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[Publicado en: Interpretatio. Revista de Hermenéutica, vol. 2, núm. 1, marzo-agosto de 2017,  pp. 109-125.]

 

Entrevista con Jorge Juanes

 

Manuel Lavaniegos


 

Jorge Juanes es, sin duda, uno de los más fértiles y polémicos pensadores mexicanos de la actualidad y su proyección, desde hace tiempo, tiene alcances internacionales. Este relieve encuentra su piedra angular en el entrecruce —para él indisociable— del arte y del pensamiento crítico para la comprensión de la esencia y las manifestaciones de la modernidad. Lo atestigua su notable producción intelectual, dentro de la cual podemos mencionar algunos libros: Los caprichos de Occidente (1984); Hegel o la divinización del Estado (1989); Más allá del arte conceptual (2002); Hölderlin y la sabiduría poética (La otra modernidad) (2003); Kandinsky/Bacon, pintura del espíritu/pintura de la carne (2004); Artaud/Dalí. Los suicidados del surrealismo (2006a); Goya y la modernidad como catástrofe (2006b); Marcel Duchamp, itinerario de un desconocido (2008); Pop Art y sociedad del espectáculo (2009); T. W. Adorno. Individuo autónomo-arte disonante (2010a); Territorios del arte contemporáneo (2010b); Historia Errática y hundimiento del mundoCon Heidegger y contra Heidegger (2013); y Vanguardias artísticas ruso-soviéticas. Revolución en la revolución (2015). Sin olvidarnos del abundante cúmulo de textos dedicados a la crítica sobre el quehacer de artistas actuales.

La simple mención anterior de títulos de su obra deja traslucir algunos de los hitos del itinerario —intrincado y arriesgado— por los que se atreven las calas críticas realizadas por la peculiar hermeneusis que Jorge Juanes aplica al panorama civilizatorio de nuestro tiempo. Partiendo de la inflexión o giro nietzscheano —ya antes detonado por los románticos— de cambiar la óptica de la ciencia por la del arte como paradigma para pensar la vida, el filósofo va insistir en mostrar que cualquier intento por comprender las improntas subversivas o contestatarias a la inercia progresiva hegemónica que ha regido a la modernidad hasta nuestros días tiene que pasar, necesariamente, por entender qué es lo que ha sucedido con las vanguardias artísticas; preguntándose por qué y cómo es que los proyectos y las obras concretas —gestadas por los artistas singulares de las vanguardias— han venido a alterar, ineludiblemente, nuestras maneras de captar, imaginar y actuar en el mundo: en resumen, ¿cómo han cambiado las formas de vivirlo? Pues si el núcleo dinámico progresivo —o más aún, “revolucionario”— de la modernidad prevaleciente alberga una implacable tendencia al dominio catastrófico de la naturaleza y el hombre —encarnada sobre todo por el totalitarismo del orden económico-político y el emplazamiento de la tecnociencia—, en alto contraste, la diseminación de las rebeliones marginales promovidas por las aventuras artísticas representan la “otra modernidad”. Ésta siempre ha estado presente, aunque a menudo no sea vista o se le intente ocultar, infravalorar o destruir. Para Jorge Juanes el desocultamiento (aletheia) del ser, propio del arte de nuestro tiempo, trae implicado un tremendo reto doble, tan poético como pensante. Ahí es donde la filosofía se ve impelida a criticar hasta el fondo sus presupuestos conceptuales acreditados, a destrozar sus propias gramáticas para poder acceder a escuchar, a mirar, con nuevos ojos y oídos, las epifanías singulares del advenir del arte. Por esto, escribe: “De no comulgar con las obras y con las propuestas del arte, la filosofía quedaría condenada a duplicar la metafísica de la razón y los discursos de la identidad” (2010a: 130).

En este último sentido, justamente, la escritura de Jorge Juanes por no hablar, aquí, de su conocida sagacidad verbal— se caracteriza por un estilo original que rompe los habituales moldes academicistas e institucionalizados —las trancas del “discurso blanco”— para movilizar directa e intempestivamente la sensibilidad y la inteligencia del lector. Tal vez por ello, para muchos sectores anquilosados en lo que Durand llamaría el “zócalo trasnochado de sus pedagogías” positivistas y neopositivistas, la obra de nuestro filósofo resulte, en efecto, vidriosamente incómoda y decidan ignorarla o silenciarla; cosa que, mientras tanto, no ha sido óbice para que su pensamiento haya alcanzado amplia repercusión en los ámbitos culturales y artísticos.

La presente entrevista fue realizada a través de correo electrónico. A continuación expongo las interrogantes planteadas a Juanes, a quien agradezco su generosa amistad. Ellas tuvieron el fin de ofrecer una mirada calidoscópica que anime a profundizar en su obra.

