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[Publicado en: Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, Nueva Época, Año LXV, núm. 238, enero-abril de 2020, pp. 209-220.]

 

El marxismo: una evaluación de la crítica y el discurso ante la caída del Muro de Berlín

 

Diana Fuentes

 

1989: sentido y significación

A treinta años de la caída del Muro de Berlín, parece existir un consenso generalizado sobre cómo este acontecimiento marcó el fin del siglo XX. Lo que no es tan claro es el ángulo desde el cual asumimos su valía como momento clave del fin de una época, cuyo significado aún demanda nuestra consideración, pues, si bien evaluar el año 1989 necesariamente nos remite a los efectos mundiales de las décadas de crisis posteriores a la edad de oro del capitalismo del siglo pasado, a las tensiones sociales y al proceso político al interior de la Unión Soviética (Hobsbawm, 2007: 19), las causas del derrumbe del socialismo soviético no se explican de forma suficiente sin una mirada de largo alcance que vaya más lejos de las especificidades causales. Esa distancia permite observar, por ejemplo, cómo las loas del triunfo de la democracia posteriores al derrumbe rápidamente entraron en tensión ante el apabullante hecho capitalista y sus efectos sociales, por lo que la presunta claridad de su sentido histórico está en abierto cuestionamiento. De modo que las consecuencias del fin del socialismo soviético y la caída del Muro —como representación simbólica de un punto de no retorno— son aún, como afirma el filósofo Bolívar Echeverría, un símbolo en suspenso (2001: 15-16). Su significación histórica se mantiene ambigua, dado que representa el episodio de una historia que sobrepasa el fin del régimen que inauguró la revolución bolchevique, aunque sin duda lo contiene, pero del que, en todo caso, es sólo un elemento que participa de un proceso mucho más caudaloso y cuyas causas profundas remiten a la compleja dialéctica de la modernidad.

Hobsbawm recuerda una frase del poeta T. S. Eliot para el caso: “ésta es la forma en que termina el mundo: no con una explosión, sino con un gemido”; el fin de siglo, dice, dejó oír ambas cosas: la explosión y el gemido (2007: 21). Para interpretar esta eclosión, sus causas, pero sobre todo aquello que más interesa a nuestro tiempo —es decir, sus efectos— me permito hilvanar una guía o índice de lectura con un elemento que encuentro común a los juicios del historiador y del filósofo aludidos, a modo de construir una forma reflexiva al interés por la historia del siglo XX, que también ilustre o dé perspectivas para observar el devenir contemporáneo.

Ese índice de lectura me lo posibilita el interés por recuperar las formas del pensamiento que se originaron al interior o incluso en los márgenes del movimiento revolucionario del que emergió el llamado socialismo realmente existente, pero que en un sentido distinto a la tendencia dominante fueron capaces de insistir en la necesidad de la crítica al dominio capitalista e hicieron lecturas y aportaciones audaces y radicales que resultan imprescindibles para el mundo actual. De algún modo, el presupuesto es que volver sobre estos autores para ponderar su relevancia e impacto, sirve como medida para evaluar las razones por las que, más allá del derrumbe, siguen ocupando un espacio importante en las reflexiones de las ciencias sociales, la filosofía y el pensamiento crítico contemporáneo.

A ello habría que agregar una reflexión sobre este interés por el origen del pensamiento revolucionario ante la historia reciente. Tal como lo afirma Echeverría: ante el progresivo desvanecimiento de la convicción de que la historia está dotada de un sentido, cuyo efecto más devastador es el cinismo, habría que pensar que no es en realidad un sentido lo que parece permitirnos interpretar el siglo pasado y los efectos de su eclosión, sino un “contra- sentido”, que en todo caso es lo verdaderamente digno de pensarse.

