presentismo, ese régimen de historicidad que constituye una especie de colapso de los puentes conceptuales pasado-presente y presente-futuro. Nos parece relevante no perder de vista que la denominada sociedad de consumo, ésa en la que los medios audiovisuales juegan un rol absolutamente central y hegemónico, se caracteriza por la producción en serie y el consumo esquizofrénico de experiencias cuyo único horizonte temporal es lo inmediato. En un contexto social dominado por el consumo de discursos audiovisuales, las concepciones modernas de la historia no pueden sino atravesar por una crisis que se relaciona con esa experiencia presentista de la temporalidad que se genera los sujetos, como resultado de sus formas de inserción en el mundo social. Rosenstone plantea que el cine, al tiempo que privilegia, a diferencia del texto, la información visual y emocional, altera sutilmente, y de maneras que aún no hemos terminado de registrar, nuestra concepción del pasado. No obstante, cabría preguntarnos si esto no sucede dentro de un marco conceptual más amplio y ligado a ciertas dinámicas socioculturales, en virtud de los cuales el sujeto se encuentra anestesiado contra la percepción de su historicidad constitutiva.

Decía Deleuze que los más grandes enemigos de los filósofos en el mundo de hoy, en tanto productores de conceptos, son los mercadólogos.(20) Es difícil no reconocer que estos últimos están ganando esa batalla en el mundo contemporáneo. Un problema que se presenta ante la posibilidad de emplear el discurso audiovisual para producir y comunicar narrativas y conceptos de historia, es que se trata de una forma de discurso que se inserta en un contexto sociocultural en el que es masivamente empleado para conceptualizar y afirmar una experiencia presentista del mundo, una incomunicación de las dimensiones pasado-presente-futuro. Rosenstone nos dice que el cine busca un sitio dentro de una tradición cultural que ha privilegiado al discurso escrito; no se detiene a reflexionar, sin embargo, en que el cine tiene ya un lugar –y uno privilegiado– dentro de un horizonte comunicativo profundamente hostil a cualquier concepto de historia.

Por supuesto, no es que al discurso audiovisual le sea inherente una tendencia a generar el presentismo en los sujetos receptores; pero es necesario reconocer que la producción y el consumo masivo de experiencias audiovisuales en las sociedades contemporáneas están fuertemente dirigidos a todo tipo de dinámicas inmediatistas y que, como sabemos, la recepción de cualquier forma de discurso nunca ocurre de manera aislada o pura, sino siempre dentro de un contexto y en función de un bagaje de experiencias previas del sujeto que, en cierta medida, estructuran su recepción. Así, cuando Rosenstone habla de “posliterariedad” para apoyar el empleo del cine como medio de representación del pasado, no sólo revela esa unilateralidad en el análisis que implica centrarse únicamente en la recepción o el consumo del discurso, sino que tampoco problematiza adecuadamente dicho consumo. No toma en cuenta que un receptor promedio, consumidor cotidiano de experiencias audiovisuales –como aquéllos que prefieren ver films que leer libros–, en tanto receptores están estructurados, al menos hasta un cierto nivel, por las dinámicas de consumo discursivo tan estrechamente ligadas con lo que Hartog llama régimen de historicidad presentista. Este problema en el análisis constituye, en nuestra opinión, otra consecuencia de la concepción instrumental y abstracta de los discursos, y de la consecuente ausencia de una consideración histórico-concreta de los mismos, que Rosenstone adopta en sus reflexiones.

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, o quizá justamente debido a ello, es precisamente en este sentido que las cualidades comunicativas del cine, como productor de órdenes conceptuales, revelan su enorme potencial. Coincidíamos con Rosenstone en que esta es la dirección más interesante –quizá por su urgencia– que pueden seguir las reflexiones en torno a las relaciones entre el cine y la historia, y no tanto en relación a la producción de narrativas sobre acontecimientos y procesos históricos. Y es que, para que un relato de este tipo, una trama de contenidos fácticos, consiga generar en el espectador de un film –así como en el caso de un lector de libros– una experiencia de su historicidad, se requiere de un marco conceptual previo que estructure, posibilite o prefigure una recepción de ese tipo. Sin este marco, el sujeto puede ser expuesto a narrativas históricas –textuales o audiovisuales– todo lo que se quiera y jamás sentirse interpelado por su historia. Quizá la cinematografía, desde sus singularidades discursivas, pueda contribuir, y tal vez más eficientemente que el texto, a restablecer o tender nuevos puentes conceptuales que comuniquen al presente con el pasado y el futuro. Empero, esto tendría que intentarse desde una perspectiva que tome en cuenta los discursos en su historicidad y a partir de sus formas concretas de inserción en los diversos contextos socioculturales.