1) Hay una suerte de apotegma o de mantra que atraviesa, de cabo a rabo, tus escritos: “Pensar el arte desde el arte”.  ¿Qué quieres decir con esta formulación un tanto críptica? ¿Acaso, que es incorrecto o imposible comprender el quehacer del arte —donde se juega la propia definición de lo que entendemos por “arte”— desde otro orden discursivo: la sociología, la política, la historia, la psicología, la filosofía, etc.?

2) ¿Por qué el camino y la dimensión del arte son el acceso, y delinean el horizonte, a “otra modernidad”? Y, ligada a ésta, ¿por qué hasta entonces?, ¿tuvo que esperar el arte (presente desde que el hombre es hombre —homo sapiens, pero también homo artisticus—, es decir, desde, por lo menos, el Paleolítico) a la modernidad, o viceversa: la modernidad al arte?

3) ¿Y cómo empezó todo esto? ¿Desde el Más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, en el seno del Romanticismo y sus controvertibles tres firmantes: Hölderlin, Hegel y Schelling? Tú te has ocupado sobre todo de dos polaridades decisivas para el desenvolvimiento de la Weltanschauung moderna posterior: Hegel (en Hegel o la divinización del Estado) y Hölderlin (en Hölderlin y la sabiduría poética). A la vez, pareces (en Goya y la modernidad como catástrofe) coincidir con André Malraux, que considera la pintura de Goya como el auténtico comienzo del arte moderno.

4) En Territorios del arte contemporáneo. Del arte cristiano al arte sin fronteras, que publicas en 2010, resultado de cincuenta programas radiofónicos que emitiste en Radio Educación —una odisea por sí misma, a la cual, hasta donde tengo noticia, nadie se ha atrevido— trazas, por así decirlo, un “contra-mapa”, o en expresión de W. Benjamin: “una historia recorrida a contrapelo”, de la travesía seguida por el arte occidental; desde el arte cristiano-medieval, pasando por el Renacimiento, el Manierismo, el Barroco, hasta las etapas experimentadas por el arte moderno, inclusive delineando sus principales afluentes “posmodernos” a la vuelta del siglo XX-XXI. Pero no sólo eso, sino que también cartografías giros significativos del itinerario pensante o discursivo/crítico acerca del arte contemporáneo; convencido que “hacer arte e interpretarlo es parte constitutiva de su ser”. Dentro de los pensadores que comentas, quisiera preguntarte por el lugar que le concedes a Adorno, al que, por lo demás, dedicas otro texto: T. W. Adorno. Individuo autónomo-arte disonante (2010a). Muy sintéticamente, si es eso posible, según tu punto de vista, ¿cuál es el mayor aporte de la interpretación teórico/estética de Adorno? y ¿en qué estriba tu diferencia con ésta?

5) Me ha tocado ser testigo, en varias ocasiones, de la piedra de escándalo que suscita para muchos —“almas bellas” puritanas y “sujetas a la lógica de los sistemas correctivos”— tu defensa de los artistas Pop Art; posición que expones tanto en tu libro Artaud/Dalí. Los suicidados del surrealismo (y Jackson Pollock y Andy Warhol como remate) (2006a), así como en Pop Art y sociedad del espectáculo (2009). Para aquellos escandalizados con la eclosión Pop —que emerge ya en la etapa plena del traslado de la capital del arte contemporáneo de Europa a New York— no significa otra cosa que un alarmante síntoma de alienación del arte a la sociedad de consumo y su inserción en el sistema mediático, que prefigura el actual dominio global de la cultura por las redes mediáticas. En contraste, tú, sin negar estos fenómenos, reivindicas a las “estrellas errantes” del Pop por su fusión sin cortapisas del arte con la cotidianidad contemporánea y por dar expresión a sus sobresaltos contraculturales, a tal grado que otorgas tanto a Dalí, como a Pollock, Warhol y Basquiat, entre otros, el epíteto de los “suicidados del surrealismo”, haciendo eco del calificativo “el suicidado de la sociedad”, con el que Artaud nombraba la aventura artística trágica de Van Gogh. ¿Nos puedes decir algo acerca de ello?

6) Otro de los nudos conflictivos —neurálgico en el decurso del arte contemporáneo— es, sin duda, la irrupción subversiva de M. Duchamp. Con sus Ready-Made, el Gran Vidrio y Étant donnés, el artista francés vino a “crear un nuevo pensamiento para el arte”; de él se ha dicho también que se trata de “un hombre que constituye toda una vanguardia por sí mismo”. Tú lo abordas en tu libro Marcel Duchamp, itinerario de un desconocido (2008), enfocándolo, en efecto, como un parteaguas que dio al traste con la concepción “ocular-centrista” de las artes plásticas. Sin embargo, al mismo tiempo, intentas interpretarlo más allá de los que vituperan su obra y de los que la idolatran y se proclaman herederos de Duchamp. Escuetamente, ¿en qué reside la clave, según tu punto de vista, para escapar de ambos extremos?