Y ese contrasentido, como contrapunto que da cabida a una racionalidad no inmanente a los acontecimientos sino a la posibilidad de su interpretación, lo representó la existencia de la Izquierda. Así, por ejemplo, dice el filósofo: “Porque la Izquierda estuvo allí, Auschwitz dejó de ser un holocausto provocado por un loco; fue el resultado del fracaso de la propia Izquierda…” (Echeverría, 1986: 12). La historia pasada, con toda su violencia, entonces, no es un relato caótico, pues si hay algo que le da coherencia, esto es, si existe la posibilidad de crear una consideración pensante, como diría Hegel, sobre el actuar humano, ésta proviene de la orientación contestataria de la Izquierda. Como diría el cineasta francés Chris Marker: Le Fond de l’air est rouge (el fondo es rojo).

 

El marxismo crítico

Después de la caída del Muro de Berlín, la tarea de trazar cuáles han sido los caminos que ha seguido el pensamiento que se autoproclama como marxista o, incluso, aquel que sólo se considera influenciado por las coordenadas del discurso crítico de Marx, implica una valoración que excede el plano de la historia de las ideas y la historia intelectual aunque necesariamente las supone. Pues, se debe considerar un elemento más importante, que incluso se aproximaría a una lectura marxista de la producción del pensamiento, a saber, la necesaria valoración de los órdenes político, filosófico y social, que son los lugares desde donde se construye el momento reflexivo. En última instancia, se trata de la relación entre la producción teórica, e incluso ideológica, con la praxis social.

Dicho de otra manera, la evaluación sobre el estado de la cuestión supone reconocer que la teoría nace del minado terreno de la vida práctica. Sin duda, en esta aseveración, hay un eco de la conocida idea de que el pensamiento —el concepto— adviene post factum, es decir, que el momento reflexivo sólo cobra consistencia a posteriori de los hechos. Vista así, la crisis del pensamiento marxista que sobrevino al cierre del ciclo del socialismo soviético sucede en el plano de la teoría y de la producción de las ideas, a lo que primero se presentó como una tensión de orden práctico.

Por estas razones, es importante colocar como primer elemento de distinción lo que pareciera una obviedad: el marxismo desde el siglo XIX, y hasta la fecha, constituye por sí mismo una historia intelectual y sociopolítica que presenta múltiples variantes, entre las que ha habido incontables debates, antagonistas y detractores, que visibilizan la enorme complejidad de pensamiento que se produjo a partir de la obra de Marx. Para mostrarlo y situar con claridad algunas consideraciones fundamentales, basta atender desde las primeras querellas ocasionadas por la recepción e interpretación de la crítica de la economía política de la Segunda Internacional (1889–1914), particularmente la de Kautsky1 y la socialdemocracia, hasta el marxismo de la Tercera Internacional o Comintern (1919–1943), que finalmente instituyó al DIAMAT (materialismo dialéctico) como la doctrina oficial del régimen soviético, con su indisoluble asociación al marxismo-leninismo como sistema general del pensamiento y de la estrategia revolucionaria.

El término “materialismo dialéctico” es utilizado por primera vez para bautizar el marxismo en un ensayo de Plejanov sobre Hegel en 1891. El mismo Plejanov, dos décadas más tarde, en 1908, considerará que Engels había presentado en su Anti-Dühring “la forma definitiva de la filosofía del marxismo”. (Kohan, 2014: 132)

Hacer una revisión crítica de estos momentos, en particular del segundo, resulta ineludible, puesto que toda recuperación contemporánea del pensamiento de Marx tiene que enfrentarse necesariamente con la pesada carga de la frecuente y directa identificación entre Marx y los marxismos con la ideología de estado que se creó, propagó y defendió desde la Unión Soviética. Habida cuenta de que los detractores del pensamiento de Marx, en especial en el terreno de la teoría política y en el de las ciencias sociales, acuden sin reparo a ideas y argumentos cuya matriz no es la obra del treverino, sino de la pluma de Engels, Lenin, Plejanov, Bernstein, Bujarin, o del economicismo que se difundió a través de los célebres manuales soviéticos; a veces, incluso, se recurre a autores mucho más contemporáneos, como Luis Althusser, antes que a Marx.