El propósito de este ensayo ha sido plantear la necesidad de problematizar las reflexiones entre la historiografía y el cine a partir de una crítica histórica de ambos como lenguajes; como formaciones discursivas irreductibles una a la otra, sin duda, pero que son afectadas por su historicidad de maneras profundamente distintas y juegan roles específicos  en la vida social contemporánea. Esta perspectiva implica la crítica de la tradición escriturística, históricamente hegemónica, de la historia; pero implica también adoptar una posición crítica en el sentido de no sumarnos irreflexivamente a la vorágine de nuestro tiempo, a esa suerte de mandato cultural que nos conmina a un giro audiovisual de los discursos, sin llevar a cabo una reflexión profunda sobre las implicaciones semiótico-culturales e históricas de la sustitución de los discursos escritos por aquellos que posibilitan los medios audiovisuales. Este mandato se ve incluso ilustrado por la dimensión personal-testimonial de los textos que componen el libro de Rosenstone. Historiador de formación positivista, se acercó al cine debido a la progresiva ausencia de interés de sus alumnos en la lectura; quería, según cuenta, “que vieran el pasado y vivieran los hechos pretéritos”.(21) De la experiencia que comenzó así, resultó posteriormente el cuestionamiento de los lineamientos epistemológicos de su formación; lo que, por las razones expuestas en este ensayo, nos parece más un síntoma de la inercia cultural del viraje contemporáneo hacia lo audiovisual que una constatación de que dicho cuestionamiento esté ausente en el discurso escrito.

La defensa de la escritura que a lo largo de estas páginas hemos opuesto a los planteamientos de Rosenstone, o bien nuestra desconfianza en ese, a nuestro parecer, injustificado optimismo que le genera el discurso audiovisual, no persigue la adopción de una postura conservadora desde la cual lamentarnos de todo lo que se pierde con la decadencia de la cultura escrita –aunque, sin duda, mucho se pierde–, y cerrarnos a las posibilidades que inauguran las nuevas tecnologías. Sin embargo, antes de apresurarnos a declarar que nos hallamos en una era posliteraria y, por lo tanto, aceptar que la hegemonía de los discursos audiovisuales comience a invadir a la disciplina histórica, conviene detenerse a reflexionar en el hecho de que no se trata simplemente de instrumentos neutrales que nos ofrecen determinadas posibilidades comunicativas o conceptuales; se trata de formaciones culturales que tienen una historia, así como determinadas funciones y modos específicos de operación en el mundo social, que no pueden ser soslayados.

Reflexionar sobre las relaciones entre la historia y el cine tomando en consideración lo anterior constituye, a nuestro parecer, el verdadero desafío. En tiempos como los nuestros, sólo la asunción crítica de este reto puede colocarnos, lejos de ortodoxias y tradicionalismos, pero lejos también de la inercia histórica de la novedad, ante la posibilidad de desatar ese potencial creativo y hacer efectiva en términos cognitivos la buscada complicidad entre el cine y la historia.

Bibliografía

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1991.

Echeverría, Bolívar, Definición de la cultura, México, Fondo de Cultura Económica/Itaca, 2010.

Echeverría, Bolívar, Vuelta de Siglo, México, Ediciones Era, 2006.

Hartog, Francois, Regímenes de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, México, Universidad Iberoamericana-Departamento de Historia, 2007.

Rosenstone, Robert A., El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de historia, Barcelona, Ariel, 1997.

Referencias

Referencias
↑1    Sobre las preguntas aquí planteadas y como referencia para los temas abordados en este ensayo, se recomienda el texto “II. Homo legens” en Echeverría, Vuelta…, 2006, pp. 25-37.
↑2    Véase “Introducción personal, profesional y (algo) teórica” en Rosenstone, El pasado…, 1997, pp. 13-23.
↑3    Ibid., p. 14.
↑4    Dado que se trata de una compilación de ensayos y no de un libro unitario, los planteamientos que a continuación resumimos se encuentran dispersos a lo largo del libro y muchos de ellos se repiten en varios capítulos. El lector puede encontrar las ideas sobre las que basamos nuestro comentario particularmente en la “Introducción” y los capítulos “1. Historia en imágenes, historia en palabras”, “2. El cine histórico”, “8. La revisión de la historia” y “9. El cine y los inicios de la historia posmoderna”.
↑5    Rosenstone narra que sus cursos sobre historia del radicalismo se vaciaron gradualmente hasta el punto de tener un sólo alumno. Una vez que decidió incorporar films a la temática y didáctica de sus cursos, estos volvieron a llenarse. Véase Rosenstone, op. cit., pp. 14-15.
↑6    Ibid., p. 41.
↑7    Ibid., p. 20.
↑8    Ibid., p. 13.
↑9    Ibid., p. 17.
↑10    Ibid., pp. 19-20.
↑11    Como de hecho afirmaron diversos autores, particularmente a partir del Curso de lingüística general (1916) de Ferdinand de Saussure, siguiendo la idea de que el lenguaje no pertenece al hombre sino al contrario.
↑12    Para tener como referencia un esquema de las fases y elementos que integran el proceso semiótico, se recomienda ver la “Lección III. Producir y significar” en Echeverría, Definición…, 2010, pp. 71-108.
↑13    Ibid.
↑14    Rosenstone, op. cit., pp. 21-22.
↑15    Ibid.
↑16    Ibid., pp. 145-163.
↑17    Tomamos esta idea del subtítulo del libro de Rosenstone.
↑18    Hartog, Regímenes…, 2007.
↑19    Véanse particularmente los apartados “Órdenes del tiempo, regímenes de historicidad”, pp. 19-41, “La crisis del régimen moderno”, pp. 130-133, “La ascensión del presentismo”, pp. 134-141, y “Conclusión. La doble deuda o el presentismo del presente”, pp. 225-237, en ibid.
↑20    Véase “Introducción. Así pues la pregunta” en Deleuze y Guattari, ¿Qué es…, 1997, pp. 7-21.
↑21    Rosenstone, op. cit., p. 14.
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