7) Desde, por lo menos, el último decenio del siglo XX y durante el XXI, paralelamente a la querelle en torno a la posmodernidad, se ha extendido la denominación de “Arte Conceptual” o “Conceptualismo” para abarcar a un cúmulo de manifestaciones alternativas de arte y antiarte con tal extensión que, incluso, los programas y currículos de las escuelas de arte se han proclamado —como por arte de magia— en “conceptuales”. La confusión parece ser mayúscula. Por ejemplo, el teórico Arthur Danto, muy leído en los medios artísticos, llega a identificar una suerte de Pop-Conceptualismo con el (enésimamente decretado) “Fin del arte”. Creo que una de tus más importantes contribuciones ha sido aclarar los grandes equívocos que conlleva concebir el arte de modo conceptual, precisamente con tu texto Más allá del arte conceptual. Entonces, ¿en qué consiste el quid de la cuestión?

8) Pienso que tu impactante libro Historia errática y hundimiento del mundo. Con Heidegger y contra Heidegger (2013) te implicó un arduo trabajo y una meditación de muy largo tiempo sobre la obra del llamado “mago de Messkirch”. Tu argumentación no elude los tópicos más espinosos y escabrosos de su filosofía, como el de su directa vinculación con el nazismo. De modo simultáneo, el ajuste de cuentas con Heidegger te pareció un proceso imprescindible para la superación crítica de la metafísica moderna, antropocéntrica y tecnocientífica. Asimismo, declaras en el prólogo que consideras al libro como “una especie de despedida de la filosofía”. Aquí, por lo pronto, me interesa centrarme en el papel que juega, desde tu punto de vista, el descubrimiento de la obra de arte —sobre todo vía Hölderlin, Rilke, Van Gogh— concebida como “desocultamiento del ser”, para la configuración, el desarrollo y la transformación de las categorías más decisivas de la ontología fundamental de Heidegger, tales como DaseinKehre hermenéutica, Ereignis y Geviert. No obstante, a pesar de la enorme relevancia que Heidegger concede a la develación poético/pensante, ésta se encuentra aún seriamente limitada, según tu perspectiva. ¿En qué consistiría esa limitación?

9) Por último, en tu reciente obra Vanguardias artísticas ruso-soviéticas. Revolución en la revolución (2015), —otro texto rebosante de ideas—, ligada a tu labor en la curaduría de la exposición en el Palacio de Bellas Artes (2015), me parece que su hilo conductor estriba en la orientación común, en el efímero momento, de las diferentes vanguardias ruso-soviéticas del planteamiento de un “arte implicado” o social/ constructivo en el seno de un movimiento revolucionario-político. Esta cuestión las hacía cualitativamente diferentes al resto de las vanguardias artísticas que se desenvolvían en otras ciudades europeas. Paradójicamente, creo, tú encuentras en Malévich y sus discípulos una posición pictórica radicalmente abstracta —con impronta “metafísica”, iconizada por el célebre lienzo del Cuadrado negro suprematista (1915)—, la cual distanciaba a los suprematistas de las otras vertientes ruso-soviéticas. Se trataría de una suerte de nueva complejidad utópica en el interior de la complejidad vanguardista. Por lo demás, como sabemos, estas prometedoras y polivalentes acciones artísticas fueron —cruel e implacablemente— aniquiladas por el realismo socialista impuesto por el régimen comunista genocida de Stalin. ¿Nos puedes decir algunas palabras acerca de ello?

 

Travesías de la modernidad tachada …
Respuesta de Jorge Juanes

 

Estimado Manuel: tomo en cuenta tus preguntas y te respondo ahora mismo de manera espontánea y de un solo golpe, para evitar así el juego habitual de preguntas y respuestas desmembradas.

Para contestar quisiera establecer, antes que nada, que el punto de partida de mis reflexiones se centra en la crítica de la modernidad capitalista-tecnocientífica fundada, en última instancia, por un Antropocentrismo subyacente que intenta ocupar de manera progresiva todo lo que sale a su paso: la naturaleza, los cuerpos, la vida privada y la vida social, las prácticas cotidianas y los sueños, el pensamiento y el arte… Para lograr este propósito, los representantes de tal orden civilizatorio procuran que los súbditos engranen “espontáneamente” con las consignas gregarias. Cuerpos y mentes marcados con el hierro de la ética del rebaño, que poco o nada tienen que ver con la deriva incontrolada de los deseos y las expectativas de la existencia finita. A la cabeza, en la cumbre del nihilismo devastador se encuentra, sobra advertirlo, la alianza entre las políticas de los políticos y las grandes corporaciones monopólico-capitalistas. Lo que llama la atención del nihilismo que todo lo unifica y ordena imperativamente es que, sea desde la derecha o desde la izquierda, recurre a los mismos planteamientos teóricos y las mismas estrategias políticas antropocéntricas que han propiciado la catástrofe actual.