Por esto, resulta imprescindible insistir en que la historia del marxismo es en realidad la robusta historia de los marxismos, y en que la versión economicista, ideologizante y mecanicista que se propagó a través de la línea oficial del comunismo internacional durante el siglo XX —si bien se constituyó en el filtro a través del cual se midió la legitimidad del discurso revolucionario— no representa ni parciamente el complejo mosaico desde el cual se produjeron algunos de los más prolíficos debates de orden teórico y estratégico que marcaron los caminos y los momentos de actualización de la obra de Marx y del pensamiento socialista. Y fue desde el interior de esas discusiones donde se produjeron lecturas audaces, innovadoras y contradictoriamente marginales que reactualizaron y demarcaron algunos de los aspectos más radicales del elemento crítico contenido en la obra de Marx.

Tal es el caso del primer György Lukács, Karl Korsch, Antonio Gramsci, Henri Lefebvre, Ernst Bloch, Merleau-Ponty, la Escuela de Frankfurt, Sartre en su periodo marxista, Lucien Goldmann y el propio Luis Althusser. Todos ellos inscritos en lo que Perry Anderson llamó, a fines de los años setenta, el marxismo occidental, y que se caracterizó por el desplazamiento de sus preocupaciones hacia un registro de orden teórico y menos programático, en compa- ración con el conjunto de teóricos que le preceden (es decir, aquella cuya madurez política precedió a la Primera Guerra Mundial y que estuvieron marcados por la Revolución Rusa: Lenin, Luxemburg, Trotsky); en un giro que fue generacional y geográfico, pues, con excepción de Lukács y Goldmann, todos provenían de regiones más occidentales de Europa que las de sus antecesores (Anderson, 1979: 36). Con todo, Lukács se formó en buena me- dida en Heidelberg y su discípulo Goldmann vivió en Francia y Suiza.

La nota más destacada del análisis de Anderson es que todos ellos representan un progresivo divorcio de la práctica política; así mientras los primeros —Lukács, Korsch y Gramsci— fueron destacados dirigentes de sus respectivos partidos, los últimos —Goldmann o Althusser— se desarrollaron e intervinieron más en un plano académico o intelectual, y no como dirigentes de masas.

Me parece que Anderson, sin embargo, atribuye, en exceso, este movimiento a la aparición de los escritos tempranos de Marx, los Manuscritos económico-filosóficos de 1844,2 publicados en 1932, y a su indiscutible impacto en la renovación temática y problemática que inspiraron particularmente las lecturas e interpretaciones que realizaron Henri Lefebvre, Herbert Marcuse, Sartre y, en nuestras coordenadas —no contempladas por el historiador— a Adolfo Sánchez Vázquez. En todo caso, no debe perderse de vista que la historia del marxismo (que va de la década de los años treinta hasta fines de los cincuenta, periodo de mayor impacto del material de juventud de Marx) está signada por la tensa y ambigua relación entre el apego a la línea política y teórica emanada de la URSS, y el enfrentamiento al capitalismo anticomunista, con Estados Unidos a la cabeza. Es en ese escenario que se resolvió el pensamiento marxista no ortodoxo, y es en él donde los Manuscritos y su abierta preocupación por el elemento subjetivo en la dinámica de la explotación capitalista, allana- ron el camino a quienes combatieron el mecanismo y el dogmatismo imperantes.

Contradictoriamente, mientras en la década de los años treinta y cuarenta el marxismo se institucionalizaba, y mientras era claro que oponerse a las directrices de la interpretación oficial suponía enfrentarse al aislamiento, al desprestigio, al escarnio o incluso a la muerte (para quienes eran parte del régimen), como sucedió a figuras tan destacadas y opuestas como Nicolai Bujarin o David Riázanov; con todo ello, y en absoluta contracorriente, proliferaron textos fundamentales y entradas de lectura que abrieron los caminos más prolíficos para el discurso crítico y para el pensamiento socialista del siglo pasado.

