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[Publicado en: Sitio web de la revista Proceso, jueves 28 de abril de 2022.]

 

El local de la CNDH

 

Marta Lamas

 


Hay veces que, para explicarme, necesito repetir cosas que ustedes, mis lectores, seguro que ya conocen. Les ofrezco una disculpa por hacerlo en esta ocasión, pero es que también he comprobado la facilidad con la que solemos olvidar ciertos hechos.

Recordarán que, en septiembre de 2020, un grupo de familiares (principalmente madres) de víctimas de feminicidio y de violencia sexual, tomó el inmueble de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH en adelante) ubicado en la calle de Cuba. La acción de esas ciudadanas, que vivieron tragedias e hicieron las denuncias en su momento, es consecuencia del desastre que es el acceso a la justicia en nuestro país. Por el burocratismo, ineptitud o falta de sensibilidad de mucho del personal de las distintas instancias judiciales, nuestro sistema de procuración y administración de justicia se ha convertido en un infierno. Hartas e indignadas, para hacerse escuchar, las familiares de las víctimas tomaron el local de la CNDH acompañadas, ¿impulsadas? por un grupo de feministas “anarcas”, lo renombraron como Casa Refugio Ni Una Más.

Con esa acción, expresaban que fiscalías, ministerios públicos, policías y tribunales les habían fallado, por acción o por omisión. Las investigadoras que trabajan los temas de feminicidio y violación han dicho hasta el cansancio que esa violencia tiene un carácter sistémico, sin duda vinculado a la necropolítica neoliberal; muchas califican los feminicidios como una forma extrema de terrorismo sexista y otras ven las violaciones como agresiones machistas. El problema es tan grave como complejo, pero se ha acrecentado por la indiferencia burocrática que ha desatendido esos brutales asesinatos y tremendos abusos, así como por la aberrante corrupción y/o incompetencia de policías y agentes ministeriales. Todo ello favorecido por la impunidad. Son cientos las historias desgarradoras que explican el por qué la gran desconfianza y la bronca con las instituciones de justicia. El documental Las tres muertes de Marisela Escobedo relata magistralmente un caso paradigmático de impunidad y sufrimiento, y muchas madres de víctimas lo tienen dolorosamente presente.

En el local de la CNDH, donde en distintos momentos hubo reuniones feministas, tocadas musicales e intervenciones artísticas, se quedaron a vivir las feministas anarcas como okupas, término que alude a la ocupación. El 13 de abril pasado, la hija de una profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana denunció en redes sociales el ataque que su madre vivió cuando transitaba con su automóvil por la calle de Cuba. Cuatro mujeres encapuchadas le solicitaron dinero y al negarse a entregar esa “cuota”, golpearon con tubos de metal su vehículo y le arrebataron el celular con el que pretendía grabar la agresión. Un vecino captó lo que estaba ocurriendo y al subirlo a las redes, se viralizó. Esto llevó a la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México a intervenir, detener a tres jóvenes y “recuperar” el inmueble.

La reacción en las redes fue inmediata. Personajes, tanto conservadores como progresistas aplaudieron la intervención de la policía: “¡qué bueno que las sacaron!”. Escasísimos comentarios recordaron cómo es que ese local se había transformado en refugio, y apenas alguien preguntó a qué hora se fueron las madres y se quedaron solo las okupas. El ataque a la profesora es absolutamente inadmisible, pero ¿no lo es también el que no se intentó antes resolver el conflicto de la invasión de las okupas?

La contraposición de las okupas como “las malas” y “los policías” como “los buenos” remite a una simplificación que me incomoda. No puedo olvidar cómo en 2020 esas feministas acompañaron a las familiares de las víctimas, y cómo obligaron al gobierno, la ciudadanía y los medios de comunicación a poner atención a sus denuncias. Discrepo totalmente de sus métodos de lucha, pero no puedo dejar de pensar que esas jóvenes han desplegado una lucha como nunca antes, con dolor y rabia.

La filósofa Elsa Dorlin, en su libro Autodefensa. Una filosofía política de la violencia, revisa la experiencia de distintos colectivos y movimientos de liberación que, en diferentes momentos históricos, han retomado la violencia como una forma de autodefensa. Ese parece ser el caso de las okupas que denuncian que es precisamente el Estado la primer instancia que institucionaliza la injusticia social.

Intuyo la enorme dificultad que existe para tratar de establecer una salida “política” a un conflicto tan complejo como el de desalojar a las okupas. Pero existe también, para nosotres, les ciudadanes que observamos y comentamos el desenlace de hace unos días, otra gran dificultad: reconocer las intrincadas relaciones que se establecen entre agentes del gobierno y el poder económico- político, y que toleramos en silencio, por temor o por ceguera. Esos vínculos perversos son los que, más allá de las buenas intenciones del gobierno, generan violencia social y violencia política.

Me resisto a aceptar que la rabia legítima ante la espantosa impunidad en que vivimos, que convirtió en 2020 el local de la CNDH en la Casa Refugio Ni Una Más, acabe con la detención de tres okupas y el aplauso de tantas, y tan variadas, personas.

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