Modernidad que cuenta, faltaba más, con un fundamento sólido e indubitable identificado con el Ser como tal: el ego cogito. Principio irresistible capaz de trasformar una historia donde la naturaleza se sobreponía al hombre, en una donde la naturaleza se subordina a los designios de la voluntad cognoscente transformadora. Sobre la base de la res cogitans, el pensar filosófico sufre, en efecto, una trasformación decisiva: la razón pura destrona a la physis como lugar del ser y el saber. Las consecuencias no se hacen esperar. La idea que sustenta la física en la razón pura reduce la naturaleza a determinadas fórmulas cuantitativas acuñadas por la física-matemática moderna. Idea de la física liberada de la “cosa en sí” o physis, que emerge como paradigma del conocer y, de paso, como sustento de la idea de la física inscrita en la metafísica moderna o metafísica de la subjetividad. Esta alianza estrecha entre la física y la metafísica, esta especie de círculo de hierro, abre lugar al antropocentrismo totalizado por la tecnociencia, y bien a bien, a la modernidad institucional-instrumental consumada a escala planetaria.

Una Modernidad Zombi totalizada por cadáveres vivientes cuyas consecuencias propician, en efecto, lo que ha dado en llamarse el “después del fin del mundo”, aludiendo a la voluntad de muerte representada por “los vencedores” e inscrita en el poder atómico, utilizado como parte de la guerra tecnológica (recuérdese Hiroshima), dependiente de la razón instrumental desatada. Un “después del fin del mundo” de múltiples derivas que apuntan a un blanco común: la carrera acelerada hacia el cumplimiento de la muerte del metabolismo hombre-naturaleza (ecocidio) y, por lo tanto, al fin mismo del hombre-dios. De tal suerte, la tan cacareada Muerte de Dios —que da lugar a la planeación antropocéntrica del globo terráqueo— desemboca paradójicamente en la autodestrucción del Hombre mismo. Era histórica de la catástrofe y el extravío que responde, en fin, a la caída de los herederos de Prometeo, víctimas de sus propios cultos adoratorios.

Una vez más, las preguntas eternas: ¿por qué y para qué? ¿De qué se trata? ¿Qué hacer? No desesperemos. El afuera, la otredad, ha resistido mal que bien a la praxis unidimensional en curso. Pienso en los individuos singulares y autónomos que se han negado —y siguen negándose— a dejarse atrapar en la ratonera opresiva del Sujeto de Dominio forjado por los Maestros pensadores de la Verdad. Poetas, artistas y pensadores, a ellos me refiero, que han planteado la necesidad urgente de resituar las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza en territorio ontológico. Decisión que conduce a reconocer a la naturaleza como physis innombrable e irreductible a leyes instrumentales cuantitativas. Un reconocimiento que encarna en existencias marginales y excéntricas, capaces de escuchar, atender y acoger a la otredad, al margen de cualquier estrategia de dominio. Un hasta aquí de los signos y las fuerzas que amparan a la Modernidad Zombi, en aras de la apertura de un territorio propicio para la libertad y la reconciliación de los individuos entre sí y con naturaleza. Una modernidad tachada, en efecto, que tiene al territorio de las artes por baluarte.

Tengo presente, por supuesto, que la trituradora nihilista ha terminado por devorar incluso ciertas tendencias del arte que hoy por hoy semejan cajones de desastre en donde cabe cualquier cosa. Trituradora configurada por no pocos funcionarios y curadores, críticos e historiadores del arte, galerías y museos, además de eventos relevantes (como bienales, entre otros). Personeros entregados a la industria de la cultura, nadie lo dude, concretada como conversión del arte en mercancía. Podrían agregarse los recurrentes usos ideológicos estatales que, de vez en vez, irrumpen en escena (estalinismo, nacionalsocialismo, fascismo…). Sea lo que fuere, los voceros que identifican el arte con lo que, en un momento dado, el sistema determina como tal proclaman, en consecuencia, la necesidad de desechar lo que no es actual o políticamente adecuado. Queda lo que queda: la apoteosis de la sociedad del espectáculo, en lo que ha dado en llamarse la “estetización del mundo”. Asunto grave, pues si el arte se disuelve en la realidad imperante, se pierde a la vez tanto el arte como la posibilidad de establecer una alternativa contestataria.