Así lo demuestra la evidencia de que han sido algunos de estos autores y sus textos, los que de un modo u otro han sobrevivido a la crisis política y moral que sobrevino a la caída del Muro. Es el caso de Bujarin, quien perteneció a la generación de Lenin, Trotsky y Luxemburg, fue además un teórico muy respetado en los primeros años del triunfo de la revolución bolchevique; lo que más adelante le permitió convertirse en uno de los más des- tacados promotores y defensores de la ortodoxia soviética. En el célebre VI Congreso de la Internacional Comunista de 1928, Bujarin declaraba al materialismo dialéctico (DIAMAT) como la “filosofía oficial” de la Internacional. También participó en la erradicación de la oposición —Zinoviev, Trotsky, Kamenev—, no obstante, su colaboración con la purga de la oposición, en 1938 fue condenado a muerte durante la Gran Purga. Riazánov, a quien Lunacharsky reconoció como el “hombre más culto de nuestro partido”, fue director del Instituto Marx–Engels, resguardaba su legado, rescató archivos y bibliotecas, y fue quien encomendó el cuidado editorial de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx a Lukács. De este grupo de teóricos, quizá Lukács representa mejor que nadie la franca contra- dicción, rayana en la tragedia que los aquejó y que podría ser leída desde lo que Bolívar Echeverría entiende por el sentido político de la crítica marxista a los problemas particulares y su relación con la totalidad histórico–social (Lukács, 1967: 15): la actualidad de la revolución. O, dicho de otra manera, cómo la distancia o cercanía a la revolución social determina dicho sentido político en un momento especifico. Este factor sería el elemento central para comprender por qué, apenas a unos años de la publicación de Historia y conciencia de clase,3 el húngaro escribe una autocrítica en la que reconoce que los ensayos de aquel texto se alejan de los objetivos inmediatos de la revolución, idea que replicará de forma mucho más consistente y sofisticada en el prólogo de 1967 a la reedición de dicha obra, donde además se pregunta las razones por las que las nuevas generaciones están interesadas por un texto cargado de hegelianismo y romanticismo revolucionario (Lukács, 1969: X).

Ese sentido político del que habla Echeverría es el que permite atravesar la aparente antinomia de aquellas décadas y comprender por qué para muchos de estos intelectuales, tomar distancia y contravenir la línea del marxismo dominante no sólo suponía un reto conceptual sino también un dilema de orden ético y táctico sobre un proceso en construcción, particularmente en los años en los que aún no quedaba claro si el camino tomado por el proyecto soviético conduciría o no hacia la profundización del proyecto revolucionario internacional. A esto habría que sumar otro factor decisivo para el tipo de discusiones que se pusieron a la orden del día en aquellas décadas: el arribo del fascismo. Algunas de las temáticas centrales de la obra de Antonio Gramsci —como la cuestión de revolución pasiva o el problema de la hegemonía o, en un plano muy distinto, el de los primeros trabajos previos al ascenso del nazismo del Instituto de Investigación Social de Frankfurt— tienen en común el hecho de que en ellos se piensa ya desde el horizonte que considera el reflujo efectivo de la revolución como proceso global y se contempla la amenaza de la consolidación de la sociedad de masas y sus sofisticados mecanismos de dominación ideológicos, en un abierto esquema de dominio de un conservadurismo de un talente nunca visto.