Pasemos a la ofensiva. Pensar el arte en los tiempos que corren implica romper la suma de velos fetichizados que lo impiden, tarea compleja y urgente que requiere, en efecto, atreverse a pensar por cuenta propia y contra una manada —en cuyas filas se forman muchos artistas— caracterizada por cumplir, al pie de la letra, el sí de los amos, o diría Nietzsche, “el sí de los asnos”. Rompamos pues filas. Quien haya seguido mis reflexiones sobre el arte (libros, cursos), realizadas en soledad, precarias y provisionales, se habrá percatado de que, a mi entender, las artes en general forjan un territorio propio —del que participan—, irreductible a los órdenes político-económico-instrumentales al uso, que debe ser pensado desde sí mismo: lo que he llamado “pensar el arte desde el arte”, en el entendido de que el arte da a pensar. Así, entonces, el arte no se negocia. Se trata, ni más ni menos, de una aventura trasgresora profunda y compleja que da lugar a una modernidad contestataria e intempestiva. Siguiendo el desafío, con mayor urgencia que nunca se requiere confirmar y afirmar, aun escarbando en las ruinas del arte herido, aquello que a lo largo de la modernidad se ha intentado poner en la picota —a veces a costa de la vida o la locura de los artistas insurgentes—, la miseria del nihilismo.

Quisiera ahora poner algunas cartas sobre la mesa, relativas a mis incursiones en el territorio del arte. Se trata, en mi caso, de una experiencia personal con las artes, una manera singular y concreta de sentir y percibir que rechaza de entrada, por ello mismo, cualquier posición supuestamente impersonal y canónica del arte. Sólo eso: un diálogo siempre inconcluso entre un existente singular, el que escribe, y otro existente singular, el lector. Me desmarco, pues, en principio, de todos aquellos pensadores (y son una legión) empeñados en levantar sistemas de saber que establecen lo que supuestamente todos debemos saber y sentir en términos universales, incluido el arte. Empeñados en erradicar la semilla de rebeliones incontroladas que, al menos, nos hacen ver que la vida está en otra parte. Hablo de la peste de los representantes de saberes totalizadores, concretados en el escalpelo de discursos indubitables, sin resto, autoritarios y convertidos en ley. Perros guardianes de la verdad obcecados en tener a la mano la solución de los problemas del conjunto de la humanidad; perros guardianes que desprecian cualquier forma de reconocimiento o de copertenencia que escape de sus designios excluyentes. Pensar el arte fuera del arte, tal es la seña de identidad de los enterradores del arte, a saber: (1) en tanto parte secundaria de sistemas filosóficos omniscientes; (2) como superestructura, a fin de cuentas irrelevante, que remite, en última instancia, a los supuestos “centros de inteligibilidad de lo histórico-fundamental” (procesos económico-productivos, conflictos político-sociales, lucha de clases, ser nacional, ideologías dominantes, modos de ser de la razón instrumental…); (3) como mera ficción, fuga o divertimiento para colmar la cultura del ocio; y (4) como mercancía productiva, no se diga más. El núcleo medular estriba en imponerle al arte la forma de lo dependiente, la indiferencia y la banalidad: acto sacrificial en que se concreta el desdén por la vida abierta; en que la aniquilación de la diferencia, lo singular irreductible, la sensibilidad y la imaginación potencian una estrategia para el control totalitario de la vida, negando —en consignas y obras carentes de alteridad— que la vida está en otra parte.

Por debajo del mundo unidimensional obstinado en manipular deseos e imaginarios, desde la precariedad e incluso el silencio, en nuestros días como antaño, no faltan artistas cuyas obras nos recuerdan que el arte pisa territorios intempestivos, sustraídos a la mecánica funcional cristalizada en la rutina de modelos disciplinarios encubiertos tras promesas enajenantes. Porque así se ha forjado el arte a lo largo de la historia, mediante saltos inesperados que dan lugar a aquello que todavía no era: lo libertario, el juego abierto e innombrable del mundo, el amor y el desamor, la pasión y los sueños, el placer, el dolor, la cordura y la locura, sin que falte el grito desesperado que lacera el nihilismo, o el silencio capaz de aprehender las epifanías de lo abismal. Discontinuidades inconmensurables e inesperadas que, en franco desafío a lo progresivo y lineal, revientan los límites del espacio-tiempo presidido por la conjura de los asesinos.

Pensar desde el arte. No sobre el arte sino con el arte. Un pensar constitutivo del arte, tan importante como las propias obras. Tan lo es que el actual decaimiento de la reflexión sobre el arte lo ha empobrecido en grado extremo, dando paso al imperio de la cháchara, la charlatanería, el artículo periodístico de “a tanto” la plana, el texto que duplica la voz de los que mandan y manipulan. Ejército de sensores empeñado en cancelar los lenguajes experimentales y suspendidos, precarios e inciertos, con que el arte carcome todo aparato simbólico restrictivo basado en certezas resueltas e imperativas. Puede ser que a muchos los escandalice reconocer que el arte obedece a problemáticas intrínsecas, surgidas en sus entrañas, que no pueden ni deben soslayarse. Escuchemos, atendamos, dejemos ser a las obras por sí mismas. Al margen de metodologías estéticas sobrepasadas o de moda, de intrincadas y estériles lecturas semióticas, de toda reducción sociológica. Ya prevemos el disgusto de los doctores consagrados a probar, con ejemplos irrefutables, la dependencia secundaria del arte. Pues bien, que con su pan se lo coman.

Persisto en decepcionar. Las obras de arte encarnan propuestas expresivas que permiten acercamientos comprensivos, siempre y cuando se respeten sus morfologías específicas o modos de manifestarse, partiendo en cada caso de la obra, o sea, sin imponerle corsés externos. Pensar la pintura desde la pintura, el cine desde el cine, la novela desde la novela, la poesía desde la poesía, la música desde la música…. También la hibridación actual —y bienvenida— entre las artes exige respetar querencias, examinar puntos de encaje, celebrar correspondencias. Por lo demás, me parece una buena táctica ir de lo particular a lo general, o mejor, de esta o aquella obra concreta antes que de esta o aquella teoría estética. Lo que fuere, pero a condición de reconocer la diferencia de cada obra, su apertura y su inagotabilidad. Señores académicos, fanáticos de la cita que simula rigor en donde lo que hay es falta de sensibilidad e imaginación, hablar de las artes requiere lenguajes inconclusos que inviten al lector a realizar derivas propias. Lenguajes capaces de mantener una relación de empatía con las obras, de seguir sus velocidades, de mantener distancia cuando el autor exige distancia, de comprometerse emocionalmente cuando así se requiera.

Lo que me parece inadmisible son los lenguajes planos, uniformes e imperturbables que discurren por igual trátese de Goya o de Ingres, del expresionismo o del arte conceptual. En seguida se reconocen, son profesores, profesores sumamente aburridos que, excepciones aparte, engrosan la nómina de los diversos institutos de investigaciones estéticas diseminados por el mundo. Desmontemos de una buena vez, asimismo, los planteamientos nacionalistas, colectivistas, populistas, que conciben el arte como una especie de receptáculo de esencias nacionales, como si las esencias nacionales existieran. No hay que confundir los símbolos consagrados o forjados por el Estado, supuesto representante de la identidad nacional, con propuestas artísticas que pertenecen, en rigor, a la patria del arte. Los veo venir, veo venir a los representantes estéticos del Estado, envueltos en banderas nacionales, tratando de probar la marca de fábrica territorial de tal o cual propuesta. Y me digo: de nada vale establecer en el arte concepciones normativas o canónicas eternas y universales, pues conforme el arte se despliega, va poblando su territorio de propuestas y obras revulsivas, inéditas, ajenas a lo canónico. De allí que —igual que en el territorio de las artes— la reflexión sobre el arte sea algo móvil, que se hace y rehace sin cesar, lo que obliga a seguir su odisea de manera puntual, abierta a lo nuevo, en el entendido de que lejos de progresar sobre una línea homogénea, el arte multiplica la diferencia. Me arriesgo a reafirmarlo: no existe ni puede existir una definición absoluta del arte. Lo que no significa —ahí la paradoja— que todo aquello que, de manera arbitraria o caprichosa se autoproclame arte, lo sea. Digamos que la necesaria e inconclusa reflexión sobre el arte, inscrita en el territorio abierto del arte, debe deslindarse de aquello que, poco o nada, tiene que ver con el arte, e incluso —y esto es lo más importante— rechazar sin cortapisas las tentativas de aniquilar el arte, ¡en nombre del arte!

Me refiero, por supuesto, a la tanatología que en nuestros tiempos se regodea —con la complicidad de muchos “artistas”— proclamando victoriosamente la muerte del arte. Ni cánones indiscutibles ni el todo se valen. Así como el levantamiento canónico procede de académicos reactivos y sectarios, el “todo se vale” es propio de artistas, críticos y curadores de arte frívolos y perezosos, empeñados en impresionar a sus abuelitas con ocurrencias anodinas. Menos aún debe aceptarse la consigna de moda de que arte es aquello que el sistema dominante en turno reconoce como tal. Vivimos tiempos difíciles en que los pensadores del arte han sido reemplazados por funcionarios de la cultura (vulgo, burócratas), galeristas, subastadoras, la peste de los curadores que imponen a los artistas lo que deben hacer, la industria de la cultura y el mercado del arte, por no hablar de los “críticos de arte” domesticados por el Estado o por los dineros de los inversionistas. Por si fuera poco y en nombre de la moneda de lo actual, existe hoy un desdén por la historia del arte. Actualismo carente de memoria que celebra novedades que suelen no ir más allá del descubrimiento del agua tibia.