Los estudios sobre la personalidad autoritaria o las discusiones de orden económico sobre el capitalismo de Estado que tanto interesaron a Adorno y Horkheimer, tanto como la teoría del estado ampliado de Gramsci, desde distintas localizaciones y puntos referencia, muestran cómo a partir de la década de los treinta estos autores atienden a la transformación de la vida social derivada de la especificidad del capitalismo del siglo XX. Con todo, estas reflexiones se escribieron desde la marginalidad y la censura política a las que las so- metió el ambiente social y político en el que proliferó el fascismo.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la entrada a la Guerra Fría, el marxismo del Instituto Marx–Engels–Lenin se convirtió en el centro desde el cual se difundían, editaban, traducían y distribuían los textos clásicos; se mantuvo así hasta que en 1956, cuando a tres años de la muerte de Stalin la represión sobre Hungría y el efecto de quiebre que trajo el in- forme secreto de Jrushchov —en el que se denunciaban los crímenes cometidos durante el periodo estalinista y una serie de medidas encaminadas a transformar la política interna de la Unión Soviética— colocó de nuevo en la palestra a muchos pensadores y tradiciones heterodoxos que habían sido marginados o acallados. De modo que grupos de origen trotskista, maoísta, o aquellos que se inspiraron en la Revolución Cubana del mismo año, tuvieron un determinado margen de acción. Con todo, los partidos comunistas siguieron siendo los más numerosos a pesar de que habían perdido su fuerza interior (Hobsbawm, 2007: 82).

En el contexto de los milagros económicos, las posteriores revoluciones en China y Cuba, el aplastamiento de la oposición Checoslovaquia y Polonia, la guerra de Vietnam, y la efectividad demostrada de la guerra de guerrillas, reactualizaron los debates estratégicos y trajeron una segunda oleada de la revolución mundial que impactó directamente en el tipo de derivas del pensamiento marxista que se propagaron inmediatamente después. Es la joven generación que se forma en este nuevo horizonte político la que vuelve a los textos proscritos de las décadas pasadas y la que da un enorme brío a las posibilidades que ofrece la teoría marxista, en un común rechazo a la línea ideológica y política de Moscú, así como de aquella que representaban los escleróticos partidos comunistas, a los que incluso se les percibe como poco leninistas.

El auge del pensamiento crítico de la década de los sesenta, y en particular el que se observa en la eclosión de 1968, está marcado por estas directrices. Son los jóvenes de estos años los que reactualizan la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, son quienes regresan al joven Lukács, quienes editan de forma completa los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, quienes recuperan la crítica de Korsch al positivismo marxista, quienes sacan del olvido y revitalizan a Roman Rosdolsky, y quienes discuten mano a mano con Lefebvre, Sartre, Althusser o Marcuse. Es el tiempo en el que se lee con renovada cautela a Marx y obras de tan tardía aparición como los Grundrisse.

La indiscutible renovación temática del marxismo de estas décadas y el dominio del campo de la filosofía en estos debates permiten observar otro rasgo destacado por Ander- son respecto del marxismo occidental: “su invariable construcción de un linaje filosófico que se remontaba más allá de Marx” (Anderson, 1979: 76). Así, por ejemplo, el abierto hegelianismo del joven Lukács, la influencia de Bergson en Gramsci, la recepción de Dilthey, Husserl o Heidegger hechas por la Teoría Crítica de Frankfurt o por Kosik, hasta la recuperación de Bachelard o Spinoza hecha por Althusser. De modo que, a pesar de que la intención de muchos de ellos es explorar todos los campos abiertos por la teoría social, y aunque hubiera una fuerte influencia del psicoanálisis, la preeminencia de la filosofía es evidente. Göran Therborn denomina a esto el giro filosófico, que atribuye a la gran influencia que aún poseía la filosofía en general en Europa en las primeras décadas del siglo XX (Ther- born, 2014: 106). Sin embargo, fue precisamente la segunda oleada del marxismo la que abrió el espectro hacia otros campos. Por ejemplo, cuando en 1960 se fundó la revista New Left Review (editada primero por Stuart Hall y después por Anderson) que se constituyó como la más importante publicación marxista de aquellos años, el marxismo inglés haría algunas de las más contundentes aportaciones en el ámbito de la historia como lo fueron La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963) de E. P. Thompson o las Transiciones de la antigüedad al feudalismo de Perry Anderson (1974). Bajo el mismo espectro están los trabajos de Raymond Williams sobre cultura y literatura. En esos años también es interesante observar —como también apunta Therborn— que algunas de las mejores obras son las que se dedican al estudio de la Teoría Crítica y no a su producción. Tal es el caso de Martin Jay o de algunos de los primeros trabajos de Frederic Jameson.