Si las obras de arte radicales fueran mera expresión coyuntural no sobrevivirían al espacio/tiempo en que surgen, pero sobreviven, son transhistóricas y, por tanto, siempre actuales. De tal suerte, considerar el arte como un mero documento o testimonio es el peor camino para comprenderlo. Reconozcamos, entonces, que el arte obedece a problemáticas y temporalidades específicas. Por otra parte, el alcance de una obra no puede ni debe valorarse sólo por la acogida que tenga en el momento de salir a la luz. Si bien la forma en que el arte emerge, se pone en juego y abre el territorio de lo inesperado, da cuenta de un encuentro/desencuentro con el presente histórico, no se reduce a ello. Baste reparar en el sinnúmero de obras que, en un momento dado, gozaron de una gran acogida y pronto desparecieron de la escena. Por el contrario, obras que son desdeñadas por sus contemporáneos, pasado un tiempo, alcanzan el reconocimiento de tirios y de troyanos. Punto y raya, la cuestión del arte estriba en reconocer aquello que nos convoca a lo extraordinario. Me parece que el recorrido problemático/genealógico de la primera etapa del arte moderno —que abarca del Renacimiento al Posimpresionismo— sufre un corte radical, una crisis creativa, con el advenimiento de las Vanguardias, sin que ello aniquile, como algunos piensan, la ontología última que sustenta al arte. Probemos argumentos. Me parece que en su origen (Renacimiento, Barroco) la odisea del arte reposa en artistas singulares que expresan su diferencia finito-existencial en determinadas obras y sin cortapisas. Ya en el Romanticismo, la pregunta por el ser del arte pasa a primer plano, y a mediados del siglo XIX, una vez plenamente reconocida la autonomía y el carácter excepcional del arte, sale a la palestra la pregunta por la especificidad de cada arte: la pintura como pintura, la música como música, la poesía como poesía, la arquitectura como arquitectura, la escultura como escultura, etc. Las Vanguardias son sin duda un parteaguas en tanto que además de trastornar las artes heredadas (pintura, escultura…), dan lugar a posibilidades del arte inéditas (ready-made, collage, montaje, cine, instalación…), así como al uso de materiales insólitos en lo que podemos calificar de multimaterialidad: cualquier material es digno del arte, lo que involucra la relación entre el arte y la técnica moderna. Me parece apasionante el debate entre los que defienden la autonomía del arte (cubismo, abstracción, purismo…), y quienes pugnan por implicar el arte en la vida desde el arte (Dadá, constructivismo…). Ya habrá mejor ocasión para demostrar la retroalimentación entre unos y otros.

Y será, debido al carácter opresivo y opaco de la realidad circundante, que el arte decide trasformar la vida, ponerla patas arriba, someterla al choque de la libertad. Señalo lo anterior, pues resulta un lugar común creer que las Vanguardias, comprometidas con la trasformación de la realidad se pliegan a ésta y desaparecen de escena como espacio/tiempo de la diferencia. Más bien sucede lo contrario: lo que se da es una arremetida feroz, sobre todo, de parte de los sistemas totalitarios contra el arte, en lo que yo llamo la primera muerte del arte. La segunda vendría de la mano de la sociedad del espectáculo. Excluyo aquí el Pop Art. Lo excluyo, pues su entrismo en el centro de las imágenes y signos del sistema de la mercancía opera, justamente, a manera de desmontaje (véase mi libro, Pop Art y sociedad del espectáculo). Otra manera de entrismo es la practicada por los Situacionistas. Celebrable sin duda, a pesar de que sucumbieran a causa de defender a capa y espada el fetiche-cliché de la inminente revolución comunista.