Para la década de los años setenta, la transformación hacia el eurocomunismo que se operó principalmente en el Partido Comunista Italiano y el Partido Comunista Francés, y que impactó en menor medida en el español y en el mexicano, entre otros partidos, marcó las directrices del debate hacia la vía democrática. Esto recolocó las discusiones y abrió un nuevo campo de interpretación de los clásicos, provocando una abierta oposición entre quienes sostenían la necesidad de completar la tarea histórica de la revolución por la vía armada y aquellos otros que asumieron la vía de la intervención parlamentaria o abierta- mente reformista.

El cierre del siglo XX corto muestra cómo, desde la década de los sesenta hasta ese año, el marxismo se mantuvo como una poderosa corriente en la filosofía, las ciencias sociales, la economía y la historia, y cómo abordó problemas de carácter epistemológico de modos tan ajenos entre sí, como es el caso del teoricismo de Althusser, hasta el esmerado esfuerzo del marxismo analítico de Gerald Cohen, John Roemer y Jon Elster, quienes trataron de completar el corpus marxiano con influencias tan opuestas como el psicoanálisis lacaniano o la teoría de juegos y la teoría de la justicia.

 

Marxismos postderrumbe

Después del derrumbe del bloque soviético, en la década de los noventa con el arribo del neoliberalismo y en filosofía, con la propagación de la crítica del posestructuralismo y el discurso posmoderno, se desplazó al marxismo casi por completo de los debates académicos y de los discursos de la acción política. El abierto abandono de la centralidad conceptual y metodológica de la lucha de clases o de las perspectivas estratégicas y de las expectativas del proyecto socialista, sumado a las nuevas problemáticas para la filosofía y el pensamiento social, condujeron hacia formas de la crítica que implicaron una importante arremetida contra el marxismo. En el contexto del franco cuestionamiento a los fundamentos del sujeto moderno, las consideraciones sobre el ejercicio del poder más allá del restringido límite del Estado, el emplazamiento de los aspectos de orden discursivo, la crítica al proyecto ilustrado o al discurso secular, además de la evidente emergencia de otras agencias políticas que contrajeron problemáticas innovadoras, el pensamiento marxista parecía obsoleto, es- trecho, dogmático y anacrónico.

Lo notable, en este contexto, es cómo algunos de los pensadores marxistas que sobre- vivieron a la marea baja de estas décadas fueron precisamente los filósofos que con mayor claridad se autoimpusieron la tarea de renovar el discurso crítico de Marx, sin conceder al pragmatismo y a la censura del pensamiento soviético. Entre ellos, los filósofos que se agruparon en torno al Instituto de Investigación Social de Frankfurt gozan de buen prestigio, y, en particular, el más ajeno a sus dinámicas, Walter Benjamin, a quien en verdad se ha redescubierto hasta este periodo. En tanto que Adorno, quien no tuviera tan buena reputación entre los jóvenes de los años sesenta y setenta, también se vuelve a editar, traducir e interpretar en las últimas décadas. En menor medida se acude a Horkheimer y, contradictoriamente, Herbert Marcuse, quien fue un intelectual con una amplia acogida cuarenta años atrás gracias a sus obras El hombre unidimensional o Eros y civilización, no logra recolocarse en los intereses actuales.

Habría que considerar también los dos caminos que se abren en la llamada filosofía continental versus la tradición más bien anglosajona de corte analítico. En el primer caso, el giro lingüístico —cuyo centro de irradiación es la academia francesa, tanto como la posterior crítica producida por Deleuze, Barthes, Foucault y Derrida, en el centro, y cuyo principal antagonista en el marxismo no fue J. P. Sartre sino Luis Althusser y sus discípulos, como Étienne Balibar o Nicos Poulantzas— muestra con toda claridad cómo el estructuralismo althusseriano y la enorme influencia del psicoanálisis lacaniano preñó todo el debate posterior. Hasta la fecha, las alusiones y referencias hechas contra el marxismo por filósofas tan contemporáneas como Judith Butler, al ser leídas con detenimiento, muestran que reciben a Marx y al marxismo mediado a través de la pluma de Althusser. Lo mismo puede decirse de la corriente que recupera la presencia de Spinoza en el pensamiento marxista, que sigue arropada por la matriz lacaniano-althusseriana, tal es el caso Toni Negri y Michael Hart.

Sin embargo, también en el espectro francés hay otras vertientes del marxismo que, aun- que más marginales han sobrevivido de un modo u otro; desde los trabajos de Maximilien Rubel, de origen ucraniano, pero que vivió prácticamente toda su vida en París y que tuvo una importante influencia en Miguel Abensour, o la influencia de Lucien Goldmann en Michael Löwy, que fuera su discípulo. Y, por supuesto, Henri Lefebvre, quien a pesar de pertenecer con claridad al marxismo occidental, tocó algunos de los aspectos que hoy por hoy aquejan con mayor fuerza la constitución de la vida cotidiana en el capitalismo, por ello es probable que sus textos más leídos en la actualidad son La producción del espacio y La vida cotidiana en el mundo moderno. Otro marxista destacado, quien fuera dirigente estudiantil en 1968 en París, Daniel Bensaïd, ha cobrado una relevancia reciente más bien como lector e intérprete de Benjamin.

Un caso que se destaca particularmente es el de Antonio Gramsci, cuyas categorías han permeado prácticamente todos los debates de la teoría política y la ciencia social contemporánea, ya sea por la deriva liberal de su pensamiento que difundió Norberto Bobbio, por los caminos que trazaron los debates del eurocomunismo, por la recepción y uso de algunas de sus categorías del conocido Grupo de estudios de la subalternidad, a través de figuras tan destacadas como Ranajit Guha, Edward Said o Gayatri Chakravorty Spivak, o incluso por el prestigio que adquirieron Chantal Mouffe y Ernesto Laclau. Por otra parte, están los intelectuales que se articulan en torno al Instituto Gramsci, como Giuseppe Vaca, o a la International Gramsci Society. Lo que demuestra la compleja recepción del pensamiento gramsciano de las últimas décadas.

En otro ángulo, en el espectro del mundo anglosajón las variables son interesantes. Por una parte, en torno a la New Left, proliferaron nuevos intelectuales que, si bien se forma- ron en la segunda mitad del siglo XX, atravesaron la década de los noventa manteniendo el marxismo como espectro del debate social. Ese es el caso de Anderson, de Raymond Williams, o del más próximo Robin Blackburn pero, sin duda, el más influyente de todos ellos es Eric Hobsbawm. En Estados Unidos, Frederic Jameson y David Harvey han sido muy influyentes; particularmente el último entre los movimientos sociales de los últimos años gracias a su estudio de El Capital y su aplicación en la comprensión de la vida urbana con- temporánea. La academia norteamericana, además, ha acogido figuras de muy diverso orden, algunos de los cuales destacan más bien por sus consideraciones de carácter geopolítico, como es el caso de Noam Chomsky o Immanuel Wallerstein. Y, más recientemente, en el escenario de la proliferación de la comunicación de las redes sociales, el prestigio que ha adquirido Slavoj Žižek —también cobijado, aunque de forma marginal, por la academia norteamericana— parece ser más bien sintomático de la crisis de los espacios de interlocución y debate del pensamiento crítico.