Entrar en el detalle de la aventura del arte contemporáneo rebasaría el marco de esta entrevista, pero quisiera puntualizar un par de cosas. Si algo impera en el arte de nuestros días, a diestra y siniestra, es el llamado arte conceptual. Léase la reducción del arte a suplemento de determinadas ideas (póngasele nombre al compromiso ideocrático de su preferencia) en donde, en consecuencia, la materialidad (“forma sensible”) cuenta poco o nada. No se necesita ser muy sagaz para descubrir en tal especie el triunfo irrefutable del Principio de Razón sobre la diferencia ontológica que ha caracterizado al arte radical. Nihilismo en que la pregunta por el ser primordial e innombrable (physis), previo al Principio del Razón y más radical que éste, ha quedado olvidada. El olvido es tal que ni siquiera se percibe como olvido. Desmemoria del actualismo vigente que abarca a los pueblos pre-modernos y sus órdenes simbólicos, fundados en lo sagrado e inefable. En el peor de los casos, son denigrados u objeto de mofa; en el mejor, se los caricaturiza e incorpora a la industria del turismo. Lo que los triunfadores y sus cómplices estetizantes no perciben es el potencial revelador de su sabiduría. Potencial que ha dado lugar —las obras realizadas convalidan— a las posibilidades más radicales del arte contemporáneo; al menos, antes de que la miseria conceptual —célibe protestante, acético racionalista— campeara a sus anchas.

Tengo que aclarar que cuando hablo de arte conceptual no me refiero —como lo hacen muchos “curadores y críticos de arte”— a las artes alternativas surgidas a lo largo del siglo XX y hasta la fecha, incluyendo el performance, la instalación y las artes tecnológicas. Me refiero, antes bien, a toda propuesta sometida al nihilismo antropocéntrico que opta por el olvido de la physis (alteridad abismal), que duplica en el arte lo propio de la metafísica de dominio, a saber: el advenimiento del titanismo lógico-instrumental como referencia indubitable del mundo en su conjunto, con la correspondiente asignación del estatuto de objeto a lo no humano; léase, cosa por y para el Sujeto. Pareja Sujeto-Objeto, surgida de un modo autoconsciente, al menos desde el siglo XVIII, y que hoy señorea en el horizonte civilizatorio. Ahí la resistencia del romanticismo radical al desplazamiento de la physis o la sacralidad por el nihilismo racionalista. Ahí también la preferencia por lo poético pensante como referencia última de la relación de los hombres entre sí y con la naturaleza, en demérito de la metafísica de la subjetividad y su hijo dilecto, la tecnociencia. Mantenimiento de sabidurías arcanas que ilumina, era de esperar dado su alcance abierto e inconmensurable, una parte sustantiva del arte moderno y contemporáneo.

Día a día somos informados de la multiplicación planetaria de cuerpos masacrados, desollados, quemados, torturados, mutilados, de guerras sin fin, del resurgimiento de fundamentalismos de la peor especie. A la par se habla de la era de los post-humanos, o sea, del post-hombre que, paradójicamente, cumple al pie de la letra con la aniquilación corporal, carnal, del hombre finito-mortal proclamada por la Metafísica de la subjetividad y sus cómplices cognitivos. Hombre carnal que, tal es la proclama, resulta un estorbo para cumplir con el dominio del cosmos. Pero frente al nuevo Frankenstein sublimizado, que cancela la carnalidad, surgen propuestas del arte extremas que abren la piel encubridora y redimen el cuerpo blando, lo que avergüenza, lo excremencial, las vísceras, en suma, lo abyecto. Artes del cuerpo, artes de la tierra, fluxus… Y ahí donde por lo demás la letanía del zoos politikos identifica al hombre con una manada gregaria, cuyo destino depende del tiempo largo de las escatologías históricas, los individuos finitos, cuya temporalidad trascurre entre el estado de “yecto” y la muerte, tornan el instante irreductible y creativo en eternidad. Del arte, por el arte. Persistencia de un territorio anómalo que mancha la modernidad de los titanes de pacotilla y sus modelos militares, discursivos, industriales y políticos. Lo creo y lo sostengo en textos e intervenciones. La radicalidad emerge en el complot de los clandestinos, de aquellos que pisan el territorio nómada e intempestivo del arte. Rompamos, pues, filas.

 

Bibliografía

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— (1989). Hegel o la divinización del Estado. México: Joan Boldó i Climent.
— (2002). Más allá del arte conceptual. México: Conaculta.
— (2003). Hölderin y la sabiduría poética (la otra modernidad). México: Ítaca.
— (2004). Kandinsky/Bacon, pintura del espíritu/pintura de la carne. México: Ítaca.
— (2006a). Artaud/Dalí. Los suicidados del surrealismo (y Jackson Pollock y Andy Warhol como remate). México: Ítaca.
— (2006b). Goya y la modernidad como catástrofe. México: Ítaca.
— (2008). Marcel Duchamp, itinerario de un desconocido. México: Ítaca.
— (2009). Pop Art y sociedad del espectáculo. México: Escuela Nacional de Artes Plásticas/Universidad Nacional           Autónoma de México.
— (2010a). T.W. Adorno. Individuo autónomo-arte disonante. México: Libros Magenta/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
— (2010b). Territorios del arte contemporáneo. Del arte cristiano al arte sin fronteras. México: Ítaca.

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