En América Latina, y habría quizá que ampliar al mundo hispano, el escenario es variopinto y complejo, por lo que sólo vale señalar que en los últimos años han comenzado a surgir estudios que rastrean diversas líneas de abordaje para evaluar la influencia que ejercieron algunos de los autores referidos en momentos claves de la historia política de nuestra región y cómo al posarse en nuestros contextos fueron puestos en discusión por nuestros intelectuales y por las redes políticas que se apropiaron estas teorías. En México, por ejemplo, uno de esos episodios fundamentales, ha sido estudiado por Carlos Illades (2011) a partir de las publicaciones, las revistas, las traducciones y, por tanto, el trabajo editorial que permitió la difusión del pensamiento marxista. Éste es un camino que permitiría ponderar también a través de quiénes, cómo y en qué medida se introdujo el pensamiento crítico en las ciencias sociales en sus principales centros de irradiación: las universidades, los centros de investigación, pero también los espacios de organización y formación política donde muchos de estos intelectuales debatían sus ideas.

 

Apéndice

A modo de una consideración final, y en vista de ser éste sólo el esbozo de un territorio vasto y complejo, vuelvo sobre algo que apuntaba al inicio: el seguimiento de los trazos del pensamiento marxista no puede ser limitado al campo de la historia intelectual —aunque no pueda prescindir de él—, pues atender a este entramado responde en todo caso a la necesidad de localizar los puntos de mayor incidencia de todas estas discusiones, no sólo para evaluar su papel en la historia contemporánea o en el específico punto de inflexión del año 1989, dado que la estimación de la influencia del pensamiento marxista en la teoría y la acción social actuales pone en la mesa de discusión un elemento clave del discurso crítico de Marx: la reiterada insistencia sobre las posibilidades de construcción de una modernidad alternativa, es decir, una modernidad no capitalista. Esa premisa que, contra todos los augurios que siguieron al derrumbe del socialismo, persiste como suelo nutricio desde el que se recuperan y problematizan, con renovado interés, las obras y los debates que trazaron el archipiélago intelectual de la izquierda del siglo pasado.

 

Referencias bibliográficas

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Bensaïd, Daniel (2002) Marx intempestivo. Grandezas y miserias de una aventura crítica. Buenos Aires: Ediciones Herramienta.

Echeverría, Bolívar (1986) El discurso crítico de Marx. Ciudad de México: Ediciones Era.

Echeverría, Bolívar (2001) “1989” en Las ilusiones de la modernidad. Quito: Trama Social: 13-24.

Hobsbawm, Eric (2007) Historia del siglo xx. Barcelona: Crítica.

Illades, Carlos (2011) La inteligencia rebelde. La izquierda en el debate público en México 1968–1989. Ciudad de México: Océano.

Kohan, Néstor (2014) Nuestro Marx. Madrid: La Oveja Roja.

Lukács, Georg (1967) “L’attualità della rivoluzione” en Lenin. Teoria e prassi nella persona- lità di un rivoluzionario. Turín: Einaudi.

Lukács, Georg (1969) Historia y conciencia de clase. Ciudad de México: Grijalbo.

Therborn, Göran (2014) ¿Del marxismo al postmarxismo? Madrid: Akal.

 
Referencias
↑1    Contemporáneos a Kautsky son Antonio Labriola Ensayos sobre la concepción materialista de la historia; Franz Mehring, Sobre el materialismo histórico; Plejanov El desarrollo de la concepción monista de la historia.
↑2    Se debe recordar que estos textos fueron publicados hasta 1932 por el Instituto Marx-Engels, a cargo de Plejanov, que encomendó a Lukács su revisión y edición.
↑3    Historia y conciencia se publicó en 1923 y reúne textos que había elaborado desde 1919, entre ellos destaca el ensayo titulado La cosificación y la consciencia del proletariado